
La construcción de un lugar
Sobre Los silencios, de Mauricio Koch
(Conejos, 2017)
Por Cecilia Ferreiroa
La novela Los silencios de Mauricio Koch, editada en 2017 por la editorial Conejos, tiene dos protagonistas: Andrés, un joven nacido en un pueblo de Entre Ríos llamado Hernández, y el mismo pueblo.
Hernández es un protagonista casi tan importante como Andrés. ¿Cómo construir literariamente un lugar? ¿Con qué registro? ¿De qué manera darle vida? La novela Los silencios plantea una respuesta a estas preguntas. Si bien se narra con un interés casi etnográfico sobre el pueblo: los primeros pobladores -inmigrantes alemanes del Volga que se instalaron en Entre Ríos-, las diferentes clases sociales, la pica con los pueblos vecinos, la importancia del tren y lo que provoca su interrupción en las condiciones de vida de la gente; si bien se da cuenta de eso, la narración se corre del realismo en varios aspectos.
El lugar del tren en el pueblo y en la gente llega a cierta hipérbole. Y varias circunstancias narradas, como los nombres de las personas relacionados con el tren (el señor Tren de las Tres López) o los suicidios mal vistos cuando no son en las vías, le dan a Hernández cierto carácter mítico. Uno se pregunta si eso no se deberá a que el tono realista no le resulta suficiente a Mauricio Koch para realizar una construcción a la vez amorosa y verdadera del pueblo, que sea vívida y que al mismo tiempo permita dar cuenta de la relevancia social y económica del tren. La exageración no parece estar destinada a sacarle realidad a Hernández, sino que por el contrario colabora en imprimir su realidad de manera más patente, volverlo más cercano y querible. Ciudades inexistentes han sido creadas en la literatura y han pasado a formar parte de nuestra cultura y nuestra vida. En este caso Mauricio Koch hace la operación inversa: a una ciudad real le da un carácter irreal. Así, Hernández-Menschen tiene su fundación mítica en Los silencios y queda inaugurada para la literatura.
En cuanto a Andrés, el otro protagonista de la novela, la narración se vincula con la lógica de una novela de aprendizaje marcada por el viaje. Pero en este caso el viaje no es uno sino que son dos, separados en el tiempo, que implican para Andrés aprendizaje y cambio.
El primer viaje, en términos cronológicos, es el viaje de Andrés a la capital en busca de mejores oportunidades. No se trata entonces del viaje de alguien que quiere buscarse a sí mismo -ese viaje más burgués-, sino del que es expulsado por la falta de trabajo, aunque quizás también por el tedio. En ese viaje se produce una inversión de las ideas preconcebidas sobre Buenos Aires, que la novela se ocupa de derribar. Buenos Aires se revela como un lugar que no tiene mejores oportunidades de trabajo ni de vida. El padre de Andrés le había dicho que “en Buenos Aires no trabaja el que no quiere”, pero a él no le es fácil encontrar trabajo y los que encuentra son precarios, mal pagos. La crisis de la que escapa en el contexto del menemismo no ha dejado a Buenos Aires exenta, ¿cómo podría? Ya al llegar tiene una primera aproximación de lo que es la vida en Buenos Aires a partir de los consejos que le da el tío, verdadero iniciador en ese mundo nuevo: “Acá no podés confiar en nadie (…), eso es lo primero que te tenés que grabar en la cabeza. De la puerta para adentro podés confiar en mí, podés confiar en la tía, porque sabés que te queremos y te damos todo de corazón. Pero de la puerta para afuera tenés que andar con veinte ojos, no sé si me entendés”. El panorama que le pinta el tío no tiene atenuantes. Buenos Aires es un lugar difícil, inhóspito. Y el contacto con la ciudad implica una desilusión tras otra en el personaje.
El segundo viaje es el regreso a Hernández ante la noticia de la muerte de la madre. También acá el viaje es algo obligado y está teñido por la tristeza y el extrañamiento que produce esa muerte, sumado a la dificultad por la vuelta luego de muchos años. Desde un principio la mirada de Andrés está volcada a detectar las continuidades y las diferencias, vemos cómo la vuelta al lugar en el que se nació y se pasó la infancia está condenada a la comparación.
Andrés vuelve con la mirada y la melancolía del regreso. Y sucede que en ese viaje también se producen cambios e inversiones de sus propias ideas sobre la gente del pueblo. Andrés ve que el pueblo y la gente no están ni tan iguales ni tan estancados. Por el contrario, se da cuenta de que el que está estancado es él. El imaginario del viaje implica que no se regresa siendo el mismo, que viajar, y menos volver al lugar donde se vivió, nunca es algo inocuo. Y da la sensación de que en la novela el viaje produce una apertura. Andrés accede a una mejor comprensión de las cosas, de sí mismo, lo que quizás le permita enfrentar de mejor manera su vida; aunque ese aprendizaje no está exento de dolor. Con el segundo viaje se completa el horizonte de la novela de aprendizaje: la oscilación entre la desilusión y la posibilidad, la apertura a otros caminos posibles en la vida del personaje de ahí en más. Así, la novela conforma el carácter humano e indeterminado que tiene una vida que no está acabada.