
Contra los especialistas
Sobre Secretos de belleza, de Jean Cocteau.
(traducción, prólogo, notas y cronografía de Christian Kupchik)
Leteo 2017
Por Juan Bautista Duizeide
Probablemente su nombre no diga demasiado en Argentina a las generaciones más jóvenes. No siempre fue así. Aún sin llegar a constituir siquiera una pasión de minorías intensas, Jean Cocteau resultaba una figura cuya obra múltiple no pasaba desapercibida para los argentinos cultos. Su teatro fue objeto de atención privilegiada en Buenos Aires desde fines de los años ´30. Figuras como Lola Membrives, Bárbara Mujica o Miguel Ángel Solá se fueron relevando, a lo largo de las décadas, en las puestas de obras como La voz humana, Los padres terribles, Los Caballeros de la Mesa Redonda o Los monstruos sagrados. Ya en 1931, a menos de cinco años de su estreno mundial, el Teatro Colón había programado la ópera – oratorio Oedipus Rex, de Stravinsky, con textos en latín de Jean Cocteau. Y en 1969 estrenaría la impar ópera La voz humana –¡a un año de su premier parisina!-, con música de Francis Poulenc y libreto de Cocteau. Un tour de force en el que una mujer “joven y elegante” es la única que aparece en escena. Canta, grita, susurra, se esperanza y se desespera ante su teléfono. Al otro lado de la línea está el amante que la ha abandonado (tal vez se trate del punto máximo de cercanía alcanzado por Poulenc y Cocteau con el expresionismo, dado que su obra es comparable a Erwartung de Arnold Schoenberg, obra en la cual una mujer sola –una soprano spinto que lucha contra las dimensiones de la orquesta post wagneriana y los incesantes cambios de ritmo y tempo impuestos por la partitura- desespera por su amor ausente). Para el estreno de La voz humana en el Colón se contó con Denise Duval, la actriz cantante elegida por la dupla autoral en oposición a María Callas, favorita de la casa editora Ricordi que intentó imponerla. Y los decorados eran los originales del propio Cocteau. Lo citaba Cortázar desde la tapa de uno de sus libros collage que salían como pan caliente en la Buenos Aires de los swingin´sixties. Y en 1948 –antes que nadie en el mundo- la pionera editorial Santiago Rueda había publicado en castellano el diario de filmación de La bella y la bestia: un libro que puede leerse literalmente, pero también como una novela de iniciación, o como una serie de reflexiones acerca del artista en tanto alimento vampírico de la obra. Borges, que admiraba especialmente la novela Thomas el impostor, ambientada en la Primera Guerra Mundial en la que Cocteau se desempeñó como camillero, veía en él a un émulo de su querido Oscar Wilde a causa de un gusto análogo por las paradojas y provocaciones: “A la manera de Oscar Wilde, fue un hombre muy inteligente que jugaba a ser frívolo”. En la colección Biblioteca personal, incluyó un texto que podría considerarse hermano de Secretos de belleza: El secreto profesional. En Una mirada atrás, su libro de memorias, Edith Wharton escribe: “conocí a un muchacho de diecinueve o veinte años que en aquella época vibraba con toda la juventud del mundo. Era Jean Cocteau, entonces un joven apasionado, imaginativo, para quien cada renglón de poesía era un amanecer, cada crepúsculo los cimientos de la Ciudad Celestial (…) Cualquier tema que se tocase –y en su compañía eran incontables- lo iluminaba su juvenil entusiasmo”. También Borges destaca a Cocteau como conversador en el prólogo a El secreto profesional: “Leer este libro es conversar con su cordial fantasma”. Insistir en las dotes conversacionales del autor de poemas como El ángel Heurtebise podría resultar una injusticia flagrante (Borges la atenúa al mencionar “ejerció con felicidad la poesía”). Pero Cocteau fue además de conversador, poeta, autor dramático y libretista de ópera y ballet, director de cine, dibujante, decorador, diseñador. Y su ojo crítico fue especialmente sagaz: no fue un amor de primavera lo que llevó a que influyera con insistencia en la publicación de la novela El diablo en el cuerpo de su amigo Raymond Radiguet; en plenos tiempos de jazz en Paris supo sentir que una muchachita de aspecto atormentado que tenía como nombre artístico o de guerra Edith Piaf no era una más cantando canciones de (des)amor; y con sus dibujos potenció la primera edición –clandestina por su osadía- del Querelle de Brest de Jean Genet. Cierto es que Cocteau evidencia en algunos libros una inmensa capacidad para lo fragmentario, para la divagación sin hilo aparente muy cercana a la conversación de gente ociosa entendida en artes. Es el caso de Opio, diario de una desintoxicación (publicado por Ediciones de La Flor con prólogo de Ramón Gómez de la Serna y los dibujos de Cocteau que son parte inseparable), de El secreto profesional y de Secretos de belleza. Pero aún más importantes que las posibles semejanzas entre esos libros son las significativas diferencias. Opio es un diario atravesado por relampagueantes aforismos acerca de diversas artes (Picasso y Eistenstein, por ejemplo). El secreto profesional es un libro de reflexiones acerca del arte sin soporte narrativo, estructurado en capítulos que consagra a diversos asuntos y autores. Secretos de belleza es consagrado casi exclusivamente a la poesía y los poetas. Resulta el más breve y el más poético, algo que Kupchik –poeta él mismo- logra destacar en su versión castellana (la primera disponible). Esta traducción no sólo nos salva de la ignorancia de traductores peninsulares, que a la superstición de creerse dueños del castellano y no, apenas, hablantes de una de sus muchas posibilidades, suelen sumarle una pareja ignorancia del idioma de origen de las obras que creen salvar mediante el uso del diccionario o incluso la aventurada paronimia. Cocteau resulta sumamente difícil de traducir por la engañosa simplicidad de su lenguaje: una especie de dandy rengo que marcha con un pie en el equilibrio clásico y otro en el vértigo de las vanguardias (fue compinche de los dadaístas, los surrealistas, Picasso y siguen nombres). La traducción, postuló el lingüista danés Louis Hjelmslev, es imposible. Aún más la traducción de poesía, como sentencia Cocteau al inicio de este libro: “Un poema no está escrito en la lengua del poeta. La poesía es una lengua aparte que no puede traducirse a ninguna otra lengua. Ni siquiera a aquella en la que parece haber sido escrita”. Semejantes dictámenes pueden aceptarse sin más o devenir un desafío. Porque la traducción, además de imposible, es indispensable. ¿Cómo habría sido, por ejemplo, la poesía del Siglo de Oro Español sin las traducciones de Horacio o de la poesía italiana? ¿Cómo habría sido la literatura italiana de los ´40 sin las traducciones de poesía y narrativa norteamericana que se convirtieron armas contra el fascismo y su cultura oficial? ¿Cómo habría sido la narrativa latinoamericana sin las traducciones de Wallace Stevens, de Eliot, de Dylan Thmas, de Joyce o de Faulkner? Traducción es ampliación de posibilidades. También es soberanía lingüística y económica. Christian Kupchik, ciudadano de los mundos de las letras, asume el desafío de la mejor manera: traiciona las normas para que viva lo que no admite norma. Ése, quizás, sea el más grande secreto de belleza revelado en esta impecable edición de Leteo, que incluye además cantidad de dibujos de Cocteau, una entrevista con William Fiefeld inédita en castellano, y un largo apéndice biográfico –Cronographie- que incluye reveladoras fotos a toda página del autor.