Acerca de Spinoza disidente de Diego Tatián.

(Tinta Limón ediciones – 2019)
Por Cecilia Abdo Ferez (texto leído en la presentación de libro)

 

Ante una compilación como ésta, con textos escritos entre 2014 y 2018, una podría preguntarse por el criterio de inclusión. ¿Por qué se seleccionaron estos textos y no otros, para ser republicados? ¿Tienen alguna condición común, aparte de la referencia a Spinoza, la datación cercana o la autoría?

Y también una podría preguntarse por el orden. ¿Significa el devenir de los textos una suerte de evolución o de ampliación? Aunque no sea una linealidad, siempre tan denostada en la filosofía contemporánea, ¿significa este orden que el último de los textos porta alguna clave de lectura de los demás? ¿Está más cerca en el tiempo y es, por tanto, más presentificable que los otros? ¿Es el lector una suerte de escudriñador del estado de ánimo del autor, que es, además, un amigo?

La compilación “Spinoza disidente” es un río tranquilo. Hay en ella algunos puntos a partir de los cuales se vuelve y se parte de Spinoza (sobre todo: la libertad, la liberación y la emancipación), y que unifican los textos. Se vuelve a la obra de Spinoza no en su literalidad, no como lo haría una introducción o una hermenéutica, sino que se vuelve a lo que de la obra de Spinoza germina, en otros textos, en distintas lenguas como el italiano, el inglés, el francés, el portugués, el español, en diferentes geografías y tiempos.

 

Spinoza disidente es un río tranquilo, hasta el último texto.

 

Diego habla de Spinoza con su voz. Su voz está poblada de muchas. La de Diego es la que aloja a las demás, las conecta, las enhebra, las multiplica, las pone a conocerse. No habla de Spinoza como quién puede separarse de él y “explicarlo”. No hay nada explicable del todo, nada que se agote en el orden del sentido. Más bien, Diego comparte un hilo, una experiencia vital, un ovillo que puede retomarse por otros lectores y expandirse y que anuda diferencias y singularidades biográficas no asimilables en una identidad colectiva. Más allá de este nombre, el de Spinoza. Spinoza aparece como esa media tablita que en algún lado va a tener su contraparte y que develará un signo perdido y, a la vez, latente. Un signo universal, repuesto en lenguas indómitas, en tiempos sin clausura. Sobre todo, en tiempos sombríos. Spinoza como llave de una amistad con distancia, de una amistad entre solitarios, de una amistad de perdedores que no lo son tanto, porque saben de esta comunidad de afinidad espectral en la que son incluidos y de su persistencia y apertura transhistórica. De perdedores que confían, pese a todo.

La lectura de Spinoza de Diego sabe de tradiciones de lectura. Pero también es prevalente sobre ellas. Una de esas tradiciones es la de Maquiavelo, que es otro nombre para decir Tácito. Otra tradición es la de Marx. Otra es la de Althusser. Otra es la de Negri. Otra es la que hemos intentado, para poder seguir hablando con Spinoza en América latina y no pensar a los gobiernos que pasaron hace poco como parásitos de una potencia siempre efervescente. Spinoza no es una “ontología disponible”, al decir de Mariana de Gainza. Spinoza tiene que poder hablar acá también, donde no podemos decir Estado enemigo, sin despotenciarnos y sin embargo, también podemos decirlo, ante ciertos gobiernos, ante la policía, ante la banalidad y la pobreza que no son sólo ajenas, sino también en nuestro campo. Spinoza tiene que poder hablar en medio de nuestras tradiciones, que no tienen geometría sino barro, que no tienen horizontalidad, sino también preeminencias y liderazgos. Y sí, hemos forzado a Spinoza, porque eso también significa leer. Y seguro que no va a ser una interpretación que continúe en otros lados, porque Spinoza es un nombre también de las políticas académicas. Spinoza, como contrapelo de esas políticas, que hablan con palabras emancipadoras pero con nombres muy propios y en mayúsculas.

El Spinoza de Diego es pasado por tradiciones de lectura, pero no es un Spinoza de tradiciones. Más bien, es un Spinoza de biografías. Las notas al pie están pobladas de textos desconocidos, presentados en congresos o reunidos en libros perdidos. Dujovne editado por el Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras de la UBA, un homenaje del Museo Judío de Buenos Aires, un libro polaco, que se cruzan con los campos de concentración rusos pero también con La perla y una referencia a la “casita” holandesa donde Spinoza alquilaba dos cuartos. El Spinoza de Diego forja igualdades, pone la atención en textos inatendidos, en detalles. Como si Spinoza fuese un dispositivo de recuperación, un reconocimiento que no hace entrar en ningún panteón, sino en una suerte de diálogo abierto con otros. Un reconocimiento que se desplaza del lugar de autoridad de quién puede reconocer. Es un Spinoza por momentos conspirativo y por momentos calmo. Por momentos, activista y por momentos, lector. Un Spinoza atento a cualquier cosa que aparezca para ver si se puede darle aire. Un Spinoza confiado, porque como dice Diego, algo siempre hay y la política spinocista es eso:

 

“una política spinozista, más bien, es potenciación de los embriones emancipatorios que toda sociedad aloja en su interior para su extensión cuantitativa y cualitativa. Una confianza en lo que efectivamente hay (siempre algo hay) como punto de partida de la acción política”.

 

Un Spinoza como confianza en la “politicidad inherente” de los hombres y mujeres, en la participación en una felicidad abismal que puede prevalecer, como eco en la felicidad encontrada, a pesar del dominio, contra el dominio, en algunas prácticas comunes imprevistas, a las que hay que hacer durar.

 

Y sin embargo, está también ese último texto del libro.

 

El Spinoza de Diego es minoritario, sin ser ilustrado. Es minoritario, pero no necesariamente empírico. No resuelve un problema si se quiere, marxista. ¿Cómo saber que se está ante algo imprevisto? ¿Cómo saber a qué hay que darle aire? ¿Cómo saber, sin confiar en los que saben, ni tener una concepción de la Historia con mayúsculas? ¿Cómo saber, sin caer en el voluntarismo? No hay resolución, sino intuición. Algo siempre hay y sabemos que estamos ante eso que hay, cuando aparece. Lo imprevisto, eso a lo que hay que hacer durar, aparece, no como futuro, sino como retorno. Retorno de algo perdido, que puede volver en este presente o en otros.

 

Crisis de confianza.

 

La convivencia de Diego con Spinoza, de largos años, desmiente que haya disciplinas y parcializaciones metodológicas. En él se cruzan las literaturas con la filosofía, en una pretensión acogedora de la filosofía, antiprofesionalista. Si se quiere, abarcadora pero incapaz de decirlo todo, de todos modos. Se está atento a la literatura, pero no se la confunde con la filosofía: Borges forzó el atributo pensamiento para releerlo como tiempo. Eso es Borges, no Spinoza.

Hay en el libro una afirmación del derecho a la disidencia. La disidencia, que es otra palabra para una soledad de los lectores, en una lectura que es siempre social. La disidencia como la posición de aquel que está en el borde, pero no abandona y se va, no rechaza, no impugna, sino que se esfuerza por estar ahí, dónde sabe, otra vez, que debe estar. Es una política realista de la vida común. Es saber dónde se debe estar a pesar de verle límites, porque esos límites que se ven pueden ser también intensidades, que puedan extenderse. Spinoza como otro nombre para decir que algo puede extenderse, que nada está dado sin más, que nada es coseidad, sino fuerza posible. Spinoza como otro nombre para asumir activismos incómodos.

Spinoza como realismo: las posiciones políticas están dadas. No son elegibles. No esperan a ninguna filosofía. Menos a una que descree del sujeto. No puede tomarse a la multitud como esa celebración demagógica y, sin embargo, tiene también que ser multitud y no sólo puntos de fuga o grupos. Minorías disidentes en la multitud, multitud de disidencias. Diego no habla de grupos, sino sólo de soledades y multitudes, de biografías y contextos, de izquierda y derecha, de universalismo e internacionalismos.

El último texto. Retoma el fascismo, que ya había aparecido antes, pero como necesidad de combatirlo, aunque se pierda. Algo acecha. Acecha el fascismo que anida en “toda sociedad”, dice citando a Pascal Quignard. Como la lectura de Matheron del Estado, en Spinoza: Diego repone la otra cara de la confianza y de las multitudes. No en el sentido de ambivalencia, de una posible reversibilidad aproblemática de la moneda, una reversibilidad rápida. No un gesto, sino un punto oscuro. Lo que anida y que puede decantar en violencia y exclusión. Lo que anida y deforma la democracia. Pero no llama a ser partisanes. No llama. El ultimo texto abre a la Disidencia como posibilidad de no llamado. A pesar del activismo, a pesar de la confianza, la disidencia es la reserva de un poder replegarse, aunque más no sea un momento, en una soledad amable, en las selvas que son los lugares poblados de libros. El texto sobre la lectura de Quignard de Spinoza da un vuelco al rio tranquilo que era Spinoza disidente. Si “en toda sociedad anida la posibilidad del fascismo”, si “a la vida pensante nadie la elige”, si “las sociedades humanas no siempre consiguen hacer retornar lo imprevisto”, hay una posibilidad también de disidencia, como repliegue, como saber del paralelismo de la soledad del que lee/piensa y la soledad del rebaño social. Esa desconfianza pero sin el llamado al activismo, también está en ese último texto. Es otra vuelta a un Spinoza sin spinocismo, sin comunidad aquí y ahora, sin salvaguarda mentiroso del presente. El último texto abre a la pregunta: ¿cómo vuelve lo que vuelve? ¿Cómo hacer ya no que dure, sino que lo que vuelva, vuelva de algún modo deseable? Esa sutileza entre el reconocer la limitación de la fuerza y generar otro retorno, un retorno de lo otro del fascismo, pero ahora sabiendo que anida, que está ahí, que no hay que focalizar en él pero no se puede dejar de verlo, es otra forma de la disidencia, otra forma de la política spinocista. No como alegría, ni como resistencia, ni como institución, sino como previsión lúcida de que andamos por andariveles frágiles y que ante la fragilidad no valen ni la exaltación, ni el abandono.

El Spinoza de Diego -el nuestro- ha sido/es un Spinoza de coyunturas periféricas, pero como presentificaciones de una eternidad. Como si la eternidad sólo pudiera atisbarse así, forzando un pensamiento en el tiempo, en la duración. Por eso, supongo que no se toma como estricta filosofía, sino como mediación lingüística de algo que se quería decir y que toma a Spinoza como atajo, para decirlo. Sin embargo, no es eso. Más bien es el trabajo sobre la materia Spinoza, que se resiste a decir algunas cosas y fuerza a decir otras, que no se dirían. Es la materia Spinoza, la que fuerza la lengua que tejimos en común y media lo que aparece espontáneo. Diego hace de Spinoza un signo visible de una práctica hospitalaria en filosofía y de una lectura de la política que pende en el filo entre lo mayoritario y lo minoritario. Que puede rescatar como propias las biografías de perdedores y sometidos de varios lados, sin pretender que por hacerlo, su sufrimiento se redima. Es un pensamiento sin épica, ni patetismo. Pero tampoco tiene indiferencia, ni negación. Eso ha distinguido su Spinoza de spinocismos fiesteros, en medio del desastre, de la pura confianza, que no era más que estupidez.

En algún sentido, es una soledad y una disidencia. Pero una que se preocupa por enhebrar un historial de soledades y disidencias, de raros, que se reconocen en una empatía no muy explicable, porque no se trata del sentido ni de la posesión de un dogma común. No es la comunidad cerrada de los amigos, sino la empatía distante de los que saben que quieren la emancipación y que esa emancipación es con otros, pero no saben cómo y no saben cómo, los otros.