Sobre La habitación alemana

de Carla Maliandi

(Mardulce, 2017)
por Sandra Buenaventura

 

En esta primera novela de Carla Maliandi, La habitación alemana, la narradora camina, duerme, camina y contempla y parece sentarse en un borde desactivado de la feérica ciudad de Heidelberg, porque ella, la narradora, también parece desactivada del entorno, sobre todo de ella misma. Y nosotros nos ponemos los zapatos, queremos caminar con la narradora, desde la primera frase, que es un mirar a las constelaciones, un caminar por entre las estrellas. 

La narradora llega, desde Buenos Aires, a una residencia de estudiantes en Heidelberg, donde, una vez, se conformó algo de su infancia. Pero ella no va a estudiar nada, solo va a tratar de dormir. La suspensión del sujeto, la inmovilidad del cuerpo, las visiones congeladas de la realidad, algunas de las figuras de la depresión tan presentes en el arte contemporáneo y en artistas de la vanguardia, recorren la novela como nervio potenciador. Un primer arrebato de la figura depresiva llega con el disfraz de karaoke de Shanice, una estudiante japonesa que vive en la residencia. Shanice lleva una peluca fucsia. Quizás lo primero que pensemos es en la protagonista de Lost in Translation, Scarlett Johansson empelucada de fucsia en un karaoke de un barrio de Tokyo. Porque La habitación alemana, de lo que nos habla, es de una multiplicidad de traducciones. Traducir es esto, lo de aquí, y aterrizar en lo otro, lo de más allá, es una metáfora también, un desplazamiento y un mudarse de sí, y un devenir-loco de identidades infinitas, diseminarse y estallarse y juntar todo y ser otra cosa, otro espacio, otro color en el fluir de un campo de flores cualquiera, podría ser yo pero también podría ser otra, nos dice la narradora. ¿Pero de qué traducción nos habla la novela, de la traducción del espacio que pasa de vital a episódico y viceversa, del cuerpo que nunca es el ideal, del cielo que es la constancia de lo cambiante? ¿De traducirnos nosotros, nuestra subjetividad, porque no queremos ser espectadores de la ardilla suicidada de Maurizio Cattelan, la ardillita linda de la infancia?

A la narradora, sujeto desactivado, inmovilizado, se le abre otro círculo de la figura depresiva con la irrupción del hielo, la figura de la glaciación: el jardín blanco de nieve, un lago helado, pisar el hielo, oler el hielo, quedé parada, inmóvil. Preservar la vida a través de la inercia, un caminar despacio para estar más viva y que el entorno se agilice, a pesar de que mis pies están duros, y todo mi cuerpo, cansado, pesa. Esta neurosis glacial conservaría la corriente vital de la narradora. La señora Takahashi, madre de una Shanice ahora ausente, le va pisando los talones, la importuna, la asusta, la agobia, pero también es el soplo que empuja a la narradora-deambulante, la que ayuda a traducir, la traductora-medium, la que, como un Nightwalker, Shishigami o Espíritu del Bosque de la mitología japonesa, como diosa que da y quita vida, transforma un lago de hielo en calor. Y nos desplazamos por el bosque frío y nos preguntamos si siempre hay, finalmente, una posible traducción para el hielo.