
LAS GALLINAS
Por Fabián Soberón
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Mi jefe era el encargado de un observatorio en La Cocha. Todos los días anotaba mensajes del cielo. Escribía lo que veía a través de esos lentes especiales del observatorio. Era ingeniero, mi jefe. Era alemán. Era delgado, y parco y tranquilo y amable. Era un buen hombre. Desde hacía años trabajaba en ese observatorio perdido en el monte de La Cocha. Yo siempre le tendré agradecimiento. Si no hubiera sido por él, yo no sería el que soy. Si no fuera por él, yo, Antonio Soldati, no habría entendido la suerte adversa de esa raza y no los odiaría como los odio.
Mi jefe se llamaba Ricardo Klement y observaba la noche y deletreaba el orden de las estrellas. ¿Quién podría imaginar que en 1949 un ingeniero alemán estaba perdido en un observatorio, leyendo el orden de las estrellas, en un pueblo de Tucumán?
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Conocí al ingeniero una noche negra y amplia, de esas que hay en el campo, a cielo abierto, al frente de la plaza principal, cerca de la casa de los Montag. Yo había salido del ejército y él estaba parado, en la esquina, antes de cruzar la calle.
El ingeniero miraba cómo el agua de la lluvia mojaba las baldosas de la vereda. Estaba solo, como casi siempre, y su mirada recia se perdía en el agua de los charcos. Esa mirada es un recuerdo imborrable. Nunca olvidaré su mirada de hombre.
Ese día me contó del proyecto. Aunque yo era un extraño, me habló del observatorio. Él tenía una percepción especial. Eso es así. Él supo desde el primer momento que yo podía ayudarlo. Y por eso me habló de las mediciones y los cálculos.
Cuando hablaba no miraba a la cara. Dejaba que sus ojos se fugaran hacia los cerros. Yo observaba los cerros y esperaba encontrar algo distinto, aquello que él estuviera siguiendo. Pero no había nada. Sólo dejaba que sus ojos se perdieran en la lejanía, como si allí radicara una parte de su escondida felicidad.
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Esa noche me ofreció trabajo. Me dijo que necesitaba un ayudante en el observatorio. Yo había escuchado hablar de una torre oculta en el monte. Pero nunca pensé que mi destino estaría ligado a sus paredes y a sus silencios. ¿Cuántas noches estrelladas, cuántos crepúsculos solitarios estuvimos sentados en la sala cuadrada y blanca del observatorio?
Aun hoy escucho el viento que atraviesa las ventanas pequeñas, el agua que chapotea en los alerones y que habla en una lengua muerta. ¿Cuánta agua se pierde en la memoria?
Yo estaba solo. Había abandonado a mi familia. El ejército había sido una cura para mí. El ejército violento y crudo me había obligado a pensar en otra cosa y olvidar por un tiempo –aunque el olvido sea un espejo falso– a mi mujer y al bebé. El ejército fue lo mejor que hice. Pero la culpa no se va, siempre retorna como un boomerang irreversible.
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Cuando lo vi al día siguiente, frente a la luz, me impactó su aspecto físico. Aunque era un hombre mayor que yo, parecía más joven. Tenía los músculos marcados en los brazos, el rostro anguloso, la frente recta, los labios finos, los dientes enteros y limpios. Llevaba anteojos y un poncho encima de la espalda. Era un gringo delgado pero fuerte y decidido. Sus ojos celestes brillaban con el sol.
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Amaba las máquinas. Era un devoto de todo lo que fuera mecánico. Una tarde trajo su cámara y la puso sobre la mesa. La miró un rato sin decir nada. Tenía unas fotos viejas en una caja. Las sacó de ahí. Olían a humedad. Yo las miré desde la banqueta. Y después me acerqué. Había una mujer, rubia, una beba y un cochecito tirado en el pasto. Supuse que era su familia. Él no dijo nada. No quería hablar. ¿Tenía los ojos llorosos por el sol?
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La casa de Doña Berta tenía un frente ancho y dos amplias ventanas, una a cada lado de la única puerta. Ella la había convertido en un improvisado restaurante.
Doña Berta era una morocha de caderas gruesas. Una matrona. Su voz y su tonada abrumaban a los comensales. Era una voz aguda, histérica. Esa noche entramos a la casa como dos amigos que se conocen desde hace tiempo. Ella supuso que iríamos a almorzar.
Doña Berta, la llamó Klement, traiga el plato de la casa. Y ella hizo trancos cortos desde el mostrador hasta la cocina, y nos trajo la comida.
Mientras almorzábamos, Klement sacó de su bolso, de repente, un libro de tapas gruesas y rojas. Lo destapó y me lo mostró. Era sobre masonería. Yo no sabía nada del tema. Alguna vez había leído algo sobre eso en la Rider digest pero nada más. Me habló de nombres, escudos, banderas, fechas, títulos. Se entusiasmó tanto que hasta doña Berta se acercó y empezó a opinar. Klement se sonrió y la dejó hablar. Ellos se conocían. Sin darse cuenta, la mujer habló y habló y Klement se levantó y se paró en el marco de la puerta. Sacó un cigarrillo y empezó a fumar. El humo se perdió en el horizonte y doña Berta siguió con su historia de desaparecidos. En esa época, hablar de eso no era un crimen. La mujer se ubicó en la silla y no le importó que Klement se hubiera levantado. Me contaba a mí sus historias y se reía cada tanto. Era una carcajada fuerte, estridente, que hacía que los otros comensales se dieran la vuelta y mirasen hacia nuestra mesa. Klement seguía fumando, plácido y solitario, al lado de la puerta.
En un instante, me di la vuelta y no lo encontré. Me sorprendió. Doña Berta se levantó y se fue a servir un vaso de vino para otro cliente. Yo me paré y vi que Klement estaba mirando el cielo. ¿Qué miraba?
Al rato volvió a la mesa y se quedó callado un buen rato, como si no quisiera volver al tema de los masones. Algo le había pasado. Parecía que había encontrado la clave para algún problema. Me dijo algo sobre las sectas y sobre los grupos religiosos. Estaba distendido y relajado. Este pueblo me gusta, dijo, y se tocó la frente.
Le propuse un brindis. Miró hacia la mesa vecina y volvió a sonreír. Un hombre leía el diario y se rascaba la cabeza haciendo ruido. Aquí son todos ruidosos, dijo. Y se sonrió. Él estaba acostumbrado a los silencios. Creo que por eso se fue afuera cuando doña Berta había hablado. Se había aturdido.
Bueno, dijo enseguida, me tengo que ir. Se paró y partió bruscamente.
Yo me quedé un rato solo, intrigado. Pero no podía preguntarle a nadie sobre mi jefe. Después me fui con mi inquietud a la pensión.
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Klement fue protegido por Helmut Montag. Montag vivía en La Cocha desde los años veinte. Había llegado en busca de un horizonte mejor que la terrible hambruna que destilaba Alemania.
Helmut Montag era un militar que había llegado después de la Primera Guerra y era uno de los hombres más ricos del pueblo. Helmut recibió a Klement en su casa y le dio trabajo y comida. Ingrid, la hija de Montag, me dijo que al principio Klement vivía en una casa que estaba al lado de su casa. Después se fue a vivir a la pieza del fondo.
Klement era adorado por los Montag. Charlaba y cenaba con ellos, y siempre tenía reuniones con Helmut.
Ingrid fue mi confidente. Ella decía que su padre había llegado a la Argentina por un premio que le había otorgado el gobierno alemán debido a su excelente desempeño como militar.
Mi papá no quería quedarse aquí, me dijo Ingrid debajo de una parra, pero se enamoró de una criolla y ya no se pudo ir. Lo que pasa es que él quería conocer la Argentina. Le habían dicho que aquí tendría trabajo, que era una llanura fértil, que estaba todo por hacerse y quiso conocer. Cuando se enamoró de mi mamá se tuvo que quedar.
Helmut Montag lo atendía como si fuera de la familia. Le prestaba dinero, le regalaba comida. Eran íntimos.
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Después del trabajo en el observatorio, lo vi pasar por el frente de la plaza. En la esquina lo paró un hombre sentado en una moto. La máquina hacía un ruido incomparable. El hombre le hizo una seña y Klement se subió a la moto. Y después se fueron.
El amigo de la moto era alemán, también. A partir de ese día, el amigo lo buscó muchas veces. Pero nunca habló con nadie. Yo nunca quise preguntarle nada. Le tenía un poco de miedo, un respeto reverencial, como si fuera un sacerdote o un fantasma.
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Klement recordaba a su esposa y a su hija como si las tuviera al frente. Sus siluetas se dibujaban en la sombra de la mora o en el espejo moteado de la pensión.
A veces no hablaba mucho. Decía algunas palabras sueltas, como si ahí se cifrara la silueta de esas personas desconocidas.
El sentido de sus palabras era escurridizo. Yo sentía que cuando hablaba, las palabras dejaban hilos, motas de polvo, granos, puntos inconexos.
Hablaba de esos puntos como si fueran hebras de una trama enorme. A mí me llegaban sólo los pozos y los huecos. Klement se guardaba para sí una red infinita y rica, algo que había brillado en el pasado con todo su esplendor. Yo me quedaba con las huellas, con las cenizas del pasado. Pero sentía el calor del fuego, el horno que ardía ante mis ojos como una llama de humo rojo.
Yo creo que Klement ocultaba algo. No sé por qué. Los hombres importantes siempre ocultan cosas. Él actuaba con mucha humildad y sólo recordaba una parte (y sólo una parte) para no parecer vanidoso.
Sé que él era un grande, un grande de corazón.
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Una vez él me pidió que le alcanzara unos papeles. Y entonces entré a su pieza.
Llevaba una vida ascética. Su pieza era una especie de tumba seca y despojada. Un foco, una cama larga, una mesa chica de pino sin lijar.
Los anteojos estaban apoyados en la mesa rústica. Al lado de la cama, en el piso, había un libro. Me fijé bien en su posición. No quería desordenar nada. Levanté el libro despacio, con precaución. Era un estudio de la religión judía. Estaba en alemán.
Yo sabía que Klement era muy lector. Pero nunca le preguntaba por lo que leía. En ese momento no me resultaba extraño.
Saqué los papeles que me pedía. Me senté en la cama. Quería estar un momento en su lugar. Miré el árbol alto que se veía desde su ventana. El canto de los pájaros inundaba la pieza. Las paredes sin pintura, el espacio estrecho, la ventana angosta y la rigidez de todo me hicieron pensar en la pobreza. ¿Por qué el gobierno no destinaba más dinero a los trabajadores del cielo? ¿Por qué?
Después pensé: la astronomía no ha enriquecido a nadie.
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Klement y el amigo paseaban en la moto por las calles de La Cocha. El ruido del escape causaba un gran revuelo. La Cocha era un villorrio de unas pocas casas bajas. Aún hoy, después de tantos años, está compuesto por barrios de casas bajas en medio de una frondosa vegetación.
Klement llevaba un casco ajustado a la cabeza. Era un hombre ario quemado por el sol. Tenía la cara roja.
Cuando recuerdo los viajes de Klement en la moto, lo veo con la cara tostada por el sol terco del monte detrás de los anteojos finos y elegantes. Las muchas horas al aire libre le quemaban la piel, esa piel que él cuidaba con tanto esmero.
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Un día me dijo que tenía una doble vida. Me quedé paralizado. Cruzó su mirada hacia los cerros y se quejó por el mal tiempo. Hacía una semana que llovía.
¿Cómo es eso, jefe?
Me dijo que tenía dos trabajos. El amigo de la moto lo llevaba a Alberdi. Trabajaba en la construcción del Dique Escaba. ¿Con qué fuerza podía hacer todo lo que hacía? Era un hombre rudo, duro. Parecía Jack Palance.
Lo que pasa es que el sueldo no alcanza, agregó.
Y tenía razón.
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Klement tocó el violín en la noche de su cumpleaños, en casa de los Kappeck. Estábamos de festejo. Había vino espumoso y mucha comida.
Klement tocó una música de Bach en medio del barullo respetuoso de las gallinas.
Lo único que sonaba era el violín en medio de las gallinas y del titilar de las estrellas.
Esto es para ellas, dijo de manera misteriosa. Ellas me acompañaron toda la vida, dijo y señaló a las gallinas.
A la mañana siguiente, en el observatorio, mientras preparaba el telescopio, me dijo que él no era otra cosa que un criador de gallinas.
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Yo no escuchaba las charlas de Klement y Helmut Montag. Eran charlas privadas. Solo asistía a las reuniones de la familia. Ahí estaban Ingrid, la esposa de Montag y los dos hermanos, como le decía Ingrid. Kappeck y Montag vivían como siameses. Se reían juntos y contaban cosas de Berlín y del esplendor alemán. A veces hacían chistes y nadie los entendía.
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Klement no era un hombre violento.
Ingrid me dijo una vez que para ella era un hombre con cara de niño, delgado y parco.
Solía tomar la merienda con los Montag. Yo fui una vez.
Klement se paró y levantó la tetera. Sirvió el té para todos. Incluso puso la infusión en mi taza. Era muy servicial con esas cosas.
Dejó la tetera al lado y puso sus ojos en el horizonte, como solía hacer. No miró a nadie. Yo pensé que rezaba.
Ingrid se rió. Soltó una risita cómplice, como si ella supiera lo que él estaba pensando. Quizás pensaba en ella, en el cuerpo de ella. Quizás ella pensaba en él.
Klement levantó la taza y se puso a tomar lentamente. Levantaba la taza y bebía como si fuera una ceremonia religiosa. Como todos estaban callados y parecía una misa, Helmut, su amigo del alma, dijo algo sobre las carreras de caballos que se organizaban en el pueblo. Y ahí yo dije que me encantaban los caballos. Klement se quedó callado.
De él aprendí a escuchar. Por él supe que más importante que hablar es atender.
Después del té y las masitas, se fue a su pieza del fondo y sacó un cigarro armado por él mismo. Dejó que el humo se perdiera en el aire. Dejó que las volutas formaran una hilera larga y sentenciosa. Hizo una pitada. Y después otras. Fumó, parco, apoyado en la pared de cemento pelado durante una hora, al menos.
Después yo lo saludé desde lejos, y le hice una seña con la mano. Le indiqué que nos veíamos al otro día.
No quise hablarle. No quise interrumpir su pitada.
Pensé que el silencio era lo mejor que tenía.
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De lunes a viernes trabajaba en el observatorio. Los domingos solía visitar a Estela.
Ella era mi perdición.
De lunes a viernes, por las noches, jugaba a las cartas con el gordo y el chino en el bar.
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Klement conoció a un director de cine norteamericano. Un tipo extraño. Me quería filmar, dijo Klement, estaba interesado en hacer una película sobre mi vida. Era un tipo pobre que quería hacer plata con mi vida.
Yo nunca entendí cómo un director de Hollywood se podía interesar por un ingeniero alemán que vivía en el campo y que se dedicaba a la astronomía.
En fin. Klement decía que recordaba conversaciones completas con el director. A él no le gustaban los yanquis. Decía que eran agrandados, vanidosos, que se creían los dueños del mundo.
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Escuchar el ruido de la roca que explota en medio del silencio del monte es uno de los mayores placeres, decía Klement.
Klement era amigo del profesor Armín. Me contó que Armín era el autor de un tratado de ingeniería hidráulica. Junto con su amigo de la moto, iban todas las semanas a Alberdi. Entre viaje y viaje, yo me daba cuenta de que descuidaba el observatorio. Pero atendía a una de sus pasiones: poner dinamita en la roca.
Una tarde me contó que cuando era chico le ayudaba a su padre en la búsqueda de petróleo. El oro negro, decía Klement, es el futuro. Mi papá lo sabía. Y por eso me llevaba a dinamitar la roca, allá, en la vieja Austria. ¿Dónde están los días pasados? ¿Dónde se han ido?, se preguntaba y se tocaba la barbilla, melancólico. Cada vez que hablaba de su padre se ponía muy triste.
Pero se ponía contento al retomar la tarea. Por eso volvía feliz cada vez que venía de Alberdi.
Romper la roca. Eso es lo que hacía en el laboratorio y en las montañas. Eso es lo que hizo toda su vida.
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Pensar que viví solo tanto tiempo. Lo único que tenía era el laboratorio, Estela y los muchachos del bar. Vivía como un paria, como un perro solo y triste. Pero esa era mi vida. Y me gustaba. Había algo ahí que me gustaba. Más me envolvían el trabajo y las cartas que la inteligencia o el amor. Pagaba la pieza, trabajaba como negro y me encamaba con Estela.
Esa era mi vida. No tenía otra. Yo estaba conforme, como los perros que se bastan con la comida en el plato tirado en el piso.
Mi familia estaba en el pasado. Era una mancha en mi memoria, un torbellino lento de motas de polvo.
Cuando hablaba con Klement me olvidaba de todo. Cuando jugaba a las cartas con el chino y el gordo me olvidaba de todo. Cuando me iba con Estela me olvidaba de todo. Y a veces me perdía en el monte, solo, como si quisiera escapar de la monotonía del trabajo. Pero nadie puede escapar de sí mismo.
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Helmut Montag era un hombre risueño y generoso. Un hombre que había sido rico y que seguía siendo rico. Tenía sus tierras y de eso vivía. Y solía ayudar a los pobres. Les regalaba comida cuando no tenían qué comer. Era un hombre increíble.
Solía enojarse mucho cuando los muchachos miraban a Ingrid. Tenía corazón de militar. Era celoso y recio. Yo creo que él sabía lo de Ingrid y Klement. Nunca quiso decir nada. Era una cosa que lo hostigaba, seguramente. Helmut hacía como que no pasaba nada. Esa fue la mejor forma de saltar por encima de las cosas. Klement era su mejor amigo. Con él compartía todo: el esplendor que ya no tenían, el amor por las ciudades europeas, la música alemana, las canciones, el gusto por los autos y las máquinas, la infancia en una tierra lejana y perdida. Klement era él mismo pero visto en otra persona.
Ahora que Helmut ha muerto puedo decir algunas cosas que vi. Helmut tenía unas fotos extrañas. Sé que eran fotos muy queridas. Klement nunca me habló de esas fotos. Jamás mencionó nada relacionado con ellas. Y eso que él era un fotógrafo aficionado.
En lugar de hablar de las fotos, una vez me dijo que quería ser escritor. Me dijo que estaba escribiendo una novela. Y me lo dijo cerca del árbol del fondo, ese eucalipto grande que tiraba las hojas en el techo de su pieza.
¿Qué historias habrá contado Klement?
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A él le gustaba la caza. El día que salimos a cazar montó en un caballo y nos dirigimos al monte. Llevaba un poncho marrón. Tenía la cara aniñada, muy blanca, pequeña, y eso le daba un rostro limpio y cuidado. Ese día llevaba en su cabeza un sombrero alón. No estaba solo. Iba con el baquiano. A veces se perdía y miraba al cielo por varios minutos. Y después hablaba solo, en alemán.
No se bajó nunca del caballo. Hizo dos tiros. Y eso le bastó para matar dos comadrejas, como si nada. Yo me quedé con la boca abierta.
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Antonio, me llamaba mi jefe. Yo sentía que esa voz gruesa y tranquila guardaba en sus pliegues algo de un pasado esplendor. No había razones para pensar eso. Pero yo lo pensaba. Él fue el que me enseñó todo sobre el escrutamiento de los cielos y sobre la diferencia entre las razas.
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Si no fuera por el cielo estrellado, si no fuera por las charlas con Klement, si no fuera por las confesiones de Ingrid, si no fuera por el cuerpo moreno de Estela, yo no sería el que soy.
Esas noches largas y perdidas en la cama maltrecha de la pensión son inolvidables. Estela se metía en el baño y se demoraba para generar suspenso. Yo veía las fotos de las mujeres en las revistas prohibidas y se las mostraba y ella quería ser de las mujeres que los hombres desean.
Salía del baño, envuelta en una colcha y se metía denuda en la cama y empezaba el ritual. Primero me chupaba todo lo que podía y después yo me perdía en ella como me perdía en las miles de estrellas con el telescopio.
Y cuando Estela me tocaba en la oscuridad, yo pensaba en su cuerpo abrasivo y quería comerla hasta el tuétano y la besaba y la acariciaba hasta que no podía más.
Esa fue una parte de mi vida en La Cocha. La otra, la del dolor inevitable, también existió.
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Klement dijo que el cielo es como una mujer desnuda tirada en una alfombra negra, muerta. Un cadáver.
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Golpeé las manos en casa de los Montag. Ingrid me abrió la puerta.
Pasá, dijo. Están en el fondo. Ya vienen.
Lo espero acá.
No, no. Pasá.
Bueno.
Me senté en la mesa del comedor. Todo estaba ordenado. Ingrid se sentó a mi lado.
¿Cómo va el trabajo?
Muy bien.
El señor Klement está conversando con mi padre. Hablan de cosas que ellos dos entienden.
Claro.
Al rato entró Oscar.
Nos vamos a demorar, dijo. Vení.
Me invitó al gallinero. Yo no entendía nada. ¿Qué hacían ahí? Había un olor a caca impresionante y las gallinas estaban alborotadas. Klement levantaba un brazo con un palo y decía unas frases en alemán y Helmut lo seguía con la mirada de alguien que observa a un maestro. En un instante, Klement se detuvo y me miró.
¿Entiendes algo?, me preguntó
No, dije con vergüenza.
Hizo dos pasos. Levantó de las gradas de madera una gallina y la dejó colgando en el vacío. La gallina hizo un ruido ensordecedor.
Hablaba de las gallinas. Son animalitos de Dios, dijo y la soltó.
La gallina saltó y corrió, despavorida, en el espacio estrecho del gallinero.
Hay gallinas buenas, de buena raza, y otras malas, mezcladas. Lo que importa con las gallinas es la raza pura, dijo.
Helmut asintió.
Tiene toda la razón, agregó.
Yo no dije nada. No podía opinar sobre algo que no sabía.
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Klement era un hombre rutinario. Por todo lo que hacía era un hombre común. Se levantaba a la mañana muy temprano, iba hacia el observatorio, observaba minuciosamente el cielo, realizaba sus mediciones acostumbradas, me dictaba las mediciones, yo anotaba lo que me dictaba, almorzábamos juntos la mayoría de las veces, dormíamos una siesta y volvíamos a la tarde al observatorio. Repetíamos la rutina todos los días. Después del trabajo diario y del cansancio diario, él se iba a dormir.
Mi jefe era un hombre rutinario. Hablaba muy poco, pero a veces, cuando hablaba, yo le escuchaba un tono raro, un no sé qué en sus palabras.
Muy pocas veces me preguntó por mi vida. Yo le dije que mi familia quedó en Rosario, le dije que me tuve que ir, que ya no podía aguantar más, le dije que Rosario es una gran mancha en mi memoria, pero que, por el momento, es imposible volver.
Y él me dijo algo parecido. Me dijo que su familia había quedado en Europa. Por la guerra, todo se perdió. Muchos hombres murieron en la guerra y muchas personas se perdieron.
Mi familia se perdió, me dijo. Y yo le dije, yo he perdido a mi familia. No sé por qué, le dije, pero yo sentí que ya no aguantaba más, que me tenía que ir, que ya era suficiente, que había llegado al borde de todo. Sentí, le dije, que debía partir, que debía sacrificar todo lo que tenía y que tenía que buscar mi salvación.
Y mi jefe me dijo que a él le había pasado lo mismo. Toda su vida estaba arruinada por la guerra, pero, a veces, la vida nos juega una mala pasada, me dijo. Él había sentido que tenía que empezar de nuevo. Y así, consiguió un pasaporte para venir a la Argentina. Me dijo que él no sabía dónde estaba la Argentina y que nunca había visto un mapa de América del Sur. Y yo le dije, no se preocupe jefe, no se preocupe, muy pocos gringos saben dónde está la Argentina. Y él me dijo que me pedía disculpas, que él no sabía dónde estaba mi país, pero que sí sabía quién era Perón. Y yo le dije, claro, todo el mundo conoce al general Perón, todo el mundo.
Sin darnos cuenta, habíamos llegado a la conclusión de que nuestras vidas se parecían.
Él me dijo que había perdido a su familia, que no sabía dónde estaban su esposa querida y sus hijos, que no tenía la menor idea de si habían muerto o de si estaban vivos, o de si vivían recluidos en algún hospital del Estado alemán.
He perdido a mi familia y he quedado solo en el mundo, dijo.
Yo le dije que había abandonado a mi familia, que había quedado solo y que ellos no tenían la menor idea de dónde estaba yo.
Qué miseria la nuestra, me dijo, nuestras vidas se parecen, nuestras tristezas se parecen.
Y yo le dije, tiene razón, jefe, tiene toda la razón.
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El chino se sentaba en la mesa de la ventana. Y solía llegar temprano. Desde ahí podía ver las chicas. Esa era su estrategia. Y yo también miraba. ¿Quién no?
En un abrir y cerrar de ojos el chino sacó una carta y la escondió debajo de la pierna. El gordo y yo nos dimos cuenta. Siempre hacía lo mismo. Era un pícaro, el chino. Mientras manejaba la baraja, se las arreglaba para sacarla.
Pero esa noche me cansé. Le dije que tenía que mostrar lo que había robado. El chino se hizo el tonto y se rió. El gordo también le pidió que saque y que muestre. El chino pidió asilo político en la mesada y Doña Berta le guiñó el ojo. Doña Berta le tenía hambre al chino así que esa fue su oportunidad.
Doña Berta se vino a la mesa y dijo que lo teníamos que perdonar. Que el chino era un tipo bueno y que era un ganador. Yo me paré, lo empujé, se cayó y vi la carta que había quedado intacta en la silla.
Desde el piso, el chino lanzó la carcajada y se paró. Doña Berta lo llevó a la mesada y le invitó un trago. El gordo y yo estábamos expectantes y nos miramos con bronca.
Vení chino, dijo el gordo. Vení y arreglá esto. No jugamos más con vos si no venís, dije. Doña Berta hizo una mueca desde la mesada y se rieron con el chino.
Bueno, hagamos una cosa, le dije al gordo en un murmullo. Si el chino no viene, le vamos a hacer lo mismo a partir de mañana. El gordo estuvo de acuerdo.
El chino se quedó en la mesada con Doña Berta.
Yo me cansé de esperar. Y el gordo, también.
Esa noche iniciamos la guerra.
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Klement no era un hombre joven. Pero disfrutaba del aire libre, de las vacas, del monte y de las tareas en el campo. Una vez me dijo que había querido dedicarse a la pintura, como un viejo amigo de Munich. Pero que nunca había podido hacerlo. A Klemnet le gustaba el arte y el cine. Un día me invitó a que fuéramos a ver una película al cine de la anguila Torres, en Alberdi. Era el único que había a la redonda. Así que nos subimos al ómnibus y nos bajamos en la terminal. En la vereda de la sala había algunas personas esperando.
Una chica saltaba en el cordón, entusiasmada. Era blanca, de pelo rojo y dientes muy claros. Lo recuerdo porque había un contraste muy grande con las otras chicas. Todos llevaban paraguas. Era la época de las lluvias. Y Klement tenía un piloto y yo estaba sin nada. Me puse debajo del techo para protegerme. Klement sacó su cigarro y empezó a lanzar el humo como una forma de esperar.
Yo era ansioso. Ya había ido al cine en mi ciudad. Pero en La Cocha era la primera vez. Vimos una película de espías. Eso lo gustaba mucho a mi jefe.
Los espías son reales, me dijo a la salida del cine. Son muy útiles. Los americanos los hacen falsos y ridículos. Pero entre nosotros son útiles, dijo con un sentido críptico.
Caminamos hasta la esquina y él se paró y miró cómo el agua turbia recorría la calle. Se quedó un rato, quieto, mirando, y yo miré hacia el cielo nuboso y gris y recordé la cara de mi bebé. La espera se hizo una tortura.
Qué hacemos, jefe, le dije para salir del infierno interior.
Nos volvemos, dijo, y enfilamos para la terminal de ómnibus.
El pueblo de Alberdi era chico, también, había más autos y tenían una plaza bonita y llena de caballos y naranjos. Ahí se podía uno tomar unas fotos y entrar a la iglesia a confesarse.
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El médico alemán vino en un Ford desde Bariloche. A mí me llamó la atención que viniera de tan lejos. Fue directo a la casa de los Montag. Klement me dijo que él desconfiaba de los médicos de la zona, que prefería que lo viera uno de los suyos. Eso dijo: uno de los suyos. Él se sentía de allá. Yo a veces pensaba que él estaba lejos, que nunca había salido de Europa.
El auto del médico era plateado, un poco gastado, como un caballo de plata.
Se metió en el gallinero y ahí se puso a hablar con Helmut y con Klement. No sé de qué hablaron. Klement no contó nada. Yo vi, desde el comedor de la casa (estaba con Ingrid escuchando radio) que él le mostraba la panza. Se levantó la camisa y le mostró la panza hinchada. Eso fue todo. Después salieron del gallinero y entraron a la pieza de Klement. Ahí estuvieron como media hora.
Sólo dijo que el hombre era médico y que lo visitaba por un problema de salud. Yo pensé que estaba enfermo y que no quería contar nada.
Klement era muy desconfiado. Por eso se hacía atender por un compatriota. El médico se fue al día siguiente. Y klement se quedó varias noches sentado en el gallinero, como si quisiera captar alguna energía que había quedado flotando.
Ahí no había luz. Solo brillaba el foco de la pieza. Su cuerpo era una silueta negra en medio del ruido de las gallinas.
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Un poco después, se hizo amigo de Villagrita, un fotógrafo que vivía en Alberdi. Supongo que se conocieron cuando él iba a trabajar al Dique.
Villagrita era petiso, algo rubicundo, hablaba lento, con una voz rasposa y aguda, como una trompeta rota o perdida en un vagón. Su cuerpo tenía la forma de un cono invertido. Usaba pantalón ancho y largos zapatos marrones, de punta fina. Caminaba despacio, casi de costado. Llevaba un sombrero de ala ancha, tenía bigote corto y fino, como un Chaplin gordo.
Las nubes horadaban la tarde y el gordo Villagrita levantó su brazo para mirar el cielo y se tropezó con el cordón antes de entrar a la casa de los Montag.
Llegó agitado, con demora. Pero no explicó su tardanza. En Alberdi o en La Cocha todo estaba cerca. No había razón para los contratiempos. Salvo un casamiento o una comunión arreglada a último momento.
Villagrita era risueño, aunque guardaba un tono melancólico y canyengue cuando contaba su vida. Al presentarse, decía con alegría que era fotógrafo y que lo suyo era un oficio centenario. Él había heredado la cámara de su padre, el mejor fotógrafo del norte.
Klement estaba en la galería, con la radio encendida. No estaba solo. También estaba Ingrid. Ella le acercó un mate y él sopló con fuerza, haciendo ruido hasta el fondo.
Villagrita lo saludó y se rió, casi como un acto reflejo. Ingrid le estiró el brazo y dejó el mate sobre la mesa.
Villagrita corrió su bolso de cuero y lo apoyó en el brazo. Sacó la cámara y la mostró con orgullo.
Ya la conozco, dijo Klement, con la autoridad del experto. La cámara era del padre de Villagrita. La levantó y ostentó sus formas. Estaba orgulloso del legado de su padre. Sentía que en esa máquina se cifraba el apellido y el esplendor.
Qué hacemos, le dijo Klement.
Lo que tenemos pensado, dijo Villagrita con un tono enigmático.
Lo que yo dije, reafirmó.
Eso, eso.
Vení muchacha, dijo Klement y caminó unos pasos hacia Ingrid.
Aquí voy, respondió ella. Klement le guiñó un ojo y ella se sonrojó. Creo que le recordaba a su hija.
Tenemos que hacer la foto.
Allá, indicó Villagrita y señaló un montón de ladrillos rojos que estaban detrás del gallinero. Klement la agarró del abrazo y la ayudó como si fuera una niña.
Ingrid también lo quería.
Klement se puso de costado y la tomó del brazo. Ella miró a las gallinas, como si no quisiera olvidar el momento. klement tenía el mate en la otra mano, con cierta osadía, como si se jactara de una pose cinematográfica. Aunque no trabajó en el cine, sí lo hizo en el teatro cuando era muy joven. Esa marca histriónica y burlesca se mantenía en su gesto.
Villagrita apoyó el trípode en un pequeño montículo de tierra. Midió la distancia. Miró el visor pequeño, como un punto infinito. La panza le colgaba por el peso y él trató de acomodar la tela que caía pero no pudo.
Miró nuevamente el visor. Klement se rió e Ingrid apenas abrió la boca.
Recuerde amigo que esto es historia, documento, alardeó Villagrita.
No dé tantas vueltas, dijo Klement, con un tono severo.
Sonó en el aire el ladrido de un perro lejano e Ingrid levantó la cara siguiendo el eco. Sabía que era el perro del vecino.
Ese debe ser el caschi de Belindo, dijo.
¿Listos?
Klement miró hacia arriba. Murmuró algo, ininteligible. Parecía que rezaba. Ingrid estaba inquieta. Ella era muy religiosa y en la iglesia le decían que no había que confiar en las imágenes.
Sonó un click extraño, desencajado, distante.
Klement se movió y ella, también.
Ya está, dijo Villagrita.
Klement se corrió rápidamente y dejó a Ingrid sola, abandonada. Le pidió que se quede quieta e hizo un gesto mudo con la mano: le dijo a Villagrita que la tome de perfil sin que elle se dé cuenta.
Qué pasa, don Klement, dijo ella, con sospecha. Era un poco ingenua.
Nada, Ingrid, nada.
Villagra sacó la foto. En la quietud escultórica de la tarde, Villagrita tomó un retrato de perfil. La nariz aguileña y la boca fina aparecieron en primer plano. Tenía el gesto torcido, como si guardara una huella de ingenuidad, como si supiera algo del futuro violento o de lo que ocurriría fuera de Argentina.
Esa fue la primera imagen de Klement y de Ingrid.
Y Klement le pidió a Villagrita que las revele lo antes posible. Villagrita prometió traerlas rápidamente.
Yo estoy seguro de que ella lo quería, como si hubiera sido su primer novio.
*
Helmut me pidió que cuidara a Klement. Me dijo que era el hombre más importante del pueblo. Él quería que se postulara como intendente.
Si él se queda, este pueblo puede evolucionar, me dijo Helmut. Yo me quedé tieso. Pensé que Klement se podía ir. Pensé que Oscar sabía algo que yo no sabía. Pero no me animé a preguntar.
*
Klement me contó que había tenido un criadero de gallinas en el norte de Alemania, cuando se había separado de su esposa.
Fue una época muy dura, dijo, durísima.
Hablaba con inevitable tristeza. Miraba a las gallinas con ternura, como si en ellas se cifrara esa parte del pasado que ya no volvería a ver.
Estaba solo y me visitaba la vecina, agregó, una chica muy buena que me ayudaba con el gallinero. Si no hubiera sido por ese negocio yo no habría sobrevivido.
¿Y su esposa?
Ya nos habíamos separado. Ahí empezó la soledad. Los chicos quedaron con ella. Hace muchos años que no la veo. A veces la sueño y sueño la cara de mis hijos.
Yo pensé que él era mejor que yo. Klement había dejado a su familia pero él lo había hecho porque escapaba de la guerra. Y yo, ¿por qué había dejado a mi esposa?
¿Cómo sería la cara del bebé? Los había abandonado en una etapa crucial.
Son hermosas las gallinas, dijo. Y miró hacia el gallinero con una dulzura acentuada. ¿Qué hubiera sido mi vida sin ellas?
Suspiró.
Bueno, dijo, vamos a trabajar. Esto es lo mejor que tenemos.
*
El gordo llegó temprano. Yo, después. El chino entró tarde.
Repartimos las cartas sobre la mesa. Doña Berta estaba cansada. Tirada sobre la mesada, miraba a los comensales que llegaban de a poco.
El gordo empezó con la jugada. Siguió el chino. Cuando se dio la vuelta, saqué una carta y la puse debajo de la mesa. La pegué con un chicle. El chino ni se enteró.
Afuera, un camión lanzó su humareda negra y tóxica. El día estaba soleado, lleno de ese aire fresco y puro que había los domingos. Era un día peronista.
Qué hacemos esta noche, dijo el chino.
Nada. Qué vamos a hacer.
Yo me voy con la mina.
Y yo no sé, dije.
El gordo lanzó otra jugada. Doña Berta se acercó al chino. Le rozó el hombro y el chino se hizo al costado. Al chino no le gustaba. Pero ella le daba comida, lo atendía, lo hacía sentir un rey.
Era una mujer mayor. Y el chino era como yo. Joven, feo pero empujador. Era un mujeriego de mala vida. A él le convenía tener una mujer que lo atendiera. Pero no quería nada en público. Le daba vergüenza.
Cómo anda doña Berta, le dijo.
Bien. ¿Y vos, chinito?
Acá, con los muchachos.
¿Cuándo nos vemos?
El chino seguía mirando las cartas. Tenía los ojos pegados a la mesa y no se quería dar la vuelta. La tenía a ella en la espalda, pegada como una mosca.
Mañana, mañana arreglamos, respondió el chino.
Yo saqué la carta de debajo de la mesa y la puse ahí. Gané la partida. Le hice un guiño al gordo y los dos festejamos en silencio.
El chino se tuvo que aguantar.
*
Las gallinas apiñadas estaban tranquilas. El gallinero era chico. Con maderas destartaladas, era como un estadio minúsculo y desordenado. Las gallinas empollaban y miraban al vacío.
Klement las acariciaba. Mientras le hacía muecas a una, golpeó las manos Villagrita. Desde la mesa, Klement le hizo señas de que pasara.
Villagrita se sentó en una silla enclenque. Yo pensé que se podía caer. Por suerte, no pasó nada.
Villagrita miró hacia los cerros y suspiró. Algo del aire lo motivaba a quedarse quieto, pensativo.
Hubo un silencio.
Miró su bolso y sacó un paquete con las fotos. Las puso sobre la mesa. Klement levantó una.
Están muy buenas, dijo.
Me miró.
Llamala a Ingrid.
Ella vio las fotos con embelesamiento. Estaba conmovida. No sé si no era la primera vez que veía unas fotos así.
Villagrita pidió un brindis.
¿Cómo no?
Klement entró a la pieza. Volvió con una botella de vino y con su arma.
La tengo que limpiar, dijo.
Estupefacto, vi cómo lustraba con un trapo y con crema, con esmero, el acero.
Lentamente, sacaba la crema, la untaba y repasaba la superficie.
Así estuvimos un rato. La luz del atardecer pasó del rojo al violeta tenue.
Villagrita le pidió el dinero.
Klement volvió a la pieza. Dejó el arma. Puso los billetes sobre la mesa. Villagrita los contó, con lentitud.
*
Klement fumaba apoyado en la ventana de su pieza y el humo se mezclaba con la niebla espesa de los cerros. Las vacas estaban dispersas en el verde rugoso y los carneros reían entre nosotros y las gallinas.
Estábamos tan contentos con el trabajo diario en el laboratorio que el ingeniero casi no se acordaba de su pasado en Alemania. Pero esa noche dijo que Europa era la miseria que no había asumido la necesidad de un centro en Alemania. Y dijo, soltando una pitada larga, que un laboratorio en La Cocha era como un castillo de cristal en el desierto. Un observatorio en el monte olvidado de La Cocha, un observatorio cerrado en el monte abierto. Desde cualquier lugar del mundo se pueden ver las estrellas, pero desde La Cocha tiene un encanto superior, dijo Klement.
Era un hombre educado. Ayudaba a los ancianos a cruzar las calles llenas de barro por las tormentas de verano. Había leído mucho sobre la religión judía y eso lo convertía en un extraño entre los católicos del pueblo.
*
Hacía varios días que el chino no venía a jugar a las cartas. Doña Berta lo había conquistado. Entre el hambre y el deseo, había ganado la comodidad.
El chino se había convertido en una marioneta. Doña Berta decidía cuándo venía y cuando no.
Tenía la camisa arrugada y lagañas en los ojos.
Eh, no te dejan en paz, le dijo el gordo desde la mesa.
Tengo mucho sueño. Hoy no puedo, changos, dijo el chino, y bostezó.
Yo también había pasado una linda noche con Estela.
Hagamos una cosa, aclaró el gordo, qué les parece si nos vemos mañana.
El chino y yo estuvimos de acuerdo.
Sin responder, el chino enfiló para la mesada y se perdió en la cocina.
*
Me invitó al cine de nuevo. Estaba entusiasmado.
La lluvia era pálida y triste como el beso lejano de alguien que no está. Era un día ideal para perderse en la oscuridad de la sala.
En la mitad de la película me dijo algo que nunca entendí. En medio de un motín, explotó una bomba. Unos ladrones se escapaban y el militar que los seguía les hizo un tiro desde la vereda de enfrente.
El ejército es el alma de la patria, dijo.
La película terminó y Klement se quedó inmóvil. Leía los títulos con la obsesión de un purista.
¿Qué pasa, jefe?
Nada.
Seguía leyendo cada uno de los títulos.
La sala quedó vacía.
Klement escuchó el último estertor de la música y se paró.
Ya podemos irnos, dijo.
Nos paramos en la esquina. Se quedó mirando el agua sucia, estancada, como si fuera un espejo del pasado.
Yo vi la cara del bebé en la penumbra amnésica. Y vi la cara de mi esposa en la cama, pegada a la almohada, la noche de mi huida.
Qué pasa, Antonio, me despertó Klement. El cine te lleva, ¿no?
Sí, el cine te lleva.
*
Al día siguiente, durante el almuerzo, le dije que había estado pensando en mi familia y en mi hijo. ¿Cuántos años tendrá el bebé, ahora? ¡Debe ser un muchacho hecho y derecho!
Mi jefe me miró y no pronunció palabra. Me sentí incómodo. Le estaba contando mi vida desde hacía varios minutos y Klement solamente comía y, cuando no comía, miraba el horizonte por la amplia ventana del frente de la casa.
En La Cocha todas las casas eran bajas. No había edificios, ni rascacielos ni antenas exóticas. Solo casas bajas y campo, mucho campo. La iglesia, la casa de policía, el registro civil y el banco rodeaban la plaza principal. Las calles pedregosas acumulaban y dispersaban el polvo cuando pasaba un carro llevando caña de azúcar para el cargadero o para el ingenio.
Ese día Klement estaba particularmente callado. Encendió un cigarrillo y lanzó la primera pitada.
¿Qué le pasa hoy, jefe?
Estoy muy preocupado por mi trabajo, Antonio, dijo con cierta perturbación en el tono.
¿Por qué?
No sé.
Klement parecía estar pensando en otra cosa, quizás en su enfermedad silenciosa. Yo había quedado inquieto y preocupado con lo que le acababa de decir. Sin embargo, ninguno se atrevía a confesar lo que pensaba.
Yo esperaba que Klement ampliara su comentario, pero él seguía pensando lo inconfesable. Un silencio largo y por fin habló.
No sé. Creo que el trabajo que hago me gusta mucho, pero me estoy aburriendo.
*
Me voy por unos días, dijo. La confesión me hizo pensar lo peor.
Subió a la moto de su amigo, suavemente. Con parsimonia se colocó los lentes. El amigo encendió el motor y el escape rugió. Los vecinos salieron a la calle.
La moto avanzó y dejó una humareda negra.
Yo lo saludé desde un banco de la plaza. Y sentí un escozor amargo. Ahora que se va, siento que es como mi padre, pensé.
Yo pensé que se iba para siempre. No quería pensar en su ausencia.
Adiós, Klement, me dije para adentro. Adiós. Y lo saludé aunque ya no estaba. Sólo quedó la estela de humo negro. Y reinó el silencio de la siesta.
Desde hacía días se tocaba el pecho cada tanto. Supuse que se iba al médico. Un día había dicho: debo ver un médico especialista.
Lo imaginé en la estación: tiene el bolso pequeño, la máquina de fotos, el cuaderno azul, la camisa y las botas de fajina. Lleva un libro y lo lee en el vagón, inclinado en el asiento. Busca que la pequeña luz amarilla pegue en la hoja.
¿Qué hará por las calles de esa gran ciudad? ¿Qué hará sin los lentes del laboratorio? Nadie puede vivir sin mirar a las estrellas. Los informes indicaban que estábamos cerca. Estábamos muy cerca de conquistar el espacio exterior. Las mediciones del señor Klement ayudaban a la conquista del espacio. Yo, Antonio Soldati, me sentía útil. El trabajo que hacíamos estaba contribuyendo al avance de la ciencia.
*
Desde la gran ciudad mandó una carta. Fue extraño. Fue como si su carta fuera un mensaje secreto. Yo pensé que la carta diría que no iba a volver. Pesaban los días de ausencia, el trabajo solitario en el observatorio, la desconexión con el pueblo.
En ese lapso, me encontré con Estela varias veces y dejé de ir a jugar a las cartas.
Una sola vez hablé con Ingrid. Mientras la lluvia mojaba los sembradíos, lo recordamos juntos: sus gestos, el típico movimiento de labios cuando estaba por decir algo, su buena fe.
La carta era breve. Mandaba saludos a Helmut, a Ingrid, a mí, y me preguntaba por los equipos. Me decía que cuidara todo con mucho esmero. Las cosas que no se cuidan se pierden para siempre, decía.
*
Cuando volvió pensé en hacer un festejo. Klement estuvo de acuerdo. Creo que quería olvidarse de la enfermedad.
Las sillas y la mesa estaban al lado del gallinero. La tarde despedía ese olor fuerte y rancio que tiene el piso de tierra después de la lluvia. En la galería había una tarima de madera. La orquesta estaba compuesta por un bandoneón, una guitarra y una batería elemental. El cantor era alto y usaba un bigote grueso, como de cantor de tango.
Klement se ubicó despacio en la silla y sacó su cigarrillo armado. Helmut se sentó a su lado. Los dos hablaban solos. Yo estaba en la galería, junto con los músicos. Desde chico tuve esa manía de ponerme cerca de las luces. Le pregunté al cantor y él me adelantó el repertorio.
Conectaron los equipos.
Al rato, Ingrid se paró a mi lado y me preguntó si sabía bailar. Me dijo que me invitaba. Yo sabía que ella quería bailar con Klement pero que le daba vergüenza salir a la pista delante de sus padres.
Empezó a reír. A carcajadas.
Klement se paró y miró hacia la galería. Estaba interesado en la risa de Ingrid.
Helmut se paró y vino hacia nosotros. Klement se quedó en la mesa.
Helmut le tocó el pelo a su hija. Yo lo miré con detenimiento. Era una caricia que se había forjado durante años. Le rozaba el pelo, lentamente, y miraba hacia el horizonte.
Klement, solo, levantó un vaso de vino e hizo una mueca vacía.
Los vecinos empezaron a llegar. Se sentaron en la única mesa y llenaron el fondo. Entre todos, hacían una veintena.
El cantor dijo que la noche estaba en sus inicios.
El murmullo se convirtió en griterío y la música inundó el lugar. En un momento, Helmut corrió la mesa y armó la pista de baile.
Helmut sacó a su esposa y rasparon el suelo. Los movimientos eran controlados y medidos. Helmut la sostenía de la cintura y ella se meneaba con soltura. Ingrid los miraba con cierta envidia, como si allí se cifrara una parte de su deseo.
Yo me había desplazado. Ahora estaba en la mesa, al frente de Klement. Él estaba callado, pensativo, y seguía los pasos de Helmut con su mujer.
Al rato, en medio del jolgorio –se habían sumado otras parejas– el cantor paró la música y anunció la sorpresa de la noche.
Ahora, dijo, vamos a recibir el número de oro de la noche.
Klement se sonrojó. Sabía que estaban hablando de él.
Se levantó y tomó el violín que estaba debajo de la mesa. Caminó hasta el escenario. Subió.
Una polka, dijo Klement.
Con el sonido hiriente de su instrumento empezó la pieza. Los otros músicos lo miraban atentos.
Klement tocaba, poseído. La noche se encendía.
Cuando terminó, todos aplaudieron. Extasiado, Klement miró hacia el gallinero. Un silencio hermoso reinaba en las gradas de las gallinas. Estaban extasiadas, también.
Klement bajó su cuerpo lentamente como muestra de agradecimiento. Su incipiente timidez se había ido. En el escenario era otro, ahí encontraba su forma y su destino.
Bajó los escalones. Se sentó en la silla. Yo di la vuelta a la mesa y lo felicité. Ingrid, Helmut y su mujer también lo hicieron. Los vecinos, entusiastas, lo saludaron desde sus lugares.
La orquesta retomó la estridente y rítmica música y la fiesta se extendió hasta la madrugada.
*
Después de un mes, hizo un segundo viaje a Buenos Aires. No creo que se haya ido por motivos de salud. ¿Por qué se fue? Nadie lo sabe. Sólo recuerdo que las paredes solitarias congelaban la piel en el tremendo invierno de La Cocha.
Tengo la cara de Ingrid después de que él se subió a la moto. Tengo las piernas de Klement que colgaban como banderas remotas en la lejanía. Su mano hizo un gesto rápido desde la esquina y levantó el brazo como si quisiera hacer un saludo.
Unas lágrimas claras desfilaron por el rostro blanco y terso. Ingrid lo esperó día por día.
Klement se fue sin dar ninguna explicación. Y, para mí, ese viaje fue un anticipo del futuro.
Debo confesarlo: cuando él me dejó a cargo del observatorio, yo sentí un poco de miedo. ¿Quién vigilaría las ventanas, los equipos, las mediciones? ¿Quién controlaría los estudios con la precisión que lo hacía él?
*
La noche del regreso, Klement se emborrachó. Se paró, caminó lento y se apoyó en la mesada que tenía doña Berta. Miró hacia los cerros y se quedó un rato, pensando, como si quisiera evitar la caída. Yo lo miré desde la mesa. También había tomado mucho. Pero no tenía problemas con la expectativa de los otros. Él, en cambio, no quería que lo vieran así.
Empezó a caminar de nuevo y se balanceó hacia los costados. Estaba visiblemente mareado. Se detuvo en la puerta. Sacó un cigarrillo, como pudo. Se dio la vuelta. El humo le rozó la frente y se expandió en el aire frío. Me miró. Me penetró con los ojos. Levantó la mano y me llamó con un gesto de la cabeza. Me levanté, despacio. No me podía parar. Tambaleaba. Klement me esperó en la puerta.
Empezó a llover. El agua se expandió en la tierra y conformó la primera senda de charcos.
Alcancé a Klement. Él me tomó del hombro y me abrazó. Caminamos juntos un trecho. Yo pisé un charco y casi me caí. Él me agarró del brazo y esquivó un charco y se resbaló. Como yo lo tenía agarrado, no se cayó.
Estaba avergonzado. Yo lo notaba. En silencio, seguimos hasta la vereda de Montag. Ahí lo dejé y siguió solo. Empujó la puerta de alambre y se pinchó un dedo. Vi sangre en su mano desnuda. Klement la miró y se pasó la otra mano. Quería limpiarla. El agua que caía del cielo lo ayudó.
El barro abundaba en el pasillo hacia el fondo. Como pudo, con esfuerzo, caminó hasta la pared que enfilaba hacia el gallinero. Las gallinas estaban dormidas, debajo del techo precario de cartón y madera. Klement alcanzó la puerta de su pieza. Desde ahí se dio la vuelta y me estiró el brazo, saludándome. Se metió. Quedó a oscuras un buen rato. Aunque me estaba mojando, me quedé bajo el agua bendita, y seguí los movimientos. La ventana estaba abierta. Klement se sacó la camisa. Vi su torso desnudo en la penumbra. Vi su mano herida. Encendió el único foco. La penumbra gris de la lluvia empezó a penetrar en la pieza y se mezcló con la luz amarillenta. Ese resplandor hizo que brillara el arma que Klement levantó después.
Empecé a caminar hasta la pensión. Cuando me senté en la cama, empapado, pensé en que Klement tenía un gran autocontrol. No sé cómo hacía. Estaba borracho pero él se mantenía incólume, como si el alcohol no le hiciera ningún efecto.
Ahora pienso en lo hermoso que era tomar un poco vino en medio de los cerros. Y en lo hermoso que era besar a Estela bajo el efecto del alcohol.
*
Solo, frente a las aguas fugaces del río, recuerdo las tardes íntegras en las que iba con mi esposa, muy joven, radiante, a disfrutar del sol rojo y el viento suave.
El bebé tenía una cara de ángel. Y se reía como se ríen los ángeles. Él no llegó a conocerme. Sentados en la arena, mirábamos las olas bravas que llegaban hasta nuestros pies. Tengo en mi piel la huella de esos días hermosos y lejanos. Ella miraba conmigo y se perdía conmigo en el agua del mar. Acá, en este río tucumano, el infinito está cerca. Acá, como en el mar, en el borde del río, el sol está más cerca y más lejos.
*
Klement se sentó en la mesa del fondo, al lado del gallinero. Sacó un poco de tabaco y armó, con parsimonia, un cigarrillo. Levantó su cara aniñada hacia el cerro. Suspiró.
Se paró, caminó hasta las gradas improvisadas, y levantó una gallina. Ésta trató de soltarse. Klement, con fuerza, la retuvo. La miró.
¿Ves?, dijo, todas quieren escapar.
La volvió a mirar. Con esmero, con un interés científico, como si fuera un biólogo, la examinó.
Esta es pura. No tiene mezcla.
Miró hacia el cerro. Reparó en la ceniza breve del cigarrillo y aspiró. Lanzó el aire con mesura, como si quisiera controlar, incluso, la salida contenida del humo.
Cuando custodiaba ese negocio de gallinas en el hermoso brezal, dijo, los judíos del pueblo me compraban huevos y carne de gallina. Yo estaba en contacto con ellos. Y nadie decía nada. Cerca de ahí, estaban los restos de la guerra.
Por ese entonces yo sabía muy poco de la guerra. Sabía que los alemanes habían perdido y que los aliados habían buscado, con ansiedad y esmero, a los perdedores. Pero no sabía nada más.
Klement escuchó con tranquilidad las quejas de la gallina. Y la lanzó en el aire. La gallina elevó sus alas y se acomodó en el vacío y logró caer en una posición favorable.
Siempre caen paradas, dijo, como los gatos. Las gallinas son aguerridas. Y andan en grupo y se ayudan entre sí.
Jefe, dije, ¿por qué le interesan tanto las gallinas?
Yo las estudié, dijo. Y me ayudaron mucho. Son animalitos de Dios. Y Dios sabe lo que hace. Ellas sobreviven de cualquier forma. Yo aprendí eso de ellas.
Esa noche, Klement preparó un pollo a la parrilla. Un asado en la parrilla. El olor en las brasas ardientes se expandió en toda la casa, en toda la cuadra. El olor fue tan fuerte que hasta los vecinos vinieron a preguntar qué le habían puesto a la carne.
Nada, dijo Helmut, orgulloso. El señor Klement preparó todo. Él le ha dado un toque especial. Nada más.
Todos comieron. Todos brindaron por Alemania y por las gallinas asadas.
Esta es una de las épocas más felices de mi vida, dijo Klement en medio del silencio oscuro, y levantó la copa y se rió con fuerza, con una fuerza inusitada.
*
Klement me dijo que había estudiado ingeniería en su ciudad natal.
Un día, vino un vecino y me dijo que Klement no era ingeniero. Yo no le creí.
Esa noche klement me hablaba y yo lo escuchaba casi mecánicamente. Sólo un pensamiento atravesaba mi mente: me preguntaba, obsesivamente, por las razones del comentario del vecino.
¿Qué quiere este hombre?, pensé. ¿Será cierto lo que me dijo? ¿Por qué me mentiría?
La repetición del trabajo aturde a cualquiera, me dijo Klement y yo me sobresalté. Me había perdido en las elucubraciones y la voz seca de Klement me trajo, repentinamente, al restaurante.
Sí, sí, asentí, como si me despertara.
Además, dijo Klement, no se puede hacer una sola cosa en la vida.
¿Qué quiere hacer?
Creo que ya es hora de irse.
Me sorprendió. Abandoné los cubiertos y junté mis manos sobre la mesa. No esperaba una respuesta breve y radical.
Por… ¿Por qué? Turbado, pensé que nunca había pensado que mi jefe se podía ir.
No sé, dijo fríamente Klement, como si hablara para sí mismo.
Nos callamos. Yo no sabía qué decirle. Klement no tenía ninguna preocupación por mis dudas y lo único que le importaba era su destino.
Después de un rato, Klement habló:
¿Y vos que hacés si yo me voy?
No sé, jefe, nunca había pensado en eso.
Yo volvía insistentemente en lo que había dicho el vecino. Me mordía los labios, estaba nervioso y me frotaba las manos involuntariamente.
¿Qué va a pasar con el observatorio si usted se va?, dije con miedo.
Me imagino que vendrá otro ingeniero, dijo Klement y lanzó una bocanada de humo. Se quedó con la cara hacia la ventana y su mirada perdida en el horizonte. Pasó su mano suavemente por la mesa y después dio dos golpecitos con un dedo.
Yo me quiero ir porque me necesitan. Unos compatriotas han decidido reunirse en Buenos Aires y me llaman.
Klement hizo una pausa como revisando cada una de las palabras que había dicho.
Sí, me llaman.
*
Villagrita llegó con su máquina espectacular. La ocasión lo ameritaba. Klement quería tener una sesión de fotos con las gallinas. Tanta era su devoción, que le pidió a Villagrita que hiciera un documento.
Yo quiero tener un recuerdo de estas gallinas tucumanas, dijo. Vení, Antonio, vení, ponete aquí, me dijo.
Me pidió que pose al lado de él.
¿No son tiernas?
Me paré al lado y vi el cerro y el crepúsculo rojo y unos pájaros que volaban, lejos.
Estás distraído, me dijo. Mirá a la cámara.
Me incomodé.
Esperá. Ya vengo.
Entró a la habitación y sacó su poncho. Se puso las botas lustradas por él mismo y se quedó quieto.
Dale, Villagrita, dijo. Y se paró con su poncho y sus botas impecables.
Klement, las gallinas alborotadas y yo estamos en la foto de Villagrita. Desde ese día la guardo con cariño.
*
Hermosa y añorada Estela. Si pudiera ahora acariciar tu cara, tu pelo lacio, tus labios gruesos y ondulantes.
El último encuentro fue el último domingo de las vacaciones de invierno. Fui hasta la callecita donde vivía ella. Estaba parada en la esquina, esperando que algún cliente la subiera en un sulqui o la levantara en un auto. Solían ir los autos de Alberdi. Gente con guita. Gente bien. Yo no era el mejor partido. Pero ella me quería. O yo me hacía la ilusión de que me quería. Era una mujer rubia, teñida. Llevaba la falda corta. Usaba minifalda, esa prenda del demonio. Y la llevé a la pensión. Entramos muy tarde, para evitar que la dueña de la casa nos dijera algo.
Estela se metió en la pieza y encendió el velador. Yo le saqué el pullover y la blusa. Ella me hizo olvidar del infierno (en que vivía), por última vez.
*
Era un día gris, con nubes abundantes, antes de la lluvia. Una neblina sólida sobrevolaba los techos. Las antenas parecían captar la timidez de la tarde. La humedad crecía como una enredadera en una pared sucia y alta.
El ingeniero pasó caminando y no me vio. Me parece que iba a comprar algo a casa de Doña Berta. Yo estaba tirado en un banco de la plaza, detrás de los pastos crecidos, y miraba el desplazamiento lento de las nubes.
En la esquina se paró y sacó un papel manchado. Habló solo. Dijo algo en alemán, como si tuviera la necesidad de recuperar la lengua.
Yo pensé: qué feo es vivir en el pasado. Lo mejor es vivir ligado al futuro. Y eso es lo que yo quería. Pero yo no podía y él tampoco. Había algo que nos atrapaba. Era como un imán.
*
El gordo puso el mazo en la mesa. El chino estaba con Doña Berta, en alguna pieza del fondo. El gordo sacó una carta.
Las cosas estaban duras.
Yo estaba muy triste. Me acordaba de mi bebé y presentía que el final estaba cerca. El trabajo se podía terminar. El observatorio quedaría abandonado. Las máquinas se convertirían en una chatarra gruesa y ostentosa.
¿Volvería a ver a mi hijo alguna vez?
*
La clave de la vida es el orden, había dicho Klement unos días antes. Y la mejor forma de organizar una vida es llevar un archivo. Es fundamental para el observatorio que el archivo sea conducido y organizado por alguien trabajador y responsable. Y me miró, como si el mensaje fuera una orden para el futuro.
A pesar del mandato, yo no lo hice. No pude hacerlo.
Él sabía que se iría y estaba preparando el terreno.
*
La noche de la partida, ocurrió algo. Helmut Montag descubrió que una gallina había sido asesinada.
A la madrugada yo escuché un escándalo, dijo Helmut. Pero nunca imaginé esto.
Esa noche, la noche más oscura en el pueblo, una gallina apareció muerta. Su muerte no era una muerte común.
La red del gallinero estaba sana, continuó Helmut. No había ningún agujero. La operación fue hecha con absoluto conocimiento. Fue hecho por alguien que sabe lo que hace.
Yo me fijé en la tela metálica. Estaba perfecta. No tenía ningún agujero.
Pero a mí lo que más me causaba dolor era que él no se hubiese despedido. Si bien es cierto que yo ya presentía lo que iba a ocurrir, nunca pensé que se iría sin decir nada.
A la mañana siguiente, Ingrid se encontró conmigo para hablar del señor Klement.
Fue en un banco de la plaza. La lluvia profusa había hecho crecer los pastos. Estábamos sentados en medio de una pequeña selva. Ingrid llevaba un vestido negro, como de señora mayor.
Estoy de luto, dijo cuando se sentó, como si alguien se hubiera muerto. Pero nadie sabe nada.
¿Nadie sabe dónde se fue?, le pregunté.
Nada. Mi papá no dice nada. Y mi mamá tampoco. Por algo habrá sido, dijo Ingrid.
Ella estaba triste. Lloraba como si fuera su novio.
Yo lo quería mucho, dijo, y se tapó la cara. Las lágrimas aumentaron.
No hacía falta que ella dijera nada. Para mí, había sido así desde el principio.
Algo que me duele es lo del gallinero, dijo Ingrid.
¿Por qué decís eso?
Fue él. Yo sé que fue él. La gallina estaba degollada.
¿Tenía bronca?, le pregunté.
Pero ella no me respondió. Siguió llorando y yo traté de calmarla mientras unas lágrimas finas y silenciosas corrían por mi cara.
*
Unos meses después de su desaparición, abrí el diario. Leí algo sobre un alemán que llevaban a Israel. Decían que era Klement. Decían que Klement era un apodo. Pero yo no lo creí. Ese no era mi jefe. Ese hombre de la foto no podía ser mi jefe. Nadie podía asegurar que era él.
Siempre pensé que Klement era el hombre más honrado del pueblo.
*
Yo, Antonio Soldati, agradezco a Dios el nacimiento del químico que descubrió las propiedades del gas. Seguramente fue un soldado amante de su patria. Desde La Cocha, desde Tucumán, desde el turbio río Marapa, recuerdo las heladas mañanas reflejadas en el río Paraná. Ese espejo líquido era el testigo de las vivencias con mi querida esposa y mi bebé. Las vivencias flotaban mejorando el agua del río. Hoy, 29 de diciembre de 1950, al borde del río Marapa, Soldati, el ayudante Antonio Soldati, escribe su primer testamento. Soldati escribe: escribo mi primer testamento. Escribo leyendo en mi memoria las palabras de la Biblia. Mi madre me leía la Biblia, por las noches, junto al fuego. Las brasas azules iluminaban la casa y mi madre leía los “Proverbios”, lentos. Y cuando releo la oración divina, pienso en las vivencias insuperables frente al espejo de agua. Dios ha creado el río, el gas, los recuerdos y las bolsas en las que envolvían a los enemigos del pueblo. Y ha creado al químico que estudió el bendito gas. Desde mi ventana, escucho el rumor del río, desde los vidrios húmedos de mi ventana escucho el interminable recorrido del río Marapa, el interminable recorrido del río Paraná.
Descifrar la noche, eso es lo que hacía el ingeniero Klement, leer el orden de las estrellas. Aquí, en La Cocha, al borde del turbio río Marapa, recuerdo las mañanas claras de la costa y siento el dolor agudo por haber abandonado a mi familia. Nadie perdonará mi olvido. Nadie me perdonará.