
Epistolario
sobre Cartas de Liliana Lukin
(Ediciones del camino-2016)
Por Tununa Mercado y Eduardo Gruner
Buenos Aires, 8 de diciembre de 1992
(10 de la mañana)
Querido Eduardo:
Todos los días, a diferentes horas, la hoja se ha deslizado debajo de mi puerta, ha entrado en mi caja de dos hemisferios, el del norte mexicano y el
del sur argentino, y aun en un viaje por aire se ha obstinado en colarse en mi recinto para decir su mensaje. Tengo que describirte el físico de ese objeto, tratar de definir sus contornos y los diferentes planos de su arquitectura. La carta que me llega es como un balcón que se abre después de los dos puntos y desde allí alguien ve y distribuye, en redondo, como si creara condiciones para desplegarse, un espacio que me incluye, y acaso también te incluya, aunque eso es precisamente lo que nos inquieta y motiva mi carta: saber de qué manera podrías ser el otro de la epístola de las tituladas Cartas de nuestra amiga Liliana y, en la hipótesis que traté de formularte cuando nos bebimos esa cerveza en San Telmo, el que “desencadena el discurso”, este último término entrecomillado para despojarlo de cualquier estridencia especulativa. Balcón entonces, plataforma si prefieres, pero balcón de enamorada que va transponiendo los peldaños de cada par de dos puntos y entrando cada vez más en el ámbito del poema que ha preferido y elegido poner o situar o emplazar justamente en el espacio individual de un yo mujer e imponer, por la pertinencia de su empeño, un yo múltiple, un nosotras. mi querida(:) así todo lo más se trata/ de envejecer, también bellamente/ ¿cierto? y que sabia parece una/ la mujer hermosa joven de perderlo todo/ en un sueño(:) que sabia puede/ ella ser(:) los niños llevan su verdad/ debajo de la manta y su deseo en la boca/ mordido para alimentarse siempre más / sí querida(:) puede una mal esperar/ lo que ya tiene y no saber cuál es/ su don. Los dos puntos: escalones, vanos entre habitaciones o zócalos, fronteras que vamos sorteando para entrar en el poema, en la inquisición del poema. Y quien traspone, transita o penetra es una figura erguida, que avanza atravesada por una idea de la perfección —(no produce sonido lo sin nombre/ lo que no sé nombrar no hace armonía)— prisionera de un devaneo que sería el conflicto entre lo alto y lo bajo, entre la imaginación y la realidad, la cabeza y las plantas, unos oídos que oyen un clave y buscan una clave: y habiendo de arder por los pies/ no conviene mojarse la cabeza, me escribe, y también me dice que los ojos arden antes que los pies, ella signada desde el vamos en su trayecto poético por el nombrar su nombre, verlo, y ver con él el mundo. Y físicamente también el objeto que es el texto y quien me dice querida, hermanita, amiga, la/el sujeto-sujeta, gira como los colores de un trompo/ suelta y en estado de fricción hasta alterar mi propia estática, incitadora: he aquí la llave de entrar y de salir, me dice.
No quisiera que te hicieras una idea inconveniente de mí, que pensaras, por ejemplo, que para describir este objeto que se desliza por debajo de mis puertas, necesito inventar una novela en la que una mujer equívoca y perdida, privada, expuesta, extranjera, orgullosa, frágil, me escribe para decirme su sed doméstica y cruel de absoluto, o que apelo demasiado a los referentes para explicarme esa suspensión del hábito, como ella misma dice, que es buscar el poema. Yo por mi parte no puedo hacer otra cosa que imaginar posibles respuestas, encabezar en la vigilia y en el sueño cien veces la larga carta que dará cuenta de mi salud y de la de los míos, para quedar al fin francamente de ella, suya, e ingresar en lo que ella llama escena aceptando su idea de que estamos las dos cansadas de pulir, cuando cada vez creo más firmemente en la superficie pulida, como vos y ella y muchos otros lo saben, cuando no veo otro destino para la escritura que una posición despojada frente a esa superficie.
Desde mi balcón te digo, dos puntos: querido Eduardo: trataré de orientar mi fantasía en los próximos días para ver mejor en las entrelíneas de estas cartas de Liliana, obligándome a no glosar, tratando más bien de desglosar los pasos de un recorrido, que se quiere en el borde, de alguien que me dice: una es una inconsciente/ y sus actos son como un paseo distraído/ por la comisa a oscuras de la necesidad. Hasta pronto. Espero tus cartas con impaciencia. T.
Buenos Aires, 8 de diciembre
(2 de la tarde)
Eduardo:
Cuando me llegaron las cartas XI y XII había terminado por imponerse en mi lectura esa especie de referencialidad que me llevaba todo el tiempo a creer que alguien, ella, quien me convocaba a corresponder, había terminado por capturarme en una zona íntima pero no desconocida: la amistad entre mujeres. El texto, la carta, suscitaba la imagen de una habitación, y en ella dos mujeres entregadas a la confidencia o, mejor dicho, una mujer que parece incluir a otra en sus secretos, pero que mediante el subterfugio del diálogo no logra ocultar el cese de la interlocución que el poema instaura, la imagen autorreflejante que sólo el poema sabe crear cuando dice tú o vos y llega a constituir una retórica en los poemas de amor. Pero yo me había montado la película, y alejaba la posibilidad de semejante argucia, quería ser el yo a quien ella hablaba de tú y el nosotras que nos incluía, y aun parte de esa que declara ser como un ábaco: numerosa/ y golpeando mis cuentas entre si y me dejaba cautivar por ese poema que tenía todo por decirme y en particular hablarme del hombre o de los hombres, cuestión que no ha cesado de ser hablada desde la aurora de la especie humana cuando se juntan dos mujeres, y meterme en otro asunto más, el doméstico del reparto de la comida en la boca de todos, que seguramente ha de estar en el rango de las cosas que a vos también te preocupan desde otras economías.
Todo el tiempo, de una carta a otra que leía, rescataba esa dimensión de la confidencia, refugio para dos sobre el que se cierne la figura del ausente y la queja ineluctable de amor; confidencia: menos que confesión y más que confianza, vértigo de una tentación femenina de permanecer en lo femenino excluyente, de quedarse en el susurro de la alcoba —murmullo de palomas que cambiamos, me dice— para no arriesgarse en la vociferación de la plaza masculina. En ese sentido, no sé qué habrás pensado finalmente de ese doble sentido de la Carta XVI que te di a leer en el bar de San Telmo, en el que ella dice “los hombres nos envidian el penetrante/juego de intimidades sucesivas o, más adelante: los hombres es sabido nos envidian/ el impenetrable clima de las risas oblicuas, y cómo te habrá caído ser amado como el otro de nosotras, como el otro de dos mujeres en el interior del poema. En tu beneficio te regalo dos o tres presuntos lapsus suyos, de ella nada menos, que en la Carta XVIII me escribía, sorjuaniana: cuando leo mi querida sé una cosa/ pero no más sé de mí que quien me sos. De pronto vacila con el uso del uno o la una en la Carta XXIII: no siempre es una virtud ser/ como uno es poner el cuerpo, o en la XXIV: estar a la intemperie de uno mismo. Ese uno, Eduardo, es su gran lapsus. Tuya, T.
Buenos Aires, 8 de diciembre
(10 de la noche)
Querido Eduardo:
La semana pasada le escribí para decirle que de alguna manera sus cartas pertenecían a ese universo tan remiso a revelarse como pródigo en señales que se llama escritura de mujer, y acaso también escritura feminista, pero una vez más no pude aislar los atributos que habrían fundamentado una operación, en la que por terquedad algunas veces insistimos. Vi incesancia y ella misma me hizo ver que había deseo en exceso, «falta», entrecomillada, y «falta» corregida: ¿y no es acaso una la que no posee/ porque no quiere poseer la que sólo quiere/ el absoluto estar/ de una palabra —piel que no termine? Vi una distribución del poema en estrofas regulares y respiraderos o blancos en las líneas que dejan ver una trama suelta marcada por paréntesis, interrogaciones y, desde luego, los dos puntos (enfoque, perspectiva, sitio de la mirada) a cuya condición de escalón me referí en una carta anterior. Nunca comas, nunca punto y coma, nunca signos de admiración ni puntos suspensivos, ni mayúsculas ni punto final, sólo la interrogación, la acotación y la plataforma de la enunciación desde donde se lanza al vacío el texto.
Todavía no me había respondido cuando se me ocurrió otra vislumbre sobre el texto. Creo que ella es una mujer-ojo, una Polifema polisémica y polimorfa, que se ve y ve, que tiene espejo y balcón, que se refleja y mira a su alrededor. Ella es toda ojos, mira, espía, se desdobla para verse o se incluye en el otro para verse al verlo, etcétera: como un ojo sobre mi/ el sueño lanza sus círculos concéntricos/ un ojo de agua para asomar la mano (…) cual un ojo que se mira viendo el fondo de un ojo {…) y yo miro la frases que te escribo (…) y escribo para mirarnos leer y de eso también vivo, etcétera, etcétera. Una última ocurrencia, que se desprende casi como una fruta liviana del entramado de esta numerosa poesía: los dos puntos son dos ojos, tal vez como ojos de lenguado (literariamente consagrado mejor como rodaballo), que avanzan por el fondo rastreando la línea del poema, registrando a su paso las evoluciones de un intercambio entre mujeres que sólo puede ser visto a través del vidrio, que no se dejaría tocar por manos torpes y oír por oídos bastos. Y te suelto, para terminar, esta línea: She is looking us, she is looking as Lukin. Espero tu respuesta, tuya, T.
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Bs. As., 8 de diciembre (día de la Virgen) de 1992
Querida Tununa:
Me sorprendió mucho (y no sé si gratamente, pero dejemos eso para otro momento) tu carta sobre las poesías de LL. A tal punto llega la sorpresa, que no estoy seguro de que ésta sea, exactamente, una respuesta. Pero quizá no existan, también exactamente, respuestas: tal vez es una de las primeras ideas que me pareció leer en el libro de LL una co-respondencia no pueda reenviarse a ninguna solicitud, a ninguna ¿cómo se dice? demanda, como no sea una demanda de ausencia que permita seguir escribiendo.
Sea como sea, tu carta me sorprendió, no solamente sin haber terminado de leer el libro, sino también (y apelo a otra idea de LL) en el lugar equivocado Quiero decir: vos sabés perfectamente, cualquiera lo sabe que no soy un buen lector, y mucho menos un buen crítico, de poesía. Si es eso lo que estás buscando, es a otro al que deberías poner en el lugar de destinatario de tu búsqueda: ¿A Nicolás Rosa, tal vez? ¿A María Moreno? ¿A Noé Jitrik? ¿A Mirta Rosemberg? ¿A Libertella, a Martini Real? ¿A Tamara, a Liliana Heer? ¿A Lamborghini, a Fogwill, a Zelarayán, a Chitarroni, a Gusmán? ¿Y por qué no a la propia LL? ¿Por qué no confrontarla a ella con los efectos de tu lectura?
La verdad es que no sé, y no importa mucho: porque sabiendo que me buscás en el lugar equivocado, debo inferir que lo que buscás es precisamente el lugar del equívoco, vale decir vuelta al principio la correspondencia. Porque creo que coincidirás conmigo (y ambos, por lo tanto, coincidiremos con Kierkegaard, con Sklovski, con tantos que se han ocupado del tema, para no hablar de la mismísima LL) en que es un malentendido constitutivo lo único que puede sostener la ilusión de que una carta llegue a destino sin que se pierdan palabras. De todos modos, ese lugar del equívoco en el que me buscás es aquél en el que no puedo terminar, parece, de leer el libro de LL. Porque terminarlo sería, en cierto modo, serle infiel: ¿no dice ella misma que es del vacío que se espera una escritura? ¿Y no es ese vacío —ese cuerpo vaciado de imágenes, ese (cito) «estar a la intemperie de uno mismo”— lo que impone el deseo de escribir allí donde falta (cito) la ”carne de letra», la de un tesoro que —eso también lo sabés muy bien— no se dejaría atrapar por ningún canon de alcoba?
En fin, Tununa, espero que entiendas que no estoy tratando de zafar armando un galimatías con frases sueltas de LL. Para empezar, esto no se podría hacer: no hay «frases sueltas» en el libro de LL. El texto sigue una perfecta lógica, en cierto nivel es una articuladísima estructura de los verosímiles del género epistolar: la vacilación, por ejemplo, entre el tono íntimo y coloquial ligado al uso de la segunda persona, y cierta ¿cómo llamarla? reflexión (también en el sentido de «especulación», de vinculo especular pero irónico con algunos“lugares comunes del feminismo), reflexión que, si nunca tiene una pretensión universal, también desborda el «entre-dos-mujeres», con su siempre contenido impudor. Es claro que la cosa no se detiene ahí, y a poco de leer (sospecho, por lo que me decís en tu carta, que a vos te pasó lo mismo), empecé a entender un poquito mejor la trampa. Porque para aislar esa estructura, para identificar esa lógica genérica, habría que decidir, antes, cuál es el género: ¿es un poemario disfrazado de correspondencia? ¿Es una novela epistolar que respeta puntillosamente esa venerable tradición erótica (porque relaciones, las hay; y peligrosas, lo son), pero disfrazándose de colección poética? Y en todo caso, ¿por qué es necesario el disfraz?
Escribo «necesario», y de inmediato me arrepiento. Porque si hay algo explícito en el libro de LL es que no se trata de la necesidad, sino del deseo (deseo de escribir, deseo de desear, deseo de cansancio, puesto que «nada cansa tanto como desear», dice ella). Y el deseo, desde luego, sólo lo es porque se disfraza de otra cosa y no se reconoce a sí mismo. De modo que mi retórica pregunta —menuda preguntita, esa por el deseo— ya está respondida (lo que no quita que vos, Tununa, te disfraces en otra respuesta): Lo que hace LL es disfrazar la escritura de su deseo para despertar el deseo del lector de despojar a esa escritura de su disfraz, de acceder a ella en su literalidad. Deseo, por supuesto —y por fortuna—, imposible de satisfacer: despojado de su disfraz, el deseo quedaría reducido a pura reivindicación, la carta a mera comunicación, el poema a expresión sentimental, la escritura a una emisión no de carta, sino de «mensaje». Mientras que lo que aquí tenemos, Tununa —y es, al menos para mí, algo para inquietarse— es una escritura insidiosamente erótica, en el más estricto sentido bataillano de un trabajo en los límites imprecisos entre los géneros (y podés darle a este término los sentidos que quieras… o que puedas), de un juego de discontinuidades para restablecer la continuidad, de una seducción de los cuerpos por la palabra, todo eso que es, en definitiva, la condición erótica por excelencia: la ambigüedad.
De modo que —retomando, como se dice, el hilo de la cuestión— los múltiples disfraces que permiten esa ambigua existencia del libro de LL (los disfraces del deseo, pero también los de un género indecidible, y los de una escritura en diagonal dirigida a una mujer para ser espiada por un hombre), esos disfraces son, me parece, la argumentación misma del libro, constituyen —para decirlo lévistraussianamente— una «lógica de lo sensible» que es la que sostiene como equívoco, otra vez lo que pueda haber en él de inteligible.
Ellos, los disfraces, descolocan, des-localizan, una lectura que es así empujada a un deslizamiento imperceptible pero inexorable. Te remito, por ejemplo, a la carta XV, que no me voy a privar de llamar —admito que con muy pocas pretensiones de originalidad— mi metacarta, porque a través de ella he creído poder leer todas las otras (así como Sartre dice que en ciertas calles está presente toda la ciudad). Allí, en la carta XV, hay unas líneas que dicen: «y ese hombre / ahora / ha pedido una carta: / yo le escribo esta para vos / donde está ausente».
¿No te parece, Tununa, que es ese desvío de la lectura, esa discreción —en el sentido etimológico de una discontinuidad— lo único que permite hablar del amor justo en el momento en que ese bien-decir está a punto de precipitarse en algo del orden del ridículo? (también con esa ambigüedad juega LL: sabe que es fácil, demasiado fácil, desplazarse de la tragedia al patetismo). Pero es llegar justo hasta el borde y desviar la atención con el señuelo de una ausencia lo que permite sostener el deseo, y construir un estilo poético y no simplemente retórico. El libro de LL consigue eso una y otra vez, hasta el punto de hacer que el lector (quiero decir: este lector) desespere de las metáforas sin dejar de esperarlas. Y sin poder evitar sentirse, no digo aludido, pero sí concernido por esa ausencia que es la de su lugar imposible de crítico/destinatario. O, más sencillamente, por esa ausencia determinante que es el lugar de lo masculino en estos poemas epistolares dirigidos a una mujer. Por favor, relee (releete a vos misma, en voz alta) este fragmento de la carta XX:
“una es una mujer provocadora que insiste
en la provocación: frases equívocas lugar equivocado
el hombre que no es en el lugar del que no ha sido”
Seguimos, como verás, en el tópico (o mejor: en la tópica, ya que de los lugares se trata) del equívoco. Más precisamente, del desplazamiento: ¿serán eso, también, estas cartas que nos intercambiamos ahora? Y de ser así, ¿de qué estamos hablando? Del libro de LL, sin duda. Y, como corresponde a ese libro, lo estamos haciendo de una manera desplazada. Pero, desde luego, no es nada de esto lo que pienso decir en la presentación del jueves próximo (en ese lugar donde seré, seguramente, ”el hombre que no es en el lugar del que no ha sido», es decir el hombre que pueda dar cuenta, o rendir cuentas, de la lectura de LL). Me parecería una verdadera impertinencia endilgar estos balbuceos a los sufridos concurrentes. Aunque, por otra parte, si es cierto lo que dice la carta I («estar en el lugar equivocado / es a veces una provocación inútil / y haber amado / haber amado / no asegura sufrimientos durables»), bueno, ellos tendrían que poder soportar eso, ¿no? Soportar, quiero decir, la idea de que (vuelvo a citar) «a la palabra / no se renuncia / así nomás: / en el camino quedan los mejores deseos». Pero sí: te confieso que lo que estoy tentado de hacer en esa presentación es, justamente, renunciar a mi palabra para poner a prueba la tesis simétricamente inversa a la de la carta XXXVI: a saber, que también las mujeres pueden construir ficciones donde los hombres no les sean necesarios. Aunque, claro, ya nos pusimos de acuerdo (nos pusimos, ¿no?) en que no se trata de la necesidad, sino del deseo. Y en ese registro, el deseo de escribir de LL parece ser tan irresistible que la lleva, como en esos chistes judíos que contaba Freud, a construir la ficción de un epistolario erótico para hacernos creer que se trata de poesía cuando en realidad son cartas eróticas. ¿O será al revés? Sea como sea, lamento no haber podido juntarme con vos para ponernos de acuerdo sobre qué clase de desplazamientos podríamos operar en esa presentación que nos permitieran estar a la altura de las propias operaciones del libro. Aunque, pensándolo bien, tal vez sea mejor así: si LL tiene razón, no podríamos pretender lograr más que «metonimias de un paisaje de guerra», antes de que se llevaran nuestros restos.
En fin, Tununa, no sé que más puedo decirte. No sé que más quiero decirte. Supongo que tendría que decirte —si es que hace falta— que el libro me gustó, y mucho. Desde ya que esto tampoco lo voy a decir el jueves: me parece que el libro merece mucho más que esa mera opinión, impresionista. Merece una verdadera lectura, o más aún, para decirlo con Bloom, una «deslectura» que rinda homenaje a esa pasión por el malentendido que es el que le da su fuerza. Otra cosa es que yo sea capaz de hacerlo. Pero estaré allí (y nunca mejor aplicado el lugar común) como un solo hombre.
Un beso, y hasta entonces.
Eduardo