Fragmenos de novela
Por Guadalupe Faraj
Hay olor, vaho a amoníaco, Peggy se tapa la boca, tose, frunce la nariz igual que un conejo o una ardilla. A veces ella misma siente que es como uno de esos animalitos inquietos que ya no existen (¿o existen y no sabe donde están?). En otra época, cuando los destinos de Paez eran los de un militar en ascenso, y Boris no había nacido, ellos viajaban de una base a otra por caminos de fauna verde y húmeda donde había animales echados en el
pasto. Vacas mirándolos pasar como si viajaran arriba de una nave llevando prosperidad de un lugar a otro. Paez frenaba la camioneta para estudiar el mapa y ella abría la puerta, se descalzaba, caminaba sobre el pasto carnoso como las hojas de una suculenta, un colibrí aleteaba cerca, o no, tal vez está exagerando, no un colibrí, pero sí una mariposa. Cómo fue que las mariposas se convirtieron en bichos de alas grises que apenas levantan medio metro de vuelo se deshacen en el aire, caen al piso, muertos. Una vez, por el camino se cruzó una liebre, fue un momento dichoso, pudo verla correr, estirar las patas y avanzar elegante. Qué pacificador identificarse con ese animal, el corazón se le expandió como queriendo correr detrás. Cuando le venía nostalgia de esa época en la que habitaban bases militares que eran paraísos, la recordaba en voz alta, hablaba durante horas. Boris la observaba y ella lo esquivaba. Lo mantenía a la distancia, le contaba algunas cosas, no muchas, las que ella quería y no las que él preguntaba. ¿Por qué no podemos ver todo eso?, decía él, y Peggy seguía de largo como si estuviera arriba de la nave de aquel entonces. Los pensamientos eran más ligeros que las preguntas de su hijo. Pero ahora se siente chiquita -no es más una liebre elegante-, y no puede evitarlo. Golpea con un puño la camioneta, por qué el mundo se volvió igual a la tela de un vestido viejo. Quiere gritar, que ni Paez ni Boris le digan una sola palabra, que ni se enteren de que está en la camioneta, quiere hacer lo que se le dé la gana y no sentir que alguien la metió adentro de una caja dejándole cinco agujeros para respirar y un poco de espacio para moverse.
* * *
Revuelve la comida haciendo círculos con el tenedor. Por momentos lo apunta al aire, parece que va a dar una bendición. Podría ponerse a hablar, pero si lo hace corre peligro de encarar pendiente abajo y no frenar, le llevó toda la tarde componerse del llanto en la camioneta. Tiene que reprimir las ganas de decirle a su marido que se está comportando como un cabo raso. ¿Por qué tienen que dormir en el casino de oficiales teniendo una casa? Su marido no insiste porque piensa en clave de guerra: a nadie se le ocurriría decir que una trinchera es incómoda o que no quiere dormir en un catre. Por cosas así lo odia. El olor a amoníaco la está dejando tonta, es como si alguien le hubiera abierto una zanja en la cabeza y le entraran pensamientos nuevos: se está cansando de seguir a Paez. Los llevó a este páramo que tranquilamente podría ser el lugar de los muertos. Revuelve la comida. Sobre la pared que tiene enfrente hay un cuadro negro. Su hijo la mira, no va a sacarle la vista de encima hasta que ella se meta la carne de charata en la boca. Peggy golpea el plato con el tenedor. ¿Qué pasa, hijo? Quiere decirle. No tengo ganas de comer esta inmundicia, tampoco tengo amor para vos. Apenas me alcanza el cuerpo para sostenerme. Eso quiere decir. ¿Por qué nunca se le había ocurrido? Acaso la cercanía con la muerte le traiga ideas reveladoras. Si no quiere comer, no va a comer. Si quiere ponerse el plato de sombrero, si quiere pararse y saltar arriba de la mesa. ¿Qué? Deja caer los hombros, siente que le cabe más aire cuando respira. Por supuesto, no tiene obligación de querer a su hijo. No sabe si lo que acaba de descubrir la emociona o la entristece, otra vez se le cierra la garganta. No importa, la duda le limpia los pensamientos y eso le parece bien.
* * *
Elige un catre, se acomoda arriba de la lona tensa sostenida con resortes, es un catre duro como cualquier otro. Busca un pomo con crema de cara, cierra los ojos y se la esparce hasta que la piel se cubre por una fina capa verde. La crema se va secando y endureciendo sin que ella pueda hacer el mínimo gesto. Esta quieta, deja que vuelva el recuerdo que aparece cada noche. Tenía veinte años y la cara cubierta con la misma mascarilla verde. Estaba en una sala junto a otras mujeres, algunas se ponían barro en la piel, probaban con piedras calientes o se acostaban por media hora debajo de lámparas que echaban luz violeta, otras se pasaban limas o cera hirviendo sobre las piernas, los brazos. Era el concurso anual de pieles, ganaba la que tuviera la piel más limpia, sedosa y fina. También era el lugar donde se juntaban civiles y militares a elegir mujeres. Peggy no sabía qué prefería: el mundo civil no tenía tantos riesgos como el otro, había comida y luz asegurada, pero también era monótono, hasta las flores aburrían. El militar en cambio podía convertirse en una porquería o en un paraíso de alto rango, viajes de una base buena a otra mejor y fiestas. Tenía posibilidades de ganar el concurso, había estado un año entero bañandose en piletones de leche tibia, había comido zanahorias tiernas que ella misma sembraba y cosechaba en las macetas de su casa. Repasaba este recuerdo cada noche hacía veinte años: los días en que odiaba a Páez, no sabía si era un buen recuerdo o la certeza de que había tomado la peor decisión de su vida. Las mujeres se formaron una al lado de la otra arriba del escenario. Había gente en el público que miraba una pantalla colgada del techo. Cinco jurados. Un secretario que pasaba un sensor sobre la cara, los brazos, las piernas y espalda de las participantes. Era el turno de ella, el secretario le deslizó el aparato tibio. Peggy pudo sentir los pelitos erizándose, un cosquilleo. En la pantalla salió el número tres: Pieles tipo 3. El público aplaudió. El secretario le pasó el sensor por la espalda y el número continuaba estable. Uno de los jurados asintió con la cabeza. Pieles tipo 3. Peggy estaba en el primer puesto. Llegó el turno de la siguiente. La chica dio un paso adelante. El secretario se acercó con el sensor, se lo pasó por la espalda. Peggy no quiso mirar al jurado, corrió la vista, se quedó en la primera hilera del público, saltaba de un asiento a otro, mujeres y hombres callados esperaban que un número apareciera en la pantalla. El sensor de piel sonó más alto: Pieles tipo 2. El publico se paró y aplaudió. Peggy sonrió porque la estaban filmando y no era bueno mostrarse desagradecida. Dió un paso adelante, empezó a caminar en dirección a la chica, la espalda recta, las piernas estiradas como si fuera un caballo de salto, uno de esos animales que no ve hace tiempo. Se enfrentó a ella. Era más flaca, la piel transparente parecía que iba a cuartearse. Peggy intentaba sonreir, pero la boca se iba a un gesto extraño, una mueca ridícula. Levantó el brazo para estamparle la palma abierta en medio de la cara, pero alguien salió del costado del escenario y la atajó. Era Páez, la había elegido a ella.
