¿Existe una melancolía de izquierda?

Por Gerardo Oviedo

Hay una frase de El Mito Gaucho de Carlos Astrada (1948) que sólo desde hace unos pocos años acude a mi conciencia lectora, o si se prefiere, a mi práctica letrada, con una intensidad afectiva especial. Es un pasaje referido al 17 de octubre de 1945, y supongo que no disgustaba a Nicolás Casullo: “un día de octubre de la época contemporánea –bajo una plúmbea dictadura castrense-, día luminoso y templado, en que el ánimo de los argentinos se sentía eufórico y con fe renaciente en los destinos nacionales”, “aparecieron en escena, dando animación inusitada a la plaza pública, los hijos de Martín Fierro”. “Venían desde el fondo de la pampa, decididos a reclamar y a tomar lo suyo, la herencia legada por sus mayores”.

Me interesa, antes que la carga reparadora de la última parte de la frase, más bien la idea de que hay un legado donador que nos pertenece previamente, y que tenemos derecho a reclamar, pero en forma de elección, apropiación, intervención, y en fin, decisión. Hay aquí un arduo nudo dialéctico de libertad y destino, contingencia y mandato que no cabe ni siquiera insinuar. Pero tiene que ver, entre otros aspectos con lo que Borges propuso, en términos ya canónicos, es decir, ineludibles, como el tema del escritor argentino y la tradición. No voy a desarrollar este flanco.

Lo que sí quisiera proclamar, desde el comienzo, es que actualmente me represento a Casullo como uno de mis mayores. Aclarando que no se trata de un sentimiento personal, ni mucho menos, por recostarme en un linaje biográfico. No en mi caso. Diría sencillamente que uno de mis mayores, hoy, es un libro: Las cuestiones (2007). Preciada gema filosófica de la tradición argentina. Lo que voy a comunicar aquí será una justificación fragmentaria y unilateral aunque no insincera ni evasiva de mi aserto, sin poder murmurarlo, musitarlo como un salmo laico, contrito y sereno. La historicidad argentina me lo impide. Su presente nos exige palabras fuertes en cuerpos frágiles, como alguna vez dijera Horacio González de Carlos Astrada.

Si se me permitiera, concibo esta intervención de hoy como un desagravio a Casullo. Víctima de una filípica de Juan José Sebreli en su Dios en el laberinto, crítica de las religiones. Devenido inquisidor ilustrado, ungido agnóstico, en un momento Sebreli lanza una diatriba, antes de citar Las cuestiones. Leo la página 460: “El anticapitalismo romántico fue un descubrimiento tardío de los intelectuales académicos argentinos que injertaron ese producto centroeuropeo del siglo XX temprano al neopopulismo latinoamericano del siglo XXI. Un ejemplo de estas bizarras ascendencias lo da el grupo de escritores y profesores de filosofía y ciencias políticas previamente reunidos en las revistas Confines y El ojo mocho –dirigida por Horacio González-, y luego agrupados en Carta Abierta, que realizaba sus reuniones en la Biblioteca Nacional, dirigida por González, para apoyar el ciclo neopopulista liderado por Néstor y Cristina Kirnchner. Su fundador fue Nicolás Casullo, de origen distinto de los demás participantes: pertenecía a una familia de metodistas. Por un tiempo fue él mismo pastor metodista y descubrió en la Biblia las raíces del cristianismo revolucionario, como Bloch y Benjamin lo habían visto desde una lectura mesiánica judía; esos autores incidieron, igualmente, en el movimiento argentino”.

No quiero limitarme a replicar este desdén chocarreramente infamante. Porque en su socarrona invectiva, Sebreli advierte algo fundamental, procedente, en signo inverso, de un frente político-ideológico antagonista, pero susceptible de reconducirse temáticamente en clave afirmativa, virtualmente potenciadora, si seguimos una regla luckacasiana que Jacob Taubes aplicara para Carl Schmitt, y entre nosotros Oscar Massota: arrancarle a la derecha sus tesoros conceptuales. Las cuestiones, comprende cabalmente Sebreli, incide en el surgimiento del kirchnerismo como implicancia teórica de un movimiento argentino revolucionario cuya matriz de secularización occidental es el mesianismo escatológico judeo-cristiano. El kirchnerismo, sindica el viejo ensayista, imagina una apocalíptica profana. Pero lo que en Sebreli es un denuesto comporta un elogio. Dicho una vez más: el que dice que Casullo recupera a Bloch y Benjamin para interpretar el modo de aparición utópico-redencionista del primer kirchnerismo es Sebreli. Dios en el laberinto, panfleto de 700 páginas alegóricamente dirigido en contra del Papa Francisco (a quien evita nombrar todo lo que puede), no olvida lo que corresponde anotar a la cuenta de Casullo: el aura mesiánica del kirchnerismo emergente es obra suya, al menos en lo que concierne al sentido salvífico último –el salto al Reino profano del anticapitalismo igualitarista- que impulsara el neoperonismo centro-izquierdista de Néstor. Y el hecho de que el desvelo de Sebreli en 2017 apunte adversativamente al surgimiento de Néstor adquiere precisamente hoy una singularidad impensada, una fuerza kairológica inusitada que ni Sebreli, ni nosotros, hubiéramos previsto para este nuevo octubre soleado de 2019. ¿Tanto se equivoca el denuncialista reaccionario Sebreli, o el ex contornista sartreano, involuntariamente profetiza un acontecimiento sustantivo y vital que debemos saber captar y recapturar?

Voy a tomar una hebra aparentemente menor de Las cuestiones, porque habilita un espacio de tránsito hacia una de sus vigas maestras: el problema de la guerra civil revolucionaria en tanto experiencia de redención aquende el Cielo asaltado. Ese filamento casi perdido entre las páginas de Las cuestiones, pero filoso como una espina cada vez que asoma, porta el nombre de Sarmiento. Sería como abordar la cuestión del intelectual revolucionario, no sobre el firmamento iluminado de llamas que cubre lo que Enzo Traverso denomina “la era de guerras civiles” del breve siglo XX europeo (en su libro A sangre y fuego), sino sobre el resplandor, más lejano pero no menos intenso, de nuestro destino sudamericano, si se me acepta el tópico borgeano.

Podría sorprender la operación canónica de Casullo frente al Facundo, en tiempos actuales en que, comprensiblemente, Fierro ha vuelto una vez más a ganar la partida, incluso y quizá en primer término, en la cultura áulica de la investigación académica. Pero en Las cuestiones es el Facundo el texto que retorna recurrentemente como un síntoma, la letra cartográfica –ya se ha dicho mucho sobre esto- que traza un espacio de destino. ¿Por qué? Bueno, se debe a que para Casullo, el Facundo es el escrito fundador de la nación revolucionaria, su invariante textual último. Revolución que Sarmiento quería refundar, si acaso fue el Plan de Operaciones la que la funda, como en Las cuestiones parece sugerirse. A tal punto el Facundo funciona en Las cuestiones como una invarianza oblicua de la temporalidad nacional (sin necesidad alguna de autorizarse en Martínez Estrada) que el drama biográfico-político que subyace en la correspondencia Perón-Cooke es leído desde el dispositivo hermenéutico que inaugura el Facundo. Y porque lo que no pierde de vista Casullo, es que las peripecias trágicas de Facundo Quiroga se desenvuelven, hasta el episodio de Barranca Yaco, en cuatro capítulos que llevan el mismo título: “Guerra Social”. Y como subtítulos, sus sucesivos campos de batallas: La Tablada, Oncativo, Chacón, Ciudadela. Hay un estrato narrativo profundo cuya enumeración organiza la serie semántica agonal de Las cuestiones, proyectada (“amplificada”, como se dice en la tradición retórica), desde Sarmiento a la era de las guerras sociales revolucionarias del siglo XX. Secuencia de la guerra civil mundial prefigurada por Sarmiento en el siglo XIX sudamericano. No como abstracta legibilidad ascendente de una espiral de acontecimientos, sino como hermeneuta invertido de la barbarie moderna concretizada. Escenificada como margen y desvío desde esos capítulos del Facundo.

Casullo describe lo que considera un periplo cumplido. Manifiesta que para “Sarmiento y su Facundo, en el corazón del siglo XIX, la revolución era una figura durmiente en sus bárbaros caudillos, que explicaba en su sonoridad acallada o profetizada el movimiento escénico político consecuente entre los pasados y los futuros, entre memorias y errancias, sueños y realidades, extravíos y destinos de cada situación nacional y de sus actores dominantes y dominados”. Casullo valora a esta “revolución primera” como el “plexo amparador de las otras revoluciones posibles con que la nación se completaría en el itinerario de una extensa ruta que unió los diferentes ‘pueblos’ de una crónica: el de mayo, el del caudillaje, el del anarquista del principio de siglo, el del Parque radical, el del extraviado en la década infame, el del peronista, el de la liberación; un viaje tumultuoso, fallido, pero de inmensos contenidos democráticos, y que ahora devino historiográficamente parte de la tradición moderna desde hace al menos casi tres décadas” .

Junto a leer el siglo XX occidental desde sus confines facúndicos, Casullo declara que es con Sarmiento que “se tiene la primera escritura política de orden fundacional sobre la Argentina en que la experiencia de la revolución para el autor devino ‘enigma’, ‘revolución desfigurada’, revolución que canibalmente se habría comido a sí misma conjuntamente con una <>”. Como sucede con Sarmiento, refiere Casullo, otro “antecedente significativo como estudio de la revolución frustrada que adquirió relevancia en la historia argentina, en este caso en el siglo XX, fueron los muchos trabajos del político, ensayista y teórico peronista John William Cooke” .

Bien, en Las cuestiones es Casullo quien asume el lugar enunciativo posrevolucionario de Sarmiento y Cooke. Es como creo que podría interpretarse un pasaje crucial de Las cuestiones que viene en seguida, y es cuando Casullo aclara que “el análisis de Cooke sobre la experiencia del populismo peronista encontró su principal sustento explicativo en la idea de la revolución cancelada, pero que en su claudicación abrió la posibilidad de un análisis teórico crítico de la historia en cuanto al papel posterior de los actores sociales, a la comprensión de los intereses en pugna, a las causas de las muchas violencias políticas que atravesaron luego la crónica argentina”, ya que tanto “en la visión examinadora de Sarmiento como en la de Cooke, separadas por más de un siglo de distancia, se destaca el soporte reflexivo de la figura de la revolución revocada”.

¿No sería éste acaso el soporte reflexivo fundamental de Las cuestiones, que en pleno ascenso del kircnherismo se interroga por la “revolución revocada”, cuyo linaje argentino recogería el propio Casullo desde Sarmiento y Cooke? Si es que estas palabras dirigidas a Sarmiento –pero no menos congruentes con Cooke- son las que Casullo dirige alusivamente a la experiencia kirchnerista: “el sueño de un progreso que deje atrás la desolada y deshabitada pampa de la revolución inconclusa, la ambición de politizar su vida en extremo”.

Ya promediando, no olvidemos que Sarmiento es el poeta político que devela antropológicamente la revolución como un estado de guerra social prolongada (que en las largas marchas del siglo XX se sustituya la sangre equina por la carrocería de acero no hace más que confirmar esa distracción predictiva). La enumeración que recojo a continuación de la voz de Casullo no surge de una plegaria, precisamente. Resta del eco metálico de viejas arengas y desde luego voces de mando, que sin embargo nuestro ensayista nunca baja de su cruz invertida, ni mucho menos, expía vía contexto, a cargo de un relativismo neutralizador de temporalidades conjuradas. Casullo recuerda que “el acontecimiento revolucionario leninista se consideró parte de una extensa guerra inevitable que recién comenzaba”, y que “llevó la estrategia y la táctica política hacia nuevos y tensos manuales bélicos sobre largas marchas de combatientes rurales, sobre insurrecciones armadas y confrontaciones contra los capitalismos ‘fascistas y no fascistas’: sobre futuras pero muy próximas guerras inevitables”. Se trataba de “referencias duras, insertas en tiempos excepcionales”, encarnadas por un “partido revolucionario proto-Estado dictatorial”, en tanto “vanguardia férrea, cabeza de un ejército de masas, espacio reducido de cuadros portadores de la máxima e indiscutible conciencia y del sacrificio que podría proveer la cultura moderna: el militante convencido”. Desde este cuadrante marxista-leninista se produjo, dice Casullo, “la idea de revolución que imperó en las montañas chinas, en las selvas vietnamitas, en los desiertos árabes, y también terminó imperando en aquellas experiencias de las sierras centroamericanas”, pues la “revolución verdadera debía asumir la respuesta de la violencia de un capitalismo mundializado en perpetuo estado bélico y en sociedades masificadas, historias donde ambos bandos no reparaban en medios, formas, muertes y crueldades para alcanzar los objetivos”. Y entonces, una consideración nada melancólica: paradójicamente, en “los años sesenta y setenta, las variables maoístas, las gramscianas críticas, las juveniles y universitarias protestarias, las guerrillas guevaristas, las insurreccionales, las cristianas armadas y las nacionalistas de liberación llevaron a la práctica el encuadre leninista como diseño organizativo de fondo, difiriendo en ciertas metodologías”.

Como oímos, Casullo repone todos los nombres del espacio de experiencia abismado al futuro de una juventud entregándose, prodigándose, ofrendándose en ablución a la tromba devorante del tiempo-eje liberacionista, que succiona toda brizna biográfica, temblorosamente carnal, en el torbellino axial del sentido de la historia cristológicamente inculturado, terrenalmente trascendente, ya sin ningún trasmundo a la vista que no sea la promisión anticipatoria de los cuerpos combatientes, gloriosamente dispensada –gloria entre pares- de tener que responder por los medios disponibles.

Sobre este trasfondo bélico-político, se comprende el modo en que Casullo se acompaña de Raymond Williams –pero podría ser otro envío- para admitir, sin tono penitente ni confidente, pero sí con recapacitación reflexiva y prescindiendo de virajes perifrásticos, la necesidad de ver, dice, “la revolución en su tragedia moderna”, esto es, no ya “sólo sus radicaciones fundadas en fraternidad y justicia, sino la contratrama de sus legitimidades”, cuando sobreviene el “peligro de perder de vista la delgada línea divisoria donde ella deja se ser emancipación y deviene su contracara”: asistir a “un mundo signado permanentemente por la confrontación y la sangre”; aceptar “las muertes y las cuotas de crueldad que exigía la cada vez más acentuada guerra de clases”.

Frases como éstas, sin expiación y menos autocomplacencia, proliferan en el texto, algunas verbalizan paños enrojecidos y otras costras coaguladas. Otro ejemplo, más cercano a Sangre y Fuego. De la guerra civil europea, de Enzo Traverso (digo yo, infringiendo la convocatoria bibliográfica de hoy, pero no tanto). Ahora beneficiándose de Massimo Cacciari –porque Casullo no emplea citas de autoridad, sino de solidaridad testimonial-, reconoce que “había nacido el siglo de la catástrofe europea, y la guerra saturó el pensar las políticas enfrentadas interna y externamente”.

En un momento de Las cuestiones se nos revela una de sus claves determinantes: “La hondura de lo extraviado en el horizonte no tiene nada que ver con una melancolía o revalorización de una revolución, que quedó en sí misma como dato inapelable” (122). Si no me equivoco demasiado, esta frase define también una cifra decisiva del kirchnerismo. Pero no soy yo el más indicado para proseguir ese hilo de sentido. Solamente me resguardaría de no olvidar que con aquella predicación, Casullo participa de esta estructura de experiencia expectante que refiere Enzo Traverso en Melancolía de izquierda: “La melancolía de izquierda no significa necesariamente una nostalgia por el socialismo real y otras formas arrasadas de estalinismo. Más que un régimen o una ideología, el objeto perdido puede ser la lucha por la emancipación como una experiencia histórica que merece recordarse y tenerse en cuenta a pesar de su frágil, precaria y efímera duración. Desde este punto de vista, la melancolía significa memoria y conciencia de las potencialidades del pasado: una fidelidad a las promesas emancipatorias de la revolución, no a sus consecuencias”.

Para ir terminando. Hay una tema folklórico que quiero evocar aquí. Es el Escondido de la Alabanza, cuya letra pertenece a Carlos Carabajal. Tomo ahora una estrofa (que me resuena deleitosamente en la versión del dúo Coplanacu). Es completamente cristiano-americana. Dicen sus austeros versos: “Polvaderal, sigo tu luz/ quiero llegar hasta tu cruz”. No es ésta la forma de religiosidad popular que Casullo vendría a plantear en una celebración incauta, expurgada de su historia de violencias soteriológicas. Pero jamás clausura el horizonte del fulgor mesiánico que se abre en el polvaderal todavía no del todo asentado que dejaran nuestras seculares guerras sociales, si se considera nada más, contrafácticamente cierto, el año 2008. Fecha que no pudo ser tematizada ya en Las cuestiones, si la llanura de las hierbas prodigiosas hubiera finalmente invadido la ciudad, cubriéndola hasta el ahogo final con sus napas expuestas de resentimiento y represalia (contrafigura corporativo-empresarial de la insurrección agraria con que soñara Astrada en su reversión maoísta de El Mito Gaucho, 1964). No sería ésta la percepción exacta de Casullo, quizá. Pero me basta con tomar nota de una observación de Horacio González en su libro Kirchnerismo: una controversia cultural, a saber, que si Casullo era “un inventor clásico; disconforme con sus invenciones”, el extraño colectivo Carta Abierta mantiene su espíritu “operante en el recuerdo”.

A mí, mero lector anarcoindivualista pero acuciado por el drama democrático-popular de la Nación (que creo también entraña el problema teológico-político fundamental),  no me corresponde decir más al respecto. No obstante, no me sería impedido señalar que ese inventor inconformista es alguien que en Las cuestiones profiere lo grave, y lo gravísimo. Revolución, guerra, Dios. Las cuestiones es de esos libros aureolares por el cual toda aproximación hermenéutica tiene algo de ingreso profanador, y su tentativa de explicarlo, de tabú lingüísticamente estremecedor. Y ningún comentario exegético estaría a la par de la coloquialidad cultual, oralmente pastoral de Las cuestiones, que no fuera descifrando el resto escatológico que relampaguea en su modo ensayístico de declinar el idioma argentino, ese mito elocutivo de la nación dicente que también consagra su politeísmo comunicológico, el emblema polifónico de una responsabilidad pública.

Para concluir, una estrofa más de aquel escondido de la alabanza. “Ya se escucha en lontananzas el gemido de un violín/ con sus notas va llamando al promesante a cumplir”.

Yo no soy quien para reclamarle a Las cuestiones –es decir, ya no podría confiarme sin más a una lectura fideísta de este ensayo catedralicio- que en los gemidos violinísticos de su retórica nacionalista libertaria, si puedo decirlo así, se cumpla la buena nueva de su alabanza promesante, laica y cotidianizada, acósmica, terrenal, humana demasiado humana. Necesidad inaudita de honrar la existencia, es una de esas oraciones profanas. Cuidar el antiguo lenguaje sagrado con que el hombre le puso sentido, imaginación y capacidad de escucha a la zarza ardiente, es otra. Ello se lee en la última página de Las cuestiones. Creo poder transmitir sin fingido misticismo pero con suficiente veracidad que esos enunciados emiten la luz mesiánica que algunos de nuestros mayores (lo constato una última vez aquí, esos mayores que son ciertos textos argentinos) dejaron centelleando en el polvaderal. Que todavía no se asienta. Muchas gracias.