
El poeta constante
Por Jimena Néspolo
Aquello era bastante bochornoso y nadie se imaginaba cómo podía terminar. Mariana había sido designada como coordinadora del Foro desde hacía unos meses; si bien no le agradaba totalmente su rol de moderadora, tampoco le disgustaba. Contaba con tiempo: sus hijos se habían independizado y su marido la había dejado pocos meses después de que se fuera de la casa el más chico. Siempre había pensado que su esposo era un hijo más y él parecía empecinado en confirmárselo. “¡Hace vida de pendejo! —le contaba a sus amigas—: va al club, sale a bailar, cambia de novia cada dos por tres”. Era como si quisiera volver a vivir la juventud, enterado de pronto de todo lo que años atrás no había hecho.
—¡Es que nos casamos muy jóvenes! —explicaba Mariana al finalizar las asambleas del Foro, cuando se hacían esas rondas espontáneas donde cada una aprovechaba para monologar sus problemas—. Entonces casarse era la única forma de que los padres te dejaran ir de casa. ¡Si no: olvídate! Y los hijos vinieron luego por obligación, con el trabajo y los horarios… ¡Ahora es muy distinto todo!
Mariana comprendía tanto a su marido que su comprensión más bien parecía una invitación a la huida. Eso le había soltado una de sus compañeras militantes; esa actitud maternal que había asumido al interior de la pareja había sellado la suerte de su matrimonio. Aunque era una mujer madura sentía que tenía mucha vida por delante y con sus cincuenta años deseaba afrontar cada experiencia como si fuera nueva. Ahora tenía en sus manos el caso del escrache al poeta editor, debía redactar la carta pública y entre una frase y otra le parecía escuchar el coro de las más jóvenes, alentándola: —¡Deconstruite Mariana! ¡Vamos Mariana! ¡Deconstruite!
¿“Deconstruirse”? ¿Qué quería decir eso? La palabrita le empezó a dar vueltas en la cabeza desde la primera vez que cayó en una de las reuniones del Foro de Mujeres, casi llevada a la fuerza por una de sus amigas de yoga que se había cansado de escuchar una y otra vez sus lamentos. De esto hacía ya casi dos años, y todavía no entendía bien qué significaba “deconstruirse”. Pero a falta de una comprensión total, Mariana se plegaba a cada una de las acciones del colectivo con la fe ciega del idólatra. Siempre había querido tener una hija mujer, y aunque sus compañeras más jóvenes se burlaran de su “maternismo” (¡otra palabreja que había aprendido ahí!), le era imposible no ver en cada una de ellas a esa hija que no se había decidido a tener. Si había que ponerse un mapamundi en la cabeza y marchar vestida con una túnica blanca chorreada de pintura roja alrededor del Congreso durante toda una madrugada y la mañana del 25 de noviembre, para conmemorar el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia hacia la Mujer: allí estaba ella, cosiendo las túnicas para decenas de compañeras e inflando los globos terráqueos antes de colocarse primera en la columna. Si había que plantarse un antifaz con plumas y un arnés de rayos solares y marchar entangada en los festejos del Día del Orgullo Gay, ¡allí estaba Mariana!: munida de conchero y de plumas en la línea de avanzada del LGBT.
Ahora se debatía entre palabreja y palabrita, viendo dónde diablos debía meter la “e” del lenguaje inclusivo, cuyo uso —le habían indicado sus compañeras— era absolutamente necesario en todas las comunicaciones del Foro, incluso en esta carta pública que estaba redactando.
Pobre muchacho, el poeta constante. Mariana no podía evitar sentir pena ante semejante idiota. Hacía quince años que gestionaba una editorial que se decía independiente, tenía un hijo con una profesora universitaria y estaba divorciado. Todo empezó con el testimonio de una de las más jóvenes del grupo, una chica que apenas superaba los veinte años se había largado a contar que el editor le había puesto una mano sobre la rodilla y le había guiñado un ojo cuando le hacía la devolución de sus poemas, con vistas a ser publicados en su editorial. Dos escritoras, ya maduras y con libros publicados, se despacharon contando escenas más subidas de tono. Hubo quien sumó comentarios sobre su esposa, que estaba en tratamiento psiquiátrico, que lo había dejado porque era violento, etc. etc. La indignación fue creciendo, como una bola de totora desovillando la ira, atizada por el grupo de lesbianas más radical. La primera chica que había denunciado el acoso estaba indignada, no tanto por el lance en sí, decía la misma implicada, sino porque el editor se había negado a publicar sus poemas; ella aseguraba que era porque no había accedido a los favores sexuales que el editor solicitaba.
—¡Despachar poemitas y publicaciones por aquí y por allá, todo para cojer! ¡Qué hijo de puta!
—¿¡Cuántos casos de acoso habrá!? ¿¡Cuántas cumpas que no se atreven a denunciar habrán sufrido a este pejerto!? —se azoraba alguna más.
—¡Definitivamente aberrante!
—¡Qué bruto miserable! Eso que llaman “amor” es un polvo no remunerado —espetaba otra, que pujaba por desterrar del Foro a las militantes Abolicionistas.
—Algo hay que hacer.
—¡Constante no sabe la que le espera! —vaticinaba una más.
—¿Y si un día Constante se violenta ante la negativa de una joven poeta y la asesina? ¿Debemos esperar a que esto suceda para actuar? —preguntaba otra.
—¡Un femicidio cada treinta horas!
—¡Este tipo tiene que pagar por todo lo que nos han hecho sufrir! —auguraba aquélla.
—Un castigo ejemplar, sí, ¡venga!
Pasaban los días y los ánimos se enardecían cada vez más. Alguien llevó a una de las reuniones el libro Cien poemas de amor y una leche desesperada, publicado en la década de los noventa, con el que Constante se había dado a conocer en el mundillo de las letras y leyó a viva voz varios de sus versos. Allí donde decía “entro a la cancha como Maradona, dispuesto a hacer un gol con la mano”, tempranamente se anunciaba al editor manoseador; en “cumplidora a las cinco, serviste el té mirándome la bragueta” había una clara provocación a su sirvienta (las compañeras eran fanáticas de la novela y la teleserie The Handmaidʼs Tale); en “hoy probé culo en un bar de Constitución” el yo-poético ya se declaraba abiertamente culpable de sodomía. ¿Es que nadie había leído al monstruo?, se preguntaban unas y otras en el Foro.
Como se había formado en el taller del poeta Arturo Capeletti, la vaca sagrada de la poesía en esos años, los poemas de Constante habían encontrado pronta circulación en el Diario de Cuitas Literarias, la prestigiosa revista donde pastaba la vaca y su grupo. De ahí a entrar en los programas de estudio de académicos y amanuenses de toda laya sólo fue cuestión de tiempo… y de la asunción del padre del poeta, Julio Constante, al Ministerio de Economía. El poder, como la lectura retrospectiva, produce espejismos por sobre-interpretación. De pronto ese joven pelilargo, que solía transitar por las tertulias con un estilo ropavejero harto desastroso, jeans de marca rotos, zapatillas agujereadas y pullovers apolillados, que escribía esos poemas de un minimalismo sencillista y procaz, estaba dotado de un encanto especial: el aura romántica de quien abandona sus peculios por abrazar su vocación de poeta, la pobreza, la intemperie, ¡el espanto! Hasta su nombre sonaba profético: ¡Santiago Constante! De buenas a primeras se convirtió en “la” promesa de la poesía argentina, mientras su padre hacía negocios con el capital extranjero que sólo una década más tarde habrían de conocerse. Nadie elije a sus padres, repetía Mariana, cada vez que alguna compañera del Foro le acercaba a su casilla un nuevo dato sobre el prontuario familiar, que también era económico y político, del poeta Constante. El padre había hundido económicamente a la Argentina y, aunque nadie podía demostrar que algún denario espurio hubiera robustecido el emprendimiento editorial del hijo, más de una militante se inmolaba asegurando que allí se lavaba dinero sucio: ¿Quién compra hoy poesía, cómo sobrevive ese emprendimiento si no? —argüían.
En los últimos meses, la nominación de Constante para ser jurado en los Juegos Florales y Poéticos de la Juventud había terminado de sellar su suerte. “¿Y si yo quiero presentarme? —barruntó la veinteañera— ¿Qué: me voy a tener que cojer a todo el Jurado?”. La carta pública iba tomando forma en los sucesivos borradores presentados por Mariana. Navegando por las redes, había dado también con el e-mail del poeta. Después de titubear durante unos días, se animó a escribirle un mensaje breve pero conciso. Estaba segura de que apenas saliera publicada la carta, Santiago Constante iba a resultar envuelto en un escándalo que sería su ruina. Intentaría hacerlo recapacitar de su actitud equivocada con el género femenino, que se comunicara con las dos chicas que estaban dispuestas a sostener la denuncia, que les pidiera disculpas y, finalmente, que considerara renunciar a los Juegos Florales. Eran personas adultas y hablando tenían que poder solucionar sus diferencias.
Pasaron unos días hasta que la respuesta llegó a su casilla de e-mail. Constante la citaba en su departamento del barrio de Palermo, su “oficina” decía; fijaba el día y la hora sin siquiera consultarla. ¡Qué extraño, parece un nene déspota! ¡Podría ser mi hijo! —se dijo, en un arrebato de sentimentalidad, sin calibrar a ciencia cierta la edad del poeta. ¿Creerá que quiero publicar en su editorial? Mariana había solicitado la entrevista, anunciando un asunto urgente. Sonrió para sus adentros por su picardía: ser una señora mayor otorgaba la licencia del misterio.
El día de la cita llegó sin que Mariana hubiera encontrado la oportunidad de comentar en el Foro su iniciativa. Antes de cursar la comunicación no se le había ocurrido consultar; y después de cursada, temió que sus compañeras la tomaran a mal, los ánimos seguían incendiarios y todo llamado a la mesura parecía una afrenta. La carta pública estaba redactada, y se sospechaba incluso que había sido filtrada porque un par de compañeras habían sido amenazadas. No obstante, apenas se terminara de recabar las firmas de puño y letra de las adherentes, sería entregada en varios portales de noticas a través de la comisión de prensa del Foro.
Mariana llegó al edificio donde vivía el poeta Constante y antes de anunciarse desde el portero eléctrico, revisó su cartera, no fuera que se hubiera olvidado la copia de la carta que presurosamente había impreso antes de salir. Allí estaban los tres folios de letra apretada, con los pormenores de la acusación y las sanciones públicas que se esperaba obtener. Aprovechó para ponerse unas gotas de perfume atrás de las orejas y en el cuello. También buscó su teléfono, para revisar si tenía algún mensaje, pero no: se lo había olvidado en su casa. ¡Qué despistada soy, qué cabeza de novia! —se dijo. Nadie de su entorno sabía que estaba allí.
Apretó el botón del 6° B y franqueó el umbral del hall, sin que voz alguna se hiciera oír o preguntara quién estaba llamando. Este muchacho es muy poco precavido —pensó Mariana—, así pasan las cosas después. Esa misma noche llamaría al menor de sus hijos, que era el más despistado de sus tres varoncitos, y al que siempre estaba temiendo que le sucediera algo. El ascensor la llevó al sexto piso y sus piernas la depositaron frente a una puerta que golpeó indecisa, por no encontrar el timbre. La puerta se abrió y ella entró con pasos dudosos, buscando en la semioscuridad un punto de apoyo, de pronto sentía las piernas flojas y la garganta cerrada porque comprendía también, como si la usina eléctrica de su mente se hubiera puesto al fin a funcionar, la diferencia entre la palabra “deconstruirse” y la palabra “destruirse”. Hilachas del atardecer entraban por el balcón, dejando en penumbras una sala escueta. Sobre la mesa ratona y los sillones de estilo vintage se amontonaban libros. Una voz de hombre que en nada se parecía a la de sus hijos dijo algo atrás suyo, pero Mariana sólo escuchó el ruido de la puerta cerrándose con un golpe seco.
Jimena Néspolo nació y vive en Argentina. Narradora, poeta, dirige la revista Boca de Sapo (www.bocadesapo.com.ar). Es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina. En 2011 publicó la novela El pozo y las ruinas, seleccionada por el diario El País (España) como una de las novedades editoriales destacadas del año. Su libro de cuentos Las cuatro patas del amor fue galardonado en la 59° edición del Premio Casa de las Américas (Cuba, 2018). Su distopía feminista Pentalogía de Artemisa, lleva publicada las dos primeras entregas: Episodios de cacería (2015) y Círculo polar (2017). Publicó varios ensayos, libros de poesía, y la crónica ¿Quién mató a Cafrune? (2018).