
Imagen fotográfica a cargo de Sebastián Freyre.
Puerco (fábula inmoral)
Por Mariana Docampo
El hijo único de Ersilia Smith, intendenta de De la Cruz, fue maldecido el día de su nacimiento por la partera, que le propinó este destino: se convertiría en un cerdo. En sus primeros días de vida, y pese al horrible pronóstico, el bebé fue hermoso: tenía rulitos delicados y un rostro de capullo. La madre olvidó de inmediato la maldición; pero a los pocos meses, el bebito tornose rechoncho y feo. Los lagrimales se le ahuecaron, la cara se ensanchó, los rulitos cayeron y se quedó pelado. La nariz era redonda, rosada y chata, y la boca parecía un tajo con dientes. Ersilia se negó a criar a su hijo como un animal y lo mandó al colegio. Dentro de esa institución le pusieron de sobrenombre “Puerco”. Los compañeros de grado, las maestras y directivos se reían de él a sus espaldas; pero como era el hijo de la intendenta no eran sinceros con él y le decían en cambio que era muy bonito. Su madre construyó un corral dentro de la habitación para hacerlo sentir cómodo, pero estaba tan ocupada en cuestiones de política que apenas lo veía un ratito cada mes. Lo cuidaban las mucamas, que sentían por Puerco una gran repulsión, pues estaba siempre sucio y oloroso por más que lo bañaran y cepillaran todos los días.
Cuando Puerco cumplió dieciocho años y Ersilia fuera reelecta como intendenta por quinta vez, decidió prepararle una cena para agasajarlo. Estaba atravesando un período de gran satisfacción profesional y sintió que era hora de compensar el tiempo que no había podido dedicarle a su hijo hasta entonces. Esa noche, Puerco habló muy poco, y al observarlo comer, Ersilia notó con preocupación que el joven tenía maneras refinadas a pesar de ser un cerdo. Había comprado para él un gran pote de bellotas que sirvió sobre el mantel de puntillas. Notó que el hijo hundía el hocico, olía las bellotas y las lamía con delicadeza antes de comerlas. Tras algunas indagaciones, se enteró Ersilia de que Puerco no tenía ni había tenido nunca novia, y que casi no salía del corral desde que terminara el colegio. De pronto, sintió un aguijón en el pecho: temió que su hijo fuera homosexual. Para evitar que la inclinación se desarrollara, Ersilia decidió llevarlo al prostíbulo de la ruta a fin de que perdiera su virginidad con una mujer. Fue sola al local, una noche, y como era una persona muy importante en De la Cruz y podían reconocerla, entró por la puerta trasera cubierto el rostro por un pañuelo. Era un pequeño saloncito lleno de espejos y grueso tapizado rojo. Mandó llamar al dueño y éste la saludó con respeto. Ersilia le explicó la situación, y le pidió que preparara para su hijo “carne fresca”, recordándole que le debía algunos favores.
Cuando Puerco escuchó los propósitos de su madre, se negó a ir al prostíbulo, y enseguida comenzó a referirse a él como “ese inmundo piringundín”. Exclamaba a viva voz, paseándose por el corral, que las mujeres de ahí le daban asco. No quería perder su virginidad con una profesional o sometida por muchos; quería elegir a su chica. La madre trató de calmarlo. Le dijo que lo entendía, y que no se preocupara por nada; ella lo ayudaría con este tema. Ersilia sintió que comenzaba a gestarse una transformación en su interior, el amor maternal afloraba por primera vez en su vida con una potencia arrolladora. “Se trata de un sentimiento muy hermoso, incontenible”. Se decía mientras miraba al cerdo dormir en el corral con sus anchas ancas desparramadas.
Fue entonces que Ersilia decidió comprar para Puerco a una de las tres bellas hijas de una peona. Era una mujer pobrísima que vivía en una casita de chapa, cerca del riacho de aguas podridas al que iban a parar los desagües de la fábrica. Al escuchar el ofrecimiento de Ersilia, la mujer se angustió. No sabía cómo negarse a la patrona. Pero se armó de valor y dijo: “No, señora, mis hijas no tienen precio”. Ersilia argumentó: “Yo tengo un solo hijo, Juanita, y todas las mujeres lo rechazan. En cambio vos tenés tres hermosas hijas que todos desean. Nada te cuesta pedirle a alguna de ellas que haga hombre a Puerco”. La mujer, con lágrimas en los ojos, convenció a Adela, la mayor, de subirse sin resistencias a la camioneta de la patrona.
Ersilia había hecho construir una casa en el bosque que va camino a Los Sauces para que su hijo tuviera los encuentros sexuales con la hija de la peona y allí la llevó. Puerco había pedido a su madre que la maquillara y la vistiera con ropas elegantes. Él estaba en la cama cuando Adela entró. Se revolcaba entre las sábanas ofreciendo a la mirada femenina sus nalgas rosadas y grasosas. Ella quedó desconcertada. Puerco comía ahora inmundicias de un balde que estaba a un costado. Entonces la joven dijo en voz alta, sin darse cuenta de que el otro entendería su lengua humana “¿Qué voy a hacer yo con esta maloliente bestia? Me repugna. ¡Voy a matarlo!”. Cuando Puerco escuchó estas palabras se entristeció y apenas ella se hubo sentado al borde de la cama, le pegó un tarascón en el cuello y, con ávidas dentelladas, la mató.
La madre esperaba en el saloncito. Había oído los ensordecedores chillidos pero creyéndolos parte del coito, no intervino. Después de algunas horas, y al sentir que la casa había quedado sumida en un hondo silencio, entró en la habitación y vio que el cadáver de Adela yacía en el suelo cubierto de sangre. Ersinia decidió tapar el crimen y con la ayuda de un peón de confianza, enterró a Adela en el jardín, a la luz de la luna. Volvieron juntos a la casa familiar.
A los pocos días, Puerco comenzó a pedirle a Ersilia que le consiguiera otra chica. El deseo de la madre se había convertido en el deseo del hijo: quería sentirse hombre poseyendo a una mujer. Ersilia le dijo a Puerco que tuviera un poco de paciencia, pues no debía olvidar que ella ocupaba un alto cargo en el pueblo. Temía que hubiera rumores por el asesinato. Pero tanta fue la insistencia de Puerco, que volvió a la casa de Juanita y le pidió a su segunda hija, Magdalena. Si había cedido una, bien podía ceder otra, y a Puerco ésta le gustaba mucho, mucho. Juanita no preguntó qué había pasado con Adela, y negó tres veces. Pero al comprender que la decisión ya estaba tomada, fue a preparar una vianda para su hija, se la puso en una carterita y la acompañó hasta la camioneta.
Cuando Magdalena estuvo encerrada a solas con Puerco en la habitación, dijo en voz alta que ese era un cerdo inmundo y que lo mataría. Puerco le pegó un tarascón y la despedazó con violencia. Corrió al saloncito donde esperaba la madre; caminaba en cuatro patas. Ella vio por el marco de la puerta el cuerpo ensangrentado de la joven y se llevó las manos al pecho. Le gritó a Puerco, sin mirarlo, que qué había hecho. Él ahora lloraba. Le juraba que no había querido hacerlo, pero es que Magdalena había amenazado con matarlo. De pronto, Ersilia se agachó y abrazó el lomo de su hijo, le daba besos en el hocico y lo acariciaba. Puerco le suplicaba a la mamá que le consiguiera una mujer nueva, una que lo tratara bien y que lo quisiera de verdad. Ersilia, loca de amor por este hijo, enjugó sus lágrimas con un pañuelo y le pidió que se quedara tranquilo; ella se haría cargo de todo.
Ayudada por el peón, Ersilia enterró a Magdalena en el jardín, al lado del cadáver de Adela. Se engalanó con suntuosas joyas, y se presentó en el rancho de Juanita. Pidió a la tercera hija. “De ningún modo”, dijo con firmeza la peona. Era ésta la más pequeña y más querida de las tres hijas, la que la cuidaría en su vejez. La mujer corrió a la habitación en donde estaba la niña y se interpuso entre ella y la patrona. Pero para su sorpresa, la hija habló desde adentro. Pidió a su mamá que se hiciera a un lado. Mientras daba pasos firmes hacia adelante, dijo a la poderosa con voz clara y sin titubeos, que aceptaba desvirgar al puerco. Sabía que en el fondo era un hombre bueno, y que ella podía brindarle el amor que necesitaba. Tras decir estas palabras, la niña se despidió de Juanita, abrazola y lloró abundantes lágrimas. Ersilia aprovechó para hacerle un gesto rápido al chofer para que abriera la puerta de la camioneta. “Quedate tranquila —le dijo a la mujer, al verla pálida— va a estar bien con nosotros”.
La camioneta se detuvo en la casa rumbo a Los Sauces, y allí bajó Ersilia con la tercera hija de la peona, a la que vistió con las mejores ropas del placard, y maquilló según las apetencias del hijo. Una vez que la niña estuvo a solas con el cerdo, se acercó a éste y le acarició las orejas, el hocico y lo llevó a la cama para hacerle cosquillas en las pezuñas, mientras él la lamía y reía de gozo. La púber se tendió desnuda sobre las sábanas, con mucha excitación, para dejarse penetrar por Puerco, que estaba totalmente eufórico. Sin embargo, cuando él se ubicó sobre ella, sintió un deseo feroz de someter a la santa y la violó brutalmente, a pesar de su consentimiento. La lastimó, mordiéndola en el cuello y en los brazos con tanta vehemencia que la niña se desmayó. La tuvo encerrada en esa habitación durante varios meses saciando, cada vez, sus ganas.
Al cabo de un año, la joven tuvo un hijo, nieto de la patrona y de la peona, al que llamaron Raulito, y que sobrevivió a su madre, muerta en el parto, y enterrada en el jardín al lado de sus dos hermanas. Con el correr del tiempo, el padre perdió su aspecto de cerdo y dedicado a la política igual que su mamá, crió a Raulito en la casa familiar junto con Ersilia y las viejas mucamas. Por sus pasadas andanzas, lo bautizaron en el pueblo “el Rey Puerco”, y a su hijo, “el Principito”.