Mutación de conceptos y torsión de expectativas.

Sobre Cambiar de ideas. Cuatro tentativas sobre Oscar Terán de Omar Acha

(Prometeo Libros, 2017)
Por Gerardo Oviedo

Se nos disculpará la demora inaudita en la recensión, y acaso su costura deshilachada, zurcida y destejida entre puntadas arrebatadas de una escritura de mano alzada que sólo a ramalazos de entusiasmo y raptos de sinceramiento pudo hacerse un lugar de meditación fuera de una rutina de “investigación” y de “publicaciones” tanto más sosegada cuanto menos interesante, aunque no despojada de agobio profundo y de cierto sinsentido.

Y que lo de veras serio deba yo tratarlo así, en una suerte de temporalidad clandestina, sustraída, hurtada, birlada a numerosos y escasamente redituables compromisos de la “vida académica” –entiéndase, la de sus estratos inferiores-, es algo que en principio me aflige, y finalmente me devasta. Porque si el bajo clero académico tiene las mismas coerciones de productividad epistémica que su élite meritocrática, pero sin sus estímulos y beneficios reales o ideales, la raíz de todo está en por qué habría uno de engañarse respecto a terminar implicado en aquello que, de joven, pensó que era, en el fondo, una claudicación e incluso una farsa.

Con esta revivida sensación, que acá no escondo para nada –y que casi había olvidado de mí-, empecé a bocetar una “reseña” de un texto de Omar Acha, por sugerencia de un amigo y para honrar la fraternidad lectural y polemista a la que hace demasiado tiempo le escamoteo el cuerpo en los ámbitos de sociabilidad atinentes. Comencé con cierta templanza, hasta que perdí el trazo completamente, por momentos tembloroso, y los más, apresurado e imprudente. Mis salvedades no deben desvirtuar el hecho, con todo, de que el libro en cuestión –Cambiar de ideas. Cuatro tentativas sobre Oscar Terán- merece por lejos las ponderaciones que toda “publicación científica” quiera destinarle –y que a esta altura ya le habrán hecho de sobra-, pero es lo suficientemente valioso –presumo que el tiempo correrá cada vez más a su favor- como para que también se le arroje, con grave jocosidad, algún que otro piedrazo de lana. Desde un costado, pero todavía, quizá, pisando parte del mismo suelo.

 

I

 

En los últimos años la figura de Oscar Terán está siendo sometida a operaciones de canonización de las que nadie podría decir que son extemporáneas e injustificadas. Su concepción y hechura filosófico-historiográfica representa un capítulo fundamental del pensamiento argentino del último tercio del siglo XX y la primera –y para él dolorosamente acortada- década del siglo XXI, que algunos de sus discípulos y/o alumnos, con notoria agudeza y pericia, se están encargando de proseguir en sus propios términos, ya por el sendero de un objeto de investigación previamente iluminado por el maestro, ya por el de la reconstrucción conceptual, política y bio-bibliográfica de su herencia.

No es mera gratuidad reconocer que en el estado contemporáneo de la cultura intelectual de este país –quiero decir, no sólo del debate de las “izquierdas”-, hay armas de la crítica cada vez mejor calibradas. Las voces que se alzan en contrario quizá se empeñan en promover un único y estrecho bando en las querellas culturales argentinas, hoy rencorosamente individualizadas –enconos, rencillas, rencores, la larga y minuciosa cohorte de las ofensas personales, etc.-, aunque al cabo no interrumpidas, y que al menos no pueden dejar de conjugarse en plural. Y me refiero también a las políticas textuales. Menos evidente, a lo sumo, es que nuestra guerra hermenéutica periférica –pero es la que tenemos- asiste a contendientes interpretativos mejor o peor posicionados en el “campo intelectual”, pero pocos, muy pocos, logran que la batalla de saberes y decires sea no sólo justificada en la laboriosidad y la membresía –en el “esfuerzo”, pero también en las siglas institucionales de pertenencia, cada vez más estridentes-, sino realmente estimulante en su aporte creador y reflexivo.  Más escasos todavía son los textos agonísticos que además de enroscarnos en su propio vórtice de pulsiones y expectativas, nos introducen hasta marearnos en los dilemas de la formación y derivas de la voluntad revolucionaria y post-revolucionaria, centrándola en las peripecias de una única trayectoria vital. Artículos abarrotados de datos documentales y contextuales que no pueden ni levantar los brazos, sobran. Panfletos recios y dignos pero narrativamente estrechos, aunque no abundan, al menos aportan a la discusión pública mucho más que los primeros. Pero ensayos que golpeen arltianamente a la mandíbula sin ceder un ápice de erudición y pathos, escasean. No obstante, cada tanto asistimos, perplejos y conmovidos, a una mixtura revulsiva de saber y militancia, especialización de archivo y retórica de la acción, confluyendo en un único texto de intervención crítica.  Esto y tanto más es lo que se puede encontrar en Cambiar de Ideas. Cuatro tentativas sobre Oscar Terán, de Omar Acha.

Más que una reseña, propongo aquí un comentario de lectura –desde luego impresionista-, con algunas consideraciones al paso y otras más de fondo, excediéndome en digresiones translaticias e impertinencias varias. Evitaré en consecuencia la descripción de la estructura de un libro que el lector sabrá descubrir desde el índice mismo. Mi propósito, apenas, es circundar y atravesar –porque hablamos de un texto de múltiples planos y envíos- ciertas nervaduras fundamentales que lo atraviesan y marcan, sin que ello excluya otros anudamientos básicos del mismo. Diría que en ese entresijo epistémico-político de vibraciones vitales, encuentro cuando menos tres niveles de incidencia temática, por cierto que de distinta fuerza argumentativa y despliegue analítico: ético-estético, filosófico-político y biográfico-existencial. En su entrevero, atan y desatan cabos implicados en un denso entramado de remisiones recíprocas (y para mi sorpresa, en menos de doscientas páginas). De modo que no voy a seguir una exposición simétricamente alineada con los nudos señalados. Y si fuera admisible, en el último tramo de mi comentario me permito una derivación personal casi hasta desbarrar, aunque habilitada por la propia contextura del libro, no necesariamente justificadora de mi desmesura, cierto es también. Pero no quiero privarme de la ocasión que me brinda. Porque éste es un libro que me ha hecho no sólo pensar y releer, sino además, recordar y sentir.

 

II

 

En principio tengo de Oscar Terán una imagen de “jefe de escuela”. Es sin duda una impresión superficial, pero no del todo distorsionada. Aducir que el autodenominado “programa de historia intelectual” por él fundado o cofundado y promovido, configura, en su trabazón argumentativa crucial, una postmetafísica crítica del presente o una arqueología política de la actualidad (desplegada por medio de  precisas -en el doble sentido de afinadas y certeras- intervenciones narrativas, archivológicas y bibliográficas), sería exponerse a una serie de justificados reproches. Como mínimo, se diría que poner el acento en sus compromisos ontológicos –que son fuertes y cada vez más explícitos- antes que en sus resultados heurísticos y “contribuciones originales”, afectaría su estatuto científico, dejando en un trasfondo sus bien ganados créditos metodológicos y empíricos. Logros que después de todo están no sólo en la base de su cada vez más influyente posición en el mundo académico argentino y latinoamericano, sino que garantizan las condiciones materiales mínimas de su reproducción material -¡salarial!- en las instituciones oficiales de investigación y enseñanza. Lo que hoy por hoy no es precisamente poco. Visto de afuera, sin embargo, el tema sociológico de la legitimidad de su pretensión de hegemonía epistémico-política entre las élites universitarias argentinas –en particular de Buenos Aires- no presenta singularidad alguna o interés específico frente a los previsibles ciclos de ascenso y estabilización de otras prácticas disciplinares. Al parecer, la “historia intelectual” procedente de la “escuela” teraniana –que muchas veces Omar Acha consiente en denominar “historia de las ideas” y otras acepciones afines, desde una amplia y variable oscilación terminológica, acaso deliberada- vino para quedarse en nuestro pequeño pero intenso espacio académico sudamericano (y que las críticas pos/de/coloniales prosperen en otros laterales de disciplina –antropología, sociología, crítica literaria, estudios culturales, etc.-, y no tanto en la “historiografía”, y menos en su variante “intelectual”, merecería ya una reflexión aparte, que aquí ni siquiera rozo). Tal vez esta resistencia historiográfica a lo “pos-de-colonial-colonialidad”, etc., sea también una herencia viva de Oscar Terán, pero no sólo de él. Sea como sea, la indiferencia que muchos de los destacados miembros de la intelectual history local todavía ostentan frente a otros exponentes de un modo “anterior” y/o “inferior” –eidético, literario, nacionalista, latinoamericanista, etc.- de practicar la historia de la cultura y el pensamiento argentino y regional, revela, menos actitudes individuales, seguramente, que una lógica de la distribución objetiva de los bienes simbólicos que provee el sistema científico, donde sus denuedos de acumulación de prestigio intelectual consiguen aún respaldarse en una producción de conocimiento de gran relevancia. Ese paradigma al parecer todavía experimenta su curva ascendente por estos lares. Cubrir este hecho con un manto de silencio –por parte de quienes no participan del mismo, y en consecuencia, no son leídos o al menos citados por ciertos exponentes reputados-, antes que mezquindad y resentimiento, sería incomprensión y ceguera. Más bien lo problemático de sus sólidas y reveladoras investigaciones pareciera residir en ciertas implicancias epistemológicas, y desde ya, políticas e ideológicas.  La obra de Omar Acha se presenta en este segmento generativo como un punto culminante, y acaso como una inflexión de rumbos. Si esta torsión no es sólo una cota de rendimiento cognitivo y autoafirmación personal, sino a la vez un punto de fisura programático realmente innovador, se verá con los años. Pero lo fundamental es que pese a sus deudas con Terán –al parecer no tan adherentes-, la trayectoria de Omar Acha descoyunta, quizá desde su sistema nervioso interior, el mentado “programa”. Porque lo que hace Omar es otra cosa. Y eso es lo que me interesa e interpela. Para empezar, su condición de investigador marxista, de intelectual revolucionario, de erudito militante, de investigador comprometido, de pensador ensayístico.

Y me detengo un momento en el último rasgo señalado. Ya que comparativamente con otras aportaciones dentro del programa teórico-metodológico de la historiografía intelectual-política, se podría reconocer este efecto de reorientación –y ampliación-, para empezar, en su pretensión estética. Desde el comienzo mismo del libro apela Omar a la “prosa” de Terán como un elemento a tener en consideración. Esto también actúa en la entrada en escena de su figura de autor. A propósito, quisiera anotar un par de rasgos caracterológicos que creo son de época, pero también de actitud ética, vividos desde ciertamudanza de los dramatis personae del mundo universitario e intelectual.

Primero, no quiero pasar por alto un dato para mí clave de este gran intelectual argentino que es Omar Acha. Su obra es también un resultado prodigioso de la Universidad Nacional y Pública en lo que respecta a un joven procedente de los sectores populares del conurbano bonaerense, que logró doctorarse entre “Puan” y Paris, y de allí emprender una sólida carrera. En la coyuntura de la hora, quisiera reafirmar, pues, el hecho de que este autor, junto a sus cualidades y virtudes intransferiblemente personales, a su vez acredita la formación de la Universidad de Buenos Aires, en general, y de su Facultad de Filosofía y Letras, en particular. Puesto que es nuestro modelo de educación superior, inclusivo y de calidad –con todas las limitaciones e inconsecuencias que se quiera- la que finalmente ha hecho de un joven “de inexorables simpatías peronistas en La Matanza plebeya y obrera” (p.177), como el propio Omar se auto-identifica, un investigador sobresaliente que, por si fuera poco, incide críticamente en la esfera público-cultural en carácter de ensayista descollante.

El Eros agonístico que rezuma el pensamiento de Omar Acha –cuya obra extensa no transitamos con la exhaustividad que merece, pero que al menos desde una parcial dedicación, hemos leído/aprendido con fruición-, amén de todos los laudos que está destinado más temprano que tarde a obtener, no merece rebajarse sin más a espécimen aventajado del Homo Academicus periférico. Pues es digno de mencionar también cierta aversión, o al menos prescindencia, de las imposturas y engolamientos –lo siento así en Omar- que muchos de nuestra generación, en tanto docentes y directores, infligimos lo menos posible a los subalternos universitarios (estudiantes, adscriptos, becarios, ayudantes, etc.,) a diferencia –por qué callarlo- de la vanidad aristocratizante de muchos de los viejos maestros. Sus discípulos, básicamente, en general carecen de la pose intimidante de mandarín académico –en ello la Universidad Pública de masas finisecular ha hecho lo suyo-, a favor de una sensibilidad democrática y aun plebeya, que entiende que la mostración de la capacidad intelectual –por lo demás, cada vez más colectiva y diversa, incluyendo la fundamental cuestión de género y desde luego no sólo en términos cuantitativos- ya no requiere tanto del currículum megalómano y menos de la impostación histérica de una personalidad de culto, casi siempre masculina, que se hace admirar a la vez que temer. Todavía veinte años atrás, alguien de los méritos de Omar Acha se hubiera comportado como un “genio” (¡pero “genias” y “genios” hoy son todas y todos en el mundo de la investigación!), en el sentido estereotípico pero no mendaz de una brillantez colérica, presuntuosa o inaccesible. Si no era el caso de Terán, está visto que mucho menos lo es el de sus discípulos o viejos alumnos. ¿Acaso el actual igualitarismo plebeyo y desde ya populista de la presentación personal despojada –para nada abstraído de la autoridad sapiente que al cabo nadie niega a los colegas, más allá de que algunos (y no sólo ya “los viejos”) persistan todavía en cierto vedettismo del hacerse notar, sobre todo en Congresos, en condición de jurados, etc.-, decía, no significaría esta des-jerarquización una señal para nada sobreactuada, que identifica también a la cultura universitaria nacional y pública argentina? Por poco que se valore ni practique de modo unánime una auténtica horizontalidad colectiva, o siquiera una actitud desuncida y sin fingimientos entre pares –no sólo de lectura sino de escritura-, creo que se trata de un rasgo igualitarista y en ocasiones fraterno de los universitarios argentinos, difícilmente equiparable incluso en el propio Cono Sur, y pienso concretamente, por ejemplo, en Chile y en Brasil, culturas académicas mucho más jerarquistas que la nuestra, todavía. Ademán plebeyo nacional del que no quiero para nada despedirme, en vistas de los tiempos que corren (y de cierto elitismo acaso menos residual que defensivo de algunos que permanecen, tras el tendal, en los organismos públicos de investigación, habiendo ingresado en la mayor época de admisión democratizadora del sistema científico-académico argentino, al menos visto desde afuera).

Lógicas curriculares y dramaturgias del yo aparte, es hora de reconocer que la obra de Omar Acha será considerada, acá nomás en los años, como una de las máximas aportaciones del pensamiento argentino y latinoamericano del primer cuarto del siglo XXI, y si las fuerzas lo asisten, de su primera mitad, sin omitir los antecedentes juveniles finiseculares de la pasada centuria.  Principiando por ser reconocido como uno de los ensayistas argentinos más creativos y productivos de la actualidad, y junto con ello –la insistencia no está de más- como uno de sus mayores filósofos políticos. Aserto de nuestra parte para nada destinado a generar consenso dentro de los límites menos que estrechos de la profesión, carrera o lo que fuera desde la perspectiva externa del campo. Por si fuera poco, Omar Acha cuenta con el capital simbólico más preciado y escaso: la admiración sincera de los colegas. Pero para un intelectual que no extingue de sus objetivaciones textuales el conatus de la épica revolucionaria –algo que se lee menos en la letra publicada que lo que el aura de una vida intelectual va posando como una capa de resplandor débil pero persistente a su paso-  todo esto que vengo diciendo debe ser lo de menos.

En cualquier caso, la autocomprensión de Omar Acha como practicante activo de la “forma ensayo” representa, al menos desde mi perspectiva de lectura, una de sus máximas apuestas hermenéuticas. Es cierto que no se trata de su gesto herético más determinante respecto a las grillas protocolares de un modelo de investigación –la “historia intelectual” o en general la historiografía crítica de las ideas- que despliega sus cogniciones a la vez que en el plano historiográfico, en el plano filosófico y en el plano político. Articulación de niveles argumentativos y prácticos, valga la reiteración, que a esta altura se le negaría sólo de persistir en presuntas autonomías disciplinares cada vez peor justificadas. Lo novedoso en el enfoque teórico-historiográfico de nuestro autor es que desde el principio nos envía a la llamada “batalla de los géneros” en la tradición ensayística latinoamericana, sin rodeos narrativos ni bibliográficos, sino como una práctica encarnada y desde ya militante. Disposición programática contenciosamente enunciada en la referencia prologal a Alfonso Reyes, pero acreditada sin desmesura alguna en sus finas intersecciones semántico-categoriales. Desconocer que este perfil de “historiadores” –más allá de tal o cual  titulación de base- son en rigor teóricos políticos que inscriben sus cargas de investigación en el Pólemos conceptual del presente -repito una última vez-, es sencillamente no comprender la real amplitud, diversidad y desde luego riqueza del estado de la discusión filosófica contemporánea argentina –puesto que la filosofía internacional o en particular franco-germana se hace aquí cada vez mejor y sin problema de conciencia alguno-, y aún en América Latina, o cuando menos, en el Cono Sur. No debo ser el único que lee a estos historiadores intelectual-políticos como productivos filósofos argentinos (además de Omar, podría mencionar, como mínimo y notoriamente, a José Elías Palti). Tampoco debo ser el único que rechazaría cualquier pretensión de hegemonía epistemológica e institucional, si alguno de ellos la entablara a partir del mentado research programme de la intellectual history, cuya inspiración en Terán no es precisamente para tomar a menos.

Suspicacias aparte, no creo inadecuado insistir en señalar que el “programa de historia intelectual”, que tuvo en Terán un protagonista eximio, deviene, en sus exponentes más descollantes de la actualidad, mucho más que una postura historiográfica. Pues como también dijimos, configura un paradigma teórico de reflexión crítica, tanto filosófica como política y social. Las intenciones sistemáticas de sus construcciones analíticas y conceptuales, en consecuencia, no deberían tardar demasiado en hacerse enérgicamente presentes en la escena filosófica contemporánea de nuestra región –quiero decir, empezando por nuestras provincias y siguiendo con nuestros países continentales-, con productos desde luego nada candidatos al fracaso. Si esto no sucede, no debería atribuirse a límites teóricos inmanentes, sino tal vez a inhibiciones y constreñimientos  procedentes de las exterioridades jerárquicas del propio campo intelectual local. En cualquier caso, no hay indicios de ello, al menos que resulten perceptibles desde los márgenes interiores de ese mismo campo. Más bien lo contrario. Pues quienes conocemos demasiado bien la débil o nula repercusión de nuestros estudios, incluso en cercanías de generación y afinidad temática, no podemos menos que admirarnos ante la capacidad de generar orientaciones y pautas por parte de un modelo de lectura que en absoluto ha agotado sus potenciales interpretativos y axiológicos, y cuyas próximas oleadas de practicantes cosecharán idénticos réditos de productividad cognoscitiva y reconocimiento institucional. Menos admiración, tal vez, despierten sus alineamientos estrictamente políticos, que si los unos se estimulan todavía hoy con los cruces -tan latinoamericanos- entre populismos y marxismos, y los otros, con el rompedero de sesos que implica descifrar la inminencia del instante apocalíptico profano que daría vuelta toda continuidad temporal homogénea de una vez por todas y ya para siempre, acaso encuentren allí la nuez de una senectud creadora que todavía se halla muy lejana. Pues lo que está a la vista es que la “filosofía argentina” recobra impulsos de historiadores contextuales antes que de comentaristas y traductores de “fuentes” occidentales –que los hay muy buenos, también hay que decirlo-, y no sólo desde ahora.

Mientras, cómo negar, claro, que esta percepción seguiría formando parte de un diagnóstico trazado con maestría por el propio Oscar Terán. Me refiero al dictum respecto a que en nuestro país, gran parte de las polémicas filosóficas de verdadera densidad epocal transitaron por fuera de sus sedes académicas de referencia. Pero este juicio no dejaría de ser, igualmente, secreción de una imagen parcial, toda vez que fuera el propio Terán quien restituyera cada vez que quiso los derechos del género ensayo –siquiera menos “libre” que en sus variantes literarias y políticas extra-académicas-, aun medido en sus relevantes y no siempre apreciadas producciones filosóficas. Valoración afirmativa de la filosofía académica argentina del siglo XX que Terán, se diría, retaceó todo lo que pudo –más allá de reivindicaciones calculadamente reticentes de Astrada o Luis Juan Guerrero-,[i] con una renuencia tan coherente que alguien como José Fernández Vega supo advertir, extrayendo casi todas sus consecuencias semánticas, francamente como el reconocimiento cifrado de la primacía retórica una “poética de ideas”[ii] que está visto que sigue siendo, hasta hoy, la gran credencial del género ensayístico argentino. Cuya práctica y cultivo, pese a todo, ya es parte interna y activa de la propia vida intelectual académica, y en un sentido más abarcador y profundo, de la cultura universitaria.[iii] Y el libro de Acha no es precisamente prueba de lo contrario. Y de veras creo que es un indicio venturoso el hecho de que el ensayismo cunda en la propia cultura universitaria, no meramente porque ésta la sirva de cobertizo paralelo y propagación reptante, sino por la nada inverosímil posibilidad de que en un futuro quizá demasiado cercano, se la encuentre ya totalmente subordinada a la dictadura legítima de una nueva élite neocientificista –bien segura de sí en el dominio de los protocolos de investigación y grillas de “evaluación”-, que ya no le consentiría cultivar flores raras, y menos, galopar a gusto sobre las floridas praderas que forman los saberes todavía sin parcelar o dejados en barbecho.

La disposición anti-metafísica de Omar, que no me entusiasma para nada a la vez que me parece perfectamente comprensible desde sus posturas últimas, no me impide tampoco apreciar admirativamente su potencia de pensamiento. Como crítico ensayístico que dispone de todas las competencias y destrezas que exige la alta academia cosmopolita, Omar no es concesivo con la lengua despersonalizada del informe científico, prefiriendo entregarse a las potestades polemistas de la escritura de intervención política y moral, dramáticamente flexionada sobre las preguntas fundamentales de nuestro presente. Esa poderosa síntesis entre apelación al arte prosístico latinoamericano y saber académico occidental -para nada intimidatorio-, se diría que no tiene parangón, ya que, al menos en la Argentina, extremar unilateralmente, o bien el aparato crítico políglota, o bien la poética reflexiva localizada, se presentan como caminos al cabo más seguros, si no interceden demasiado entre sí. La mezcla –como en los explosivos- es siempre lo más inestable y peligroso. En esta inmersión del especialista académico autorizado en el espacio público de discusión, el de Omar Acha es tal vez un caso único, no tanto por la deliberada miscelánea de competencia idiomática, conocimiento docto, lírica existencial y retórica militante -frecuente en otros pares generacionales-, cuanto por su sostenimiento en una obra dotada de una consistencia inusitada. Para ser más claros: sustentada en varios libros. Vaya consecución ante el proceso inexorable de racionalización burocrática del sistema científico –conocido de dentro por el propio autor- que hace ya demasiado tiempo colonizó la cultura universitaria humanística, cada vez más dominada por la tiranía amable del “artículo” –que si es si “arbitrado ciegamente”, resulta calificado mucho mejor que el “mero” libro, sobre todo si éste es un ensayo independiente, y sé de lo que hablo-, término que en nuestro idioma es mucho más nítido, en su poder de control epistémico, que el acaso premeditadamente más aligerado y vago de paper, intercesión del inglés global mediante. Seguramente es su opción por asumir los riesgos del ensayo argumentativo lo que lo preserva a Omar del urgido honor del archivismo microscópico –que a veces consume la energía del investigador sin dejar de agotar la paciencia del lector-, cultivado por cierto estilo positivista que también es calurosamente cobijado en algunas franjas de la práctica historiográfica local, incluida la de izquierdas, ¡y también la ensayística! Por todo esto es que me parece que lo inusual de la escritura de Omar reside en el despliegue simultáneo de una “prosa de ideas” que, si jamás es impune ante las “fuentes”, a la vez no pierde densidad teórica y pathos existencial.

Y a todo esto, en este ensayo, ¿asistimos a un magistral e intrincado parricidio? Si es que los modos de la ascendencia intelectual son siempre, antes que celebratorios tributos a la paternidad, más bien cifradas gratitudes de la autonomía. Pero entro ya en las consideraciones sustantivas.

 

III

 

Visto desde una perspectiva de conjunto, advierto en este poderoso libro de Omar una suerte de doble hilo conductor profundo, a veces cubierto de oleaje, otras, emergido de torso entero. Una forma expeditiva de expresarlo es que Omar Acha embiste el postmarximo progresista de Terán en todos los frentes y flancos que éste pueda ofrecerle. Pero con un autor como Omar Acha, nada es tan nítido ni previsible. Empezando por considerar que “postmarxismo” y “progresismo” no son nociones intercambiables ni solapadas entre sí.

Para empezar, digamos que Omar Acha inscribe el legado de Oscar Terán en el tópico de la “crisis del marxismo”, lo que le valdría ni más ni menos que su visibilidad intelectual, moral, política e ideológica. O sea que el convencimiento de que la herencia de Terán debe administrarse –apropiarse, disputarse, fagocitarse, etc.- sobre la discusión de la crisis del marxismo, es una postulación rectora de Cambiar de ideas. Acaso esta evaluación insinúa que la producción de Terán es menos interesante por sus resultados cognoscitivos en sí mismos, que como síntoma de época.  De una época de derrota. El trasfondo de la voluntad desarmada y los virajes teóricos “post” que, si no la excusarían de sus fracasos, al menos la absolverían en sus intenciones, se nos presentan en tal modo como socavamiento y remoción del politeísmo axiológico (“pluralismo”) al cabo republicano que, en bajo continuo, sería uno de los dos sustratos fundamentales del libro. Entonces el problema a estudiar no sería tanto “la obra” de Terán, cuanto más bien el pasaje de su marxismo –experimentado como compromiso orgánico con la estrategia foquista a partir de la dictadura de Onganía y su posterior deriva nacional y popular-, hacia su postmarxismo socialdemócrata, por último. Asistimos, pues, a un libro –como otros de este prolífico y brillante autor que es Omar Acha- sobre el marxismo argentino, fragmento ínfimo del marxismo mundial. Pero esto es sólo una impresión de lectura. Yo haré de cuenta, con todo, que es más bien un libro sobre un intelectual argentino llamado Oscar Terán.

Dicho esto –que no es lo importante-, también percibo que entre las numerosas y a la vez potentes claves de lectura que aporta este libro sobresaliente, hay un diagnóstico general sobre lo que sería el progresismo argentino que, en rigor, pareciera sonar como el otro bajo continuo a lo largo de toda su tan bien informada exposición. La segunda hipo-tesis que pareciera recorrer su narrativo bio-bliográfica e histórico-epocal, entonces, sugiere que una falla decisiva del progresismo político estriba en la debilidad, o inconsecuencia, de su crítica de las izquierdas durante el siglo XX. El progresismo, en fin, no habría devenido en una necesaria nueva izquierda, por estar demasiado apegada a los valores de la vieja izquierda, del que al cabo sería uno de sus avatares internos.

Esto significa que Terán no cuestionó lo que difícilmente sería negado como un patrimonio políticamente compartido por el progresismo izquierdista y aun populista: la democracia parlamentaria y la partidocracia legal, la centralidad de los derechos humanos como eje central de la moral cívica, y la aspiración moderada a la redistribución del ingreso en tanto resto crepuscular y quizá incluso negociable de las aspiraciones de cambio social radical. Progresismo e izquierdas, acusa Omar Acha, fueron incapaces de impugnar la sociedad capitalista y la política tradicional, dejando intacta la institución de la propiedad privada de los medios de producción, legitimando por consiguiente la existencia de las clases sociales; de la extracción de plusvalor absoluto y relativo, para decirlo más técnicamente. Sí, en cambio, el progresismo se desgranó en la falta de acuerdo generado por las inconciliables diferencias frente a las cuestiones del populismo y del republicanismo; estrategias alternativas –y alternantes- del reformismo de Estado. Pese a que, a la larga, lo que primó fue el republicanismo en el progresismo intelectual (pero ya se ve hoy que mucho menos en el poder del Estado). Este progresismo de profesores e investigadores –algunos con llegada a los medios de comunicación de masas- quedó, así, escindido entre una izquierda peronista que tendió a sublimar la emancipación en el Estado y en un liderazgo fuerte, y una izquierda postmarxista que propiciaba un Estado activo pero sometido a controles más férreos por parte de la ciudadanía, alentando una descentralización de la decisión. El consenso de fondo e incuestionado, apunta sarcásticamente Omar, es que estos intelectuales, neopopulistas o postmarxistas, anhelaban por igual ser consejeros del Príncipe.  Parece que no fue el caso de Terán.

Junto a este rasgo que no habría por qué pasar por alto, Omar Acha aclara que el Terán postrevolucionario mantuvo, con todo, un temple anticapitalista, no obstante suavizado en los términos de una demanda de justicia social como contraparte indispensable del Estado de derecho y de las instituciones republicanas. En este contexto, no es entonces subestimable el hecho de que sea el propio Terán quien confronte su legado de joven insurgente con el “trágico fracaso del proyecto revolucionario de los sesentas”. Que el viraje foucaultiano tenga este origen es lo de menos, porque hubiera podido tratarse de un vuelco en cualquier otra dirección teórica. Por ejemplo y concretamente: con la “segunda generación” de la Escuela de Frankfurt. Pero como suele suceder en la Argentina, primó el progresismo de la francofilia filosófica. Consecuente en lo filosófico con la propia herencia argentina del siglo XX, por cierto también, Terán optó por el ideal de la libertad solidaria, pero ya sin la mediación de la violencia anti-capitalista como la metodología de cambio social partera de la historia. Con lo que Terán pudo perseverar en la denuncia del capitalismo, menos como sociedad de explotadores que como “sociedad de normalización”. Claro que esto implicaba enredarse en una maraña teórica con demasiados cabos sueltos. Flanco que, por ejemplo, alguien de una lucidez tan afilada como la de José Sazbón no dejaría, en su momento, de señalar agriamente y yendo directamente al hueso. Al viejo pero duro esqueleto del materialismo. Ese forcejeo argumentativo, sin embargo, no condujo necesariamente a una recapacitación –y menos a una capitulación- por parte de Terán. Quien, en fin, ya había cambiado de ideas.

Se entiende así que Omar Acha admita que el “pensador errante” que fue Terán cultivara, según sus propias palabras, un escepticismo básico, que no debe ser confundido con el nihilismo posmoderno ni con el agotamiento de la pulsión política. Su lúcido comentarista acepta que lo que Terán intentó comprender es cómo es posible ser un intelectual de izquierda una vez desbaratadas las garantías de la Verdad, la inexorabilidad de la Historia y la perfección absoluta de la Revolución. Una vez caído el “proyecto totalizador”. La alternativa debilitada fue la práctica de una historia de las ideas acorde con –según palabras de Terán-, la fusión jubilosa entre libertad y tolerancia dentro de niveles progresivos de justicia social. De este modo, Omar Acha da cuenta de una cuestión teórico-política crucial, cuando precisa que en los comienzos de los años noventa Terán abogó por una izquierda intersticial, que sostuviera su actitud crítica sin un centro organizador del todo. Ya fuera ese centro la teoría, el Estado, la clase, el pueblo, el Partido o el/la Líder. Terán no estaba dispuesto a ceder terreno en su identificación socialista, a sabiendas de que la suya era una definición débil.  Eso era reconocer mucho. Sin embargo, nunca demasiado, si se trata de dar explicaciones de por qué alguien ya no es “de los nuestros”, no por traición, sino por un cambio de ideas. El caso es que para Terán, la meta del socialismo encajó con la vindicación de la justicia social, pero también de la libertad individual, el deseo y la diferencia. Y ello pese a que un socialismo moral ya no podía o quería disimular la ausencia de inquietudes radicales otrora más sustantivas.

Efectivamente, si bien podía aceptarse el criterio que distingue entre una izquierda social anclada en demandas materiales por defender, y una izquierda ética que formula sus opciones sin identificarse con un sujeto o soporte donde fundamentar una contestación antisistémica, con todo, Terán no se refugió satisfecho en ese aparente nuevo hogar crítico, por cuanto tal abrigo habilitaba una interrogación ulterior. Qué pasa cuando la izquierda intelectual ya no representa intereses –de clases oprimidas- sino moralidades –de individuos autorales-. Pregunta propia de un intelectual como Terán, cuya pulsión filosófica sin pretensión de sistema acompañó un quehacer historiográfico cada vez más autónomo. Como sea, Terán supo “descartar el marxismo como un saber inadecuado para la Argentina”. Más a la corta que a la larga, explica Omar Acha, “Terán devino socialdemócrata pues consideró al marxismo totalista incapaz de reflexionar productivamente sobre nociones de democracia, de política y de cultura, sin que estuvieran determinadas de antemano por otra racionalidad ante la cual podían (e incluso debían) ser sacrificadas”, habiendo comprendido hasta el estremecimiento horrorizado que el “marxismo como consagración de la totalidad –escribió- había sido solidario con una palingenesia totalitaria que trituró demasiados cuerpos en nombre de la emancipación”. Empero –se lamenta Omar- al “descomponer la experiencia en una diversidad opaca –Terán no se fatigó de ironizar respecto de la liviandad con que referirnos a ‘lo real’- se derrumbó una impugnación global de la sociedad históricamente forjada en el tiempo capitalista” (p. 81).

Esta última observación exhibe que lo que le preocupa sustantivamente a Omar, por cierto, son otros asuntos más graves que los de un mero quehacer historiográfico, por esforzado y obsedido que éste se autorice frente a sus pares disciplinarios. No, éstas son labores menores, ni siquiera excusables si algún dique acumulador de la temporalidad subversora se rompiera y lo inundara todo de exigencias activistas ultimadoras, otra vez. En la palabras de Omar se insinúa, por ejemplo, que una arqueología del “tiempo capitalista” es un tema más relevante y determinante que el de registrar tal o cual constelación letrada local, por minuciosa que esta labor fuera. Son observaciones laterales, pero yo creo que los investigadores detallistas, sobre todo aquellos que creen que con datos y más datos justifican su “posición en el campo” con su consiguiente escalinata de ascensos y ascendencias, han de acusar recibo de las diatribas contenidas de Omar.  Es que en este tipo de cosas Omar es a la vez duro y sutil, severo e irónico. Porque –si se leen todas las líneas y entrelíneas- a cualquier “investigador” de la “cultura de izquierdas”, Omar no deja de exigirle, por ejemplo, que confronte la dificultad que entraña la posibilidad de repensar el marxismo en un escenario posthegeliano, quizá incluso –pero sólo sospecho- post-jovenmarxiano, y que además lo haga sobre las respectivas herencias locales. Porque él mismo lo hace lo y lo seguirá haciendo. Les solicita –a veces apelando al apóstrofe- que asuman que las estrías de fuga que se suceden y acumulan tras el abandono del momento de la totalización, y el estallido en series discursivas horizontales -o en un “pueblo de modelos”- de aquello que se había imaginado como una compacta esfera de Parménides, es también la dilución de cualquier “centro” de referencia. Claro que esta alegoresis se centra en Terán. Pero rebota y pega –lastima- en los pares marxistas de Omar.

Porque su proyecto político-intelectual y su concepción historiográfico-filosófica nos permitir asistir a la arquitectura carnal de una acción revolucionaria, empero, ya sin un telos sustantivo ni inminencias acontecimientales. Toda apelación a la “contingencia” se lo impide. Yo sólo advierto, con todo, que la insistencia sobre lo contingente, si se toma en serio, socava cualquier piso y tuerce toda pared. Si ello se acepta hasta sus últimas consecuencias, ningún problema. Hasta que un Pampero de contingencia se lleve consigo hasta el propio “marxismo”. Pero si como sucede con algunos autores, en medio de sus bramidos contingencialistas, no dejan que nada haga tambalear su pilar de verosimilitud, hasta transformarlo incluso en una sólida caseta de vigilancia de ya no sabe uno qué episteme “crítica” o aun “arqueológica”, ello me parece admisible como ademán retórico, pero ontológicamente un simple truco. Claro, entre bueyes no hay cornadas, y hay que preservar siempre el secreto de la ilusión ante el público (empezando por los “alumnos”, si de grado tanto mejor). Por eso no avanzo más en esta línea. Nada más creo que cuando se usa la dicotomía esencia/contingencia como un arma arrojadiza de la crítica ilustrada anti-sustancialista –en fin, antiaristotélica-, se podría ser un poco más cortés con los “esencialistas”, y no andar todo el tiempo pisándoles el poncho.  Por eso “contingencia” es un término de intención postmetafísica e incluso antimetafísica que utilizo lo menos que puedo. En fin, porque le temo. Dicen los que pasaron por terremotos que no hacen chistes sobre temblores. “Cuando pase el temblor”, cantaban los Soda Stereo. Pero la tierra que anda y se levanta sigue temblando bajo nuestras suelas, si uno fuera capaz de oír, antes con los pies que con los oídos (que desde luego pueden seguir escuchando “la más maravillosa música”), su tronar de preparativos. De tanto en tanto. Entre contingencia y contingencia. Claro que  para Terán, declinar estos juegos metafóricos sería jugar con fuego.

 

IV

 

Quizá no sólo por haber concertado ninguna forma de populismo, en la visión de Omar Acha, Terán es un significante con que abarcar aquello que los más jóvenes, sobre todo, ya no debieran ser. Hay aquí un ajuste de cuentas filosófico que yo no tomo a menos. Terán advirtió que el “marxismo”, por sí solo, ya no podía oponerse como instancia superior ante una estrategia radicalmente des-centrada de pluralismo teórico. La intercesión de Foucault hizo estragos. No habría ya derrumbe del orden burgués autoritario en América Latina. Su dependencia ya no pudo ni deducir ni persuadir. Y si la vía foquista perdió, con el fracaso de la vía revolucionaria vanguardista, no sólo sus pronósticos, sino su base conceptual a la vez que su legitimidad activista, semejante desmoronamiento teórico-práctico no tenía por qué arrastrar, a manos de la reacción, tantas vidas a su paso. Cómo negar eso. Otro problema distinto es el de cuestionar el sentido del fundamento ontológicamente con-céntrico en el que reposaba la idea revolucionaria misma. Por eso me corro del centro del debate que propone Omar y tomo un desvío, también salido de su libro.

Haciendo un uso muy libre de la noción de “centro vital interno” de la obra de arte (pues el ensayo de Omar es también un resultado estético, insistí ya al principio), concerniente al método del “círculo filológico” de Leo Spitzer, por de pronto me voy a detener en una cuestión un tanto lateral. Me refiero al debate entre Terán y José Sazbón sobre el posmarxismo a inicios de los ochenta (que en el libro ocupa, sumando, poco más de cuatro carillas, mucho menos de lo que la lectura debe sobrellevar en relación a la presencia decisiva de Foucault, por ejemplo), en la medida –escasa- en que esta mención me habilita asumir, posteriormente, el riesgo de una digresión íntima que, sin embargo, no se aparta de un nervio crucial histórico: el desgarrador desprendimiento subjetivo, afeccional y espiritual, del marxismo en tanto “teoría total”, experimentado en todo su pathos decadentista como “crisis”, a la vez colectiva e individual, temporal-objetiva y durativa-interna.

“El ensayo de Sazbón, un texto severo e irritado, comprometió una definición en el ambivalente postmarxismo de Terán”, constata Omar Acha en relación a una discusión tenida por ambos en Punto de vista a comienzos de los ochenta. De acuerdo con la dura recusación de Sazbón, Terán se apresuró a desestimar la relevancia teórica de la tesis engelsiana de la  “última instancia”. Según su férreo objetor, Terán no habría advertido que aquí hay cuestiones filosóficas de fondo que exceden la discusión exclusivamente marxista, ya que esa categoría repercutía en cuestiones de política cultural y de cultura política. Negar la “última instancia” económica o material implicaba rechazar toda una época de pensamiento y un ethos crítico de orientación de la praxis. Terán, en fin, rebajaba miserablemente todo el marxismo a una tesis de Engels. Lo que es peor, esta sinécdoque -de oscuras motivaciones foucaultianas- se valía de la “convicción de que ‘un saber inarticulado, prenocional, sincrético’, ofrece mejores títulos que los en apariencia devastados raciocinios asociados a la obra de Marx”, según glosa de Acha (p. 66).

José Sazbón –figura a la vez retraída e imponente- sabía demasiado bien que el lenguaje categorial procedente de Foucault, Derrida, Deleuze o Lyotard, no era menos enigmático e inaprehensible que la despreciada “última instancia”. Pero, claro, ¿qué objetivismo analítico superador aducir frente a un desplazamiento categorial y lexical semejante? Quizá después de todo Sazbón tenía razón, porque el relevo foucoultiano ya no podía justificarse en términos de progreso de inteligibilidad teórica alguna. ¿No sería que el problema era ético antes que “teórico”? Como sea, el pluralismo conceptual teraniano carecía para Sazbón de toda fundamentación seria. Terán, tratado como intelectual a la moda, sería también una suerte de oportunista filosófico –no son palabras de Sazbón-, ya que –éstas sí son sus palabras- “aprovecha las evidencias del empirismo abstracto y las ventajas de la incertidumbre teórica”. Omar Acha precisa que la réplica de Sazbón suponía la misma idea del marxismo que tenía Terán, “sólo que invertía el signo de la evaluación teórica”. Pero andarse de inversión en inversión es una operación joven-hegeliana de izquierda en la que Sazbón, tanto como Terán, eran –precisamente desde jóvenes– consumados expertos. Entre eufemismos recíprocos, y convenientemente descartado todo recurso “a un plano metafísico, a un insondable arcano del fundamento” –precisa, receloso, Omar Acha-, por parte de ambos contendientes de una lucha sostenida sobre el mismo suelo de referencias textuales últimas –bibliotecas universitarias epocales al cabo compartidas bajo sus mismos fatigados párpados de estudiosos brillantes y revolucionarios desvelados-, no pudieron ya convocarse en torno a la encrucijada donde “la convergencia de iniciativas revolucionarias en el punto de mayor resistencia” -cuya topología todavía Sazbón pretendía despejar y señalizar- se hacía trizas contra un “constitutivismo sin sujeto”, desarticulado entre las fuerzas centrífugas y diseminadoras, o acaso, descentralizadoras y federalistas, del poder y del deseo.

¿Acaso Sazbón percibió en Terán un cripto-anarquismo republicano, para colmo, sospechosamente combado hacia al “problema” de la nación, antes que un más tolerable democratismo socialista, humanitario y cosmopolita, al cabo surgido del mismo tronco marxista, más no sea como un famélico brote? ¿Explicaría ello su “irritación” de marxista universalista, de internacionalista emancipatorio? Inmediatamente a 1983, entonces, ¿cuál eran las posiciones de “última instancia” de Sazbón y de Terán ante el Estado nacional? Claro que me pregunto esto en voz alta. En todo caso, Omar muestra con exactitud que “Sazbón subrayó que Terán no iba demasiado lejos con su pluralismo pues se abstenía de avanzar hacia las costas más radicales de una renuncia a la composición de cuadros históricos sobre la formación del Estado, la nación o las ideas”, cuando en verdad, “ese era un corolario inexorable para quien asumiera las consecuencias de sus dichos y la eficacia vinculante de sus razones”. ¿Qué quiere decir esto? Leemos que la “dificultad no descansaba en la sustitución, sino en una inexpresada clausura definitiva del marxismo, justamente en un momento histórico en que sus potencialidades críticas <<comienzan a vislumbrarse en el país como un efecto más de la recuperación de la sociedad civil frente al autoritarismo clasista del discurso y el poder>>”, mientras que, “obnubilado por las tendencias ‘post-68’ francés en París, según Sazbón, Terán desechaba la vitalidad de la investigación marxista”, y, en fin, incurría “en el cuestionamiento de las categorías centrales de la tradición teórica originada en Marx”. Que pareciera ser también el problema del propio Omar Acha. La cosa es que Terán, asumiendo cuanto podía que el exterminio de “los cuerpos de tantos marxistas junto con las doctrinas que sustentaban”, era un punto de partida ineludible e inexcusable, no quiso dejar de pensar –y lo que es más importante, de comunicar públicamente- que el “marxismo tenía su parte en la negación del valor de la democracia, en la imposición del imaginario de una revolución refundadora y mesiánica”. De modo que si “para Terán la ‘crisis del marxismo’ estaba comprometida con la crisis del ‘socialismo real’, un pluralismo postmarxista mantenía afinidades con un <<socialismo pluralista también en la teoría>>” (p. 68). Lo cual, para un revolucionario consecuente –Sazbón, Acha, etc.-, parecerá siempre demasiado poco.

Omar nunca lo dice con dureza, pero frases del tipo: “caían ante el nietzscheano filosofar a martillazos que demolía el edificio marxista y su presunta <<base>>”, para referirse a la manera que ante la vista de Terán se derrumbaba lo que no era precisamente el capitalismo, son lo suficientemente transparentes –incluida su insistencia- respecto a una imagen tácitamente reduccionista y aun rebajadora del pensamiento de Marx y sus herederos. Salta a la vista que en ello Omar Acha  está mucho más cerca de la posición de José Sazbón que de la de Terán. Y se trata de un problema teórico y práctico fundamental, porque también marca el punto de viraje de Terán hacia Foucault. Me pregunto si esta metonimización del marxismo no era también una cuestión estratégica en Terán. Mi parecer –pero esto ya no surge tan claro del libro de Acha, aunque quizá sí de ciertos textos de Terán- es que no es sólo un problema teórico-político lo que está en juego en esa sobresimplificación acaso calculada, sino también una cuestión moral. Es como si en vez de manifestar un repudio ético por aquello que fue “su saber”, y que difícilmente traspondría la dimensión subjetiva de lo que es una experiencia vital, siempre y necesariamente, histórico-colectiva, venir a socavar un fundamento conceptual –y aquí nada más adecuado que ir a la “base”, a la Unterbau– parece una forma de recapacitación metanarrativa que no sólo preserva su propio pasado del abismo solipsista de la culpa, sino que evita el enjuiciamiento global, precisamente, de un entorno epocal y de una imagen del mundo, tallada “a sangre y fuego” (Enzo Traverso dixit) entre Marx y el Che.

Digamos que “intelectualizando” antes que “moralizando” los dilemas y perplejidades del  “espacio de experiencia” –en el consabido sentido koselleckiano-, de la legitimación marxista y populista de la lucha armada, en particular de la vía foquista, Terán evitó, por caso, ser el causante del tipo de debate ético-metafísico y teológico-político que suscitó la trágica y homilética carta de Oscar Del Barco. Discusión sobre la responsabilidad existencialmente originaria a la que Omar no le atribuye el espesor ético singular que muchos creemos que posee. Sobre este trasfondo normativo no logro disipar la impresión de que la remoción de la idea de “última instancia” funcionaba en Terán como una construcción alegórica de incidencia ética  –también un modo retrospectivo del “huir” y conjurar una determinada experiencia- y no sólo como una operación analítico-categorial de consecuencias tácticas y estratégicas. Pero esto no es ninguna “hipótesis” de lectura, reitero, sino una mera especulación, desde luego extremadamente personal, sobre la retórica trágica teraniana. En cualquier caso es Omar Acha quien advierte que “el nietzsheanismo de Foucault se tornó crecientemente incompatible con las reflexiones filosóficas en Terán sobre una ética de la historia y la memoria” (p. 109), del mismo modo que aquél hubo de subsistir, en su última fase vital, “como interlocutor a veces de un ‘activismo pesimista’, de una ética libertaria o de un hedonismo gozoso” (p. 129). Además –¿y no se tratará, también, de una cuestión ética, y no sólo “intelectual”?- Omar Acha repara en el hecho que para Terán, por último, la “traslación inmoderada del enfoque de Foucault halló un límite contextual que si no lo tornó irrelevante, en cualquier caso expuso su insuficiencia para dar cuenta acabadamente del objeto latinoamericano” (p. 111). Al menos desde mi perspectiva de lectura, aquí está en juego una cuestión crucial. Omar, precavidamente, aleja toda sospecha de recaer en el tipo de “esencialismos latinoamericanistas” que ni Terán ni Aricó habrían sido, en el fondo, incapaces de conjurar del todo, permaneciendo así “cautivos”, al cabo, de la ficción operante de una “diferencia sustantiva (aunque razonada históricamente) entre Europa y América Latina” (y desde luego que me siento implicado en la acusación, yendo obviamente de ellos para abajo), y que pudiera conferirles un puesto enunciativo singular y a la vez relevante (por ejemplo, para lectores europeos). Pero no se crea que al respecto de las distancias de la fábula del “excepcionalismo” argentino –y latinoamericano- estoy demasiado lejos de Omar.

En fin –y como no interesa aquí mi posición sobre este asunto que sin embargo me desvela- quiero indicar que el flexible cuerpo categorial –en fin, el laxo pero articulado “marco teórico” del que como académico responsable Terán, al parecer, en su madurez profesoral e investigativa no pudo o no quiso ya abjurar, quizá en respuesta a protocolos de evaluación académica a cuyos requerimientos institucionales no podía sustraerse, sino a costa de su reproducción vital material (presume uno desde los costados pero a la vez desde adentro del sistema, sabiendo también que semejantes requisitos se aplican cada vez más férreamente)-, decía, el dúctil organismo intelectual  que conectaba reglas prediscursivas y reglas del discurso, sin embargo no quiso renunciar a la perspectiva que ofrecía la noción de “bloque” en sentido gramsciano. Si se trata de mantener las riendas firmes y juntas de esos dos desbocados y disimétricos caballos de fuerza teóricos que son Gramsci y Foucaualt, Sazbón pareciera tener derecho, siquiera, en apuntar que todo no se puede. Omar se pregunta, con sentido ecuánime, si no era esa coexistencia de dos modos alternativos de razonamiento crítico lo que Sazbón había censurado (-che, flaco, o Foucault o Gramsci, decidite, diríamos en el Bar). Pero Terán no tuvo dificultades en reconocer y desde ya asumir “los riesgos del eclecticismo”. Después de todo, tenía su “método” (porque la verdadera herejía antiacadémica hubiera sido prescindir de todo “método”, lo que al parecer Terán nunca hizo). No obstante, Terán no evitó señalar –se lo agradecemos- que la búsqueda y exhibición de “datos” – oficio de tantos- jamás es una labor que basta por sí sola o se autojustifica (pero poner el ojo sólo en eso sería arruinarle el negocio a muchos por demasiado poco, o sea, cambiando la mezquindad del hallazgo archivístico y la acumulación documental, base del prestigio historiográfico para varios hasta hoy, por el individualismo de una mirada filosóficamente –privilegiadamente- panorámica que, al cabo, jamás puede prescindir de tales insumos –si no quiere chapalear en un charco creyendo surcar un lago-, porque, en fin, todo no se puede). Para colmo, discutiendo esto con Mariátegui en medio (objeto de estudio sagrado que a escala latinoamericana, actualmente, no hace más que acrecentarse en la conveniente dimensión del Mito, justamente). Y para peor –en fin, lo grave- es la cuestión, citada por Omar respecto de Terán, acerca de si “no habrá que buscar en este tipo de marco condicionante y extradiscursivo buena parte de los elementos que constituyeron al Perú en una especie de ‘eslabón débil’ dentro de la cadena de dominación ideológica latinoamericana, y que condujeron a esa asombrosa superposición de series teórico-prácticas de las que José Carlos Mariátegui resultaría un portador ejemplar, a la par que le permitieron decir la nación dentro de un discurso socialista en la América Latina de los años veinte” (p.77).

De todo esto Omar Acha concluye que la polémica con Sazbón tendió a sobrepujar una mirada a la vez melancólica y decepcionada, convergente con su sentido de una necesaria actualización historiográfica y filosófica. Todo ello sedimentado en una ruptura ochentista con el horizonte político revolucionario. Porque sin el nexo con una noción totalizante de sociedad -tras su deriva como instrumento contingente dentro de una “caja de herramientas”- el destino del marxismo residual así configurado fue el de licuarse como orientación antisistémica. Licuado, pero no diluido. Porque según la lectura de Acha, Terán no dejó nunca de tributar a Gramsci. Supo trazar diagnósticos epocales retrospectivos, donde las ideas alcanzan un carácter hegemónico en el seno de un conjunto mayor, capaz de expresar a la vez un vínculo con “lo que no son las ideas”. Dicho en otros términos y a la luz de una tradición argentina: Terán habrá dejado de ser marxista, pero no socialista. Lo que repercutió en su autocomprensión normativa y a la vez metodológica de historiador filosófico de izquierda, que con todo lo poco excepcional que se quiera, lo resituaba en una tradición intelectual local. De nuevo lo que pesa y suma: el marxismo. Y lo que oscurece y resta: la Argentina.

 

V

 

Omar Acha sostiene, fundadamente, que Terán encuentra su posición en la historia de la historiografía argentina dentro de la vertiente histórica socialista preocupada por las ideas. De este modo, Terán se muestra como un heredero crítico de obras capitales en la Argentina, cuyo linaje trasunta los legados de José Ingenieros, Alejandro Korn y José Luis Romero, todos ellos de uno u otro modo ligados al socialismo local. Me permito señalar –siguiendo la propia exposición de Omar Acha- que aquí el “socialismo ético” de Alejando Korn ocuparía quizá el puesto fundamental, lo que merecería ser abordado en un estudio aparte, aunque descuento que ello ya se debe estar haciendo. Si así fuera, celebro que se explore el problema de la representación de lo nacional en Alejandro Korn –pensador sutil e indirecto, profundo y sincero-, precisamente como un modelo de referencia ni conservador ni “esencialista” –además de republicano y filosófico- que sería reasumido y readecuado por Terán en plena conjunción de giros “post”. Pero en este vuelco hay algo más, precisamente, también atinente a lo local. Pues aquí “el tópico del entrelugar o intersticio tejía una madeja propia de la opción intelectual crítica”, indica Acha. Ya que por ejemplo, además de cartografiar un hilo de efectos que pasa por los románticos rioplatenses y los jóvenes contornistas, Terán se percató de la potencia discursiva que yace entre “la Institución y los Márgenes, entre la universidad y el autodidactismo”, pues allí “quedaba un espacio en el que se inscribirán futuras tensiones  en la constitución de una futura figura del intelectual” (p. 152).

Me tomo aquí el atrevimiento de atestiguar en forma personal el grado de libertad –para los intelectuales marginales, tan amplio como frágil, pero claro, prefiero que sea lo primero- de dicho “entre”. Claro que es el propio Terán quien practicó magistralmente el “entrelugar” discursivo latinoamericano, para decirlo con el tópico de Roberto Schwarz. Supo hacerlo, según Acha, entre la historia conceptual de la filosofía y la historia social de la cultura. Pero también entre el más tradicional ámbito de la historia de las ideas y una manera de concebir la filosofía que se dirime por el modo en que ésta afronta aquello que no es filosofía; que se le resiste en un texto, o que le es exterior. Según Omar, Terán mostró justamente en Nuestros años sesentas que la filosofía había desembocado en lugares impensados por algo que no era la filosofía. Esta tesis, con todo, es bastante problemática, porque equivale a igualar filosofía con una suerte de universalismo lógico o formal o epistemológico o analítico, que es justamente la modalidad de la que Terán no tarda en desistir. Omar Acha parece no advertir, o advirtiéndolo, no aceptar, la vitalidad de las filosofías asistemáticas, ni de aquéllas que precisamente renegaron de “universales” identificantemente opresivos. Pero Omar es de los que lo ven todo. Entonces, a mí me parece que esas variantes de filosofía libre no terminan de ser admitidas en su canon. Pareciera que le bastara con el anti-esencialismo de Terán. Sin embargo, con este abandono teraniano del universalismo de ciertas categorías ciegas, si lo que restaría es el ancho campo que la filosofía –euro-occidentalista y greco-germanista, por caso- no alcanzaría a divisar, lo difícil sería determinar si hay aquí algo más que un “conflicto de Facultades” –de “disciplinas”- o sólo una confrontación argumentativa donde “filosofía” sale perdiendo. En fin, porque no tiene los pies sobre la tierra. Más allá del venerable y evidentemente actual y azuzado tópico de “la risa de la muchacha tracia” –pero no quisiera apelar aquí a Blumenberg-, se dirá lo que se quiera de la filosofía –por ejemplo, que “eso que resiste, decía, es social, es histórico, es político”, como apunta Omar- menos que es una labor homogénea y definida unánimemente. Por suerte. Y que haya algo social, histórico y político que se le resista, podrá ser respecto a esta o aquella concepción de la filosofía, pero no a algo así como “la filosofía”. ¡Y la propia obra de Omar acredita este aserto! Pero además hay toda una tradición local de filosofía que precisamente toma a su cargo “lo social, histórico y político”, por caso, respecto a América Latina. Sin mucho éxito editorial ni mayor repercusión discipular, es sabido y es cierto también. Pero el lema “Filosofía de la Liberación” –en una de cuyas derivas aceptaría actualmente reconocerme, diría, incluso con un raro orgullo, pero baste señalar que haber sido alumno de posgrado de Arturo Roig y de Horacio Cerutti Guldberg (en dos hermosos cursos en la UNCuyo, junto a otros discípulos de Arturo Roig, como Adriana Arpini, Marisa Muñoz y Dante Ramaglia) es una marca biográfica que quiero no ya celebrar y respetar, sino asumir consecuentemente, esto es, conceptual y moralmente-, decía, es cuando menos una respuesta al respecto, todo lo limitada, parcial y equívoca que se quiera (es decir, que a Terán y a sus alumnos y discípulos les parezca así). Pero aquí esto no interesa tanto, sino el modo en que Acha está leyendo el legado fascinantemente complejo y desafiantemente problemático de Terán, dicho sea de paso, más que adverso al ejercicio de algo así como una “Filosofía Latinoamericana de la Liberación”.

Parejamente con lo anterior, esgrimir que “el marxismo”, y el todavía no escrito capítulo integral de la historia de las izquierdas en la Argentina, constituyan el proyecto político-intelectual rector del estado contemporáneo del pensamiento local, es una premisa programática que no puede absorberse sin más como una certeza-guía, y menos, elevarse a canon fundamental e inapelable para las actuales y nuevas “hornadas” intelectuales. Incluso para aquellos que en la juventud sostuvimos, mejor o peor, poco o mucho, pertenencias marxistas. Porque entonces las exhortaciones apocalípticas racionalizadas (que Omar jamás aceptaría referir así) a no defeccionar de ese modo radical de la Voluntad  revolucionaria -con la severa aunque quizá no prevista carga de inculpación que acarrea en los réprobos y descarriados, pero también en los extraviados y exhaustos- son una actitud admisible, en absoluto reprochable como índice de integridad moral, coherencia biográfica, compromiso político y energía vital, pero que no tiene por qué erigirse, sin las modulaciones persuasivas ni teóricas suficientes –no obstante que las veamos ya en camino-, en el destino decisivo del pensar en la Argentina, por más que una mayoría de pares así lo avale y desde luego celebre (lo que hemos propiciado también alguna vez).

Dicho esto, el título del libro, a la vez nítido y contundente, “Cambiar de ideas”, da cuenta cabal de un fenómeno que no sólo merece ser saludado como un acierto, sino reflexionado una y otra vez. A decir lo menos, porque el lema contiene mucho más que la torsión anti-utópica y el consiguiente hiato trágico que intersecta y desgarra la imposible recta de cualquier trayectoria intelectual, mejor, de cualquier vida, sobre todo del tipo de aquellas, como la de Terán, que lo fueron todo, menos insinceras, siquiera en sus opciones valorativas últimas (porque formar parte o no del sistema estatal de investigación, no me parece que sea justamente lo primero a ser pensado de su legado, dicho por cierto con todo respeto por una elección que también fue suya, y por cierto, no poco influyente). Para decirlo con otra consigna, se puede cambiar de ideas pero no de ideales. Si con ello aludimos, a guisa de grandes hipótesis reguladoras o ficciones antropológicas últimas, a la dignidad del ente humano considerado un fin en sí mismo, desplegada en todas sus objetivaciones solidarias e igualitaristas. Aquí Oscar Terán y Omar Acha, y aun los que asistimos a sus pujas desde los bordes, estamos unidos, o siquiera próximos en torno de una misma trama ético-política, cuyo espesor dramático, abismado y a la vez difractado en el vértigo temporal e imaginario de la Voluntad emancipatoria, no deja de emitir el raro fulgor de las experiencias vitales radicales, cuando no son meramente individuales –concedo-, ni silencian jamás su grito de justicia, lanzado al rostro polimorfo de la Polis. Pero entonces, el “cambiar de ideas” adquiere rango de acontecimiento trágico y problema metafísico –lo siento por Omar-, puesto que pone en juego la condición humana misma, si en efecto, no hemos de resbalar en un nihilismo posmoderno jamás asumido en sus consecuencias reaccionarias finales. En lo que también coincido con Omar, básicamente y desde el vamos. Si en eso estamos perfectamente de acuerdo con el autor, menos, en que “el marxismo” resulte el exégeta fundamental de toda otra humanidad anticipatoria alternativa, y ello sin jamás nombrar el problema de Dios, para decirlo de nuevo con Oscar del Barco –por cierto, un “metafísico” que Omar trata con un desprecio que no comprendo y mucho menos comparto, pero eso no cuenta-, o en fin, del Reino profano de la libertad en-la-tierra, siquiera como una de sus figuraciones regulativas radicales. Entonces el problema de la “forma nación” se nos interpone, bruscamente, menos como una anomalía de la argumentación que como un viejo pariente que habíamos olvidado, pero que todavía nos recuerda y de pronto nos increpa, ya no entendemos bien por qué.

Este tipo de alegoresis afectiva no cunde en las tácticas retóricas de Terán ni de Acha, qué duda cabe. Pero del hecho de que Terán inscribiera su indeclinable singularidad intelectual en una res pública, no puede negarse que la tradición del ensayo argentino, más no sea soterradamente, le donaba todavía un arcón semántico de posibilidades que a lo sumo serían reconducidas en clave historiográfica y política, y ya no literaria ni ontológica. En ello Omar es también un excelente alumno de Terán, y en este punto, se diría, ya sincerado. Terán se le presenta no sólo como un filósofo historiador, sino como un ensayista público. Dos pájaros de un tiro. El maestro, quizá no sólo por razones teóricas sino políticas, parece haberse mostrado más escrupuloso en hacer del ensayismo un lema epistémico. Omar es en este punto, por si no bastara, rigurosamente marxista, o por lo menos, pragmatista de izquierda: la verdad del ensayo se demuestra en la praxis.

En el caso de Terán, en cambio, pareciera que los legados de Ingenieros y Korn como intelectuales que volcaron la filosofía hacia la sociedad contemporánea en términos de historia de las ideas, fueron ejemplos rectores, también, de quienes no se dejaron tentar por una sociología artística –presuntamente- desasida de anclajes archivísticos y engarces narrativos, todo lo cual no puede dejar de remitirnos a Sarmiento y su heredad “pampeanocéntrica” en el siglo XX. Que, para ser justos, de algún modo es también un desafío que Terán no quiso evadir. Omar Acha, entretanto, pareciera haber sorteado la falsa antinomia de “científico” o “ensayista”, pues a esta altura se torna evidente que su apuesta retórica no sólo puede ser más explícita por razones generacionales, epocales e histórico-literarias, sino, tal vez, por avizorar los plegamientos tectónicos que vienen abriendo un nuevo horizonte civilizatorio y epistémico en el Sur poscolonial y posandrocéntrico, donde la “batalla de géneros” sería lo de menos. En cualquier caso, allí estaría la “metodología de la investigación” –incluso los “talleres de tesis”- para resolver el tema por la vía formalista e impersonal, empezando por la neutralización y des-dramatización de toda estética de pensamiento, haciendo interiorizar y mecanizar las grillas de evaluación externas a guisa de dispositivos de proferición internos. Además de destacar este temple normativo de efectos performativos evidentes en el imaginario científico-académico local –con esa subjetividad de “primero el paper con referato”, y se verá después si hago algo con eso del “ensayo”, que al final parece que también la universidad lo “pide”-, decíamos, Acha remite al problema de fondo, que no es de género discursivo, sino de cuño civilizatorio y público-político. Precisamente, la vida de la Polis. Por ello Acha se empeña en trazar un tipo ideal historiográfico de tradición socialista por demás pertinente, enancado entre una intención socializadora del saber docto y el acatamiento de las normas académicas de enunciación intelectual.

Lo que Omar Acha que llama, en cierto tramo de su análisis, “historiografía socialista de las ideas en la Argentina” –insisto en retener el significado de la totalidad del sintagma-, presenta una serie de rasgos característicos. El primer rasgo sería el valorar, en clave ilustrada, a las “ideas” por su capacidad de descifrar la realidad y orientar la acción en la confusión de los combates con las fuerzas reaccionaras. El segundo rasgo es el presupuesto –de resonancias arielistas- de un elitismo intelectualista en la representación de los sujetos del cambio social, en oposición a unas masas cuyas demandas de democracia no equivalen a su realización plena, precisamente, activadas desde posiciones de sujeto. El tercer rasgo, radicalmente iluminista, es la impugnación del Mito como obstáculo tradicionalista al pensamiento crítico, o mejor, al discurso de izquierdas. El cuarto rasgo es la presencia de una filosofía progresista de la historia, que precisamente debe enfrentar las resistencias del campo conservador. Fiados en el telos de la perfección humanitarista, estos socialistas ilustrados -pero al cabo intelectuales elitistas, como muchos de sus descendientes actuales, pero ya menos francos en el gesto- creían que las contrariedades de la experiencia histórica –sus enfáticas desmentidas- jamás deben fracturar la esperanza del inexorable advenimiento de una sociedad emancipada. Ahora bien, como aclara Acha, Terán no se atenía sin más a este modelo ilustrado, y no sólo por razones históricas, sino también teóricas. Es que Terán no estuvo dispuesto, por ejemplo, al rechazo en bloque y seguro de sí de la imaginación mitizante. Lo que para José Luis Romero fue una apuesta sobre la lucidez reformista de las élites ilustradas, en un Terán que había leído a Nietzsche y elaborado una experiencia política traumática, se revertió en una sospecha sobre el doblez que habita en toda enunciación, extraído del entramado del poder con las ideas, lo que en la tradición historiográfico-socialista precedente, “ingenuamente”, quedara sin tematizar. Gracias al auxilio de Foucault, pero también a la asistencia de Gramsci –es una pena que lo más grandioso del pensamiento del siglo XX resulte aquí ineludiblemente europeo, pero también me lo pregunto de nuevo y ya con un dolor que no me visitaba de joven-, Terán, dice Acha, percibió lo que Romero jamás problematizó con claridad, esto es, el poder como textura secreta de las ideas, pero también como invención voluntaria.

Demarcadas estas limitaciones penosas, entre las contribuciones propias del “socialismo historiográfico” de Terán, Acha rescata particularmente la preocupación por la mediana duración de las ideologías, la conexión de las ideas con la sociedad, la evaluación de las concepciones intelectuales críticas, y también la vocación por la práctica de la divulgación, sostenida en la confianza en el aporte clarificador de la investigación universitaria y del sistema científico nacional a las intuiciones del mundo cotidiano de la vida. Por cierto, desde un ideal ilustrado y democratizador frente al capital académico (del que no se ve qué beneficios acarrea su nuevo encapsulamiento elitista, que se puede sospechar, por ejemplo y si se observa bien, en el cada vez mayor desprestigio que para algunos eruditos –esperemos que todavía escasamente influyentes- supondría “enseñar en el grado” –donde lo mínimo soportable, al parecer, sería ser Jefe de cátedra y de sus “equipos de investigación”-, o sea, justificando sólo con el cargo máximo el sacrificio vano que conllevaría poner el cuerpo en las aulas de las licenciaturas, ya que el negocio –menos monetario que de prestigio- es la circulación internacional de posgrado, correlativo también al desprecio por los divulgadores -“vulgarizadores”-, en lo que lo aportado por Bourdieu en ese aspecto no ha sido lo más auspicioso). Así que subrayo este último rasgo que Omar también me permite recuperar de la figura de Terán: la “contribución del saber especializado al esclarecimiento público”. En esta línea, Omar no descarta la posibilidad de que, en Terán, “su esfuerzo por ofrecer amplios frescos de la trayectoria de las ideas (cuadros que explícitamente quiso emular de sus antecesores, Ingenieros, Korn y Romero, en la Historia de las ideas en la Argentina), matricial de sus últimos escritos, estuviera motivado por un contenido iluminismo reformista”. Puesto que en “tales escritos, como el dedicado al Facundo de Sarmiento o a la recopilación de sus clases universitarias sobre las ideas argentinas, palpitaba la búsqueda socialista de una palabra que contribuyera al debate público, que aportara miradas críticas para una comprensión más precisa, y posiblemente más progresista, de los dilemas de nuestra realidad difícil” (p. 173).

 

VI

 

La estructura narrativa general de la obra de Terán, aduce Acha, viene configurada por la cuestión de la modernización. Precisamente, es afrontando el problema de la “modernización” que Terán logró diseñar un proyecto de historiográfica socialista. Dicho así, en el tono del libro, podría pensarse que se trataría de una “estación” intelectual entre otras, aunque ciertamente relevante. Pero es el propio libro de Acha el que proporciona suficientes claves e indicios para inferir que el tema/problema de la modernización de la Argentina asume en la obra de Terán una centralidad inusitada, flexionando todo el corpus de su obra de madurez, y en consecuencia, de lo sustancial de su legado.

De acuerdo con mi perspectiva de lectura, éste es un problema de vastos alcances, que el libro de Acha no se propone desplegar específicamente. Con todo, son los propios comentarios de Acha los que permiten divisar con nitidez su planos de incidencia más determinantes. Creo que se puede semblantear esta problemática decisiva a través de dos hebras de implicaciones histórico-conceptuales. La primera serie de efectos comporta el desplazamiento del totalismo marxista hacia la inconclusión modernizadora, dicho groseramente. Como segunda serie de efectos, me permito llamar la atención sobre las afinidades electivas entre la historiografía intelectual socialista del último Terán y el proyecto fundacional de la “sociología de la modernización” de Gino Germani. La misma base programática y la apuesta por las jefaturas de escuela en sus programas de investigación respectivos, serían acaso sólo las proximidades conceptivas más notorias, pero no las únicas ni las más profundas, por encima de las distancias disciplinares y generacionales. Y por cierto, toda remisión, por oblicua que fuese, a la figura de José Luis Romero –y no tan al costado, de Tulio Halperin Donghi-, no haría más que confirmar. De nuevo, es el libro de Acha el que nos pone en la pista de que -casi impensadamente- Terán ha sido un gran lector, sino acaso el máximo lector de Gino Germani en el fin-de-siglo XX. La afinidad más honda y penetrante entre estos dos investigadores socialdemócratas, quisiera decirlo desde el principio, se refiere a la comprensión del nexo interno entre modernización paradójica y tragedia política en la Argentina (que desde esta óptica, el marxismo no podría conjurar, sino a lo sumo agravar, “agudizar”).

En un sentido amplio, Omar Acha explica que Terán asumió la tesis de que el “proceso  modernizador” respondería a una categoría histórica de mediana duración. Aquello que se le opusiera y/o obstaculizara, interna y externamente, sería pues el parámetro intraspasable de toda investigación social, incluso interdisciplinaria. En otros términos: Terán reconduciría y readecuaría la “sociología de la modernización” en clave historiográfico-intelectual. Pues Acha detecta que en Vida intelectual en el Buenos Aires fin-de-siglo, por ejemplo, Terán se propone, al cabo, junto a identificar las lógicas de exclusión que acompañaron a las cuadrículas organizadoras de la nación, rastrear las maneras en que los intelectuales se representaron los dilemas de la modernización. Este cuadro se refuerza en su Historia de las ideas en la Argentina. Allí Terán -insiste Acha-, teniendo como trasfondo inicial las reformas borbónicas del tardío Setencientos colonial como una “modernización defensiva”, considera que la introducción activa de algunos tópicos y estilos de la filosofía ilustrada, transformó la aldea portuaria bajo el cuño de la “modernidad” y la “idea de progreso”. Diga lo que se diga, la modernidad está en los orígenes de la Argentina. O para decirlo sin golpes bajos, no se entiende la historia del Estado nacional argentino sin los avatares de su prolongado y tortuoso devenir modernizante. En palabras de Terán, la modernidad es la “época del mundo que cubre la historia argentina entera”. En palabras de Acha –y lo tomo como algo fundamental a tener en cuenta y ser todavía pensado- la “obra madura de Terán halló en las dificultades de la ‘modernidad’ una huella organizadora de la narración histórica”, pues siendo un “impulso irrefrenable aunque con distintas velocidades y contrariedades, la ‘modernización cultural’, orientó el conjunto de sus escritos” (p. 146).

En fin, a la hora de leer a Terán, debemos tener presente que el programa de la modernización cultural orientó el conjunto de sus escritos. Quien lo afirma es su avezado lector Omar Acha. Ello demostraría, entre otras cuestiones, porqué Terán se resistió a disolver la filosofía de la historia progresista que anclaba sus esperanzas débiles en una modernización rezagada e inconclusa, desde cuya mira evolucionaria, los fracasos y extravíos de la nación y de la región podían reconducirse a la última instancia utópica donde se resolvería el hiato entre “catástrofes y esperanzas”. Ya que si en Terán, narrar una historia de la modernización siempre en problemas, localizar los impedimentos ideológicos que resisten la concepción progresista del tiempo, denunciar y remover toda sobrevida de lastre tradicional, etc., no tuvo una actitud adversa ante los instantes de fractura en los que el cambio suscitó innovaciones inquietantes, empero, en su reflexión de fondo, el horizonte modernizador es lo que siguió primando.

Estas constataciones autorizan a colegir que esa suerte de doble nervadura metanarrativa que en la obra de Terán forma la articulación, en absoluto previsible, de “mestizaje conceptual” y “progresismo modernizador”, revela algo más que un plexo formal de historia y tropología que hoy se configura así, y mañana asá. En estos intelectuales socialdemócratas, la “modernización” es teoría y praxis, modelo y programa, cognición y experiencia.  Omar Acha reconoce y a la vez lamenta -a partir de la evidencia que proporciona el legado final de Terán-, que el proyecto modernizador deviniera, en poco tiempo, una premisa del propio pensamiento histórico (reflexión que, viniendo de un especialista en revisionismo histórico, no debería tomarse a menos). Pues a partir de los años ochenta, el término “modernización” fue recuperado con amplitud por el discurso historiográfico y en general por las ciencias sociales en la Argentina. Constituyó, asimismo, un mapa cognitivo de orientación para las fracciones intelectuales de la izquierda reformista. No obstante, Omar Acha no demora en reconocer que el programa de la modernización, lejos de ser un simple error o desvío, permitió, en su epocalidad, dirigir interrogaciones relevantes dirigidas al archivo histórico, a la vez que una vía de articulación de la investigación del pasado con una visión progresista de los desafíos venideros para las democracias emergentes. Porque siempre es Omar el que en este libro consigna que la propia conformación de la “nueva izquierda intelectual” estuvo ligada a un genérico proceso de modernización cultural. Su despliegue –en principio triunfal ante remanencias tradicionalistas severas- implicó, en sus años sesenta, una aceleración temporal objetivada, entre otras manifestaciones culturales,  en las innovaciones de la industria editorial, en las complejidades de una vida universitaria renovada, y en la emergencia de un activismo político-cultural en tiempos de inestabilidad política.

Este diagnóstico fue acuñado desde la convicción de que la modernización argentina arribó con cierto retraso y estuvo siempre parasitada por asincronías. Pero donde hay superposiciones asincrónicas, hay populismo latinoamericano. Pues el proceso de modernización cultural supone la cobertura mayor de un proceso de modernización social acosada por déficits crónicos de legitimidad política. En la Argentina, el surgimiento del peronismo implicó que la innovación suscitada por los enigmas asumidos en un sector de las élites intelectuales, se encontrara súbitamente embargada por la irrupción de un acontecimiento político que obstaculiza el curso deseado de transformación racional, provocando una mezcla peligrosa –explosiva, al cabo- donde se exaltan las pasiones ideológicas asignables a las representaciones ideativas de un conjunto de sujetos renovadores. Este diagnóstico entroniza la tesis de que el desvío patológico de la senda modernizante supone que las ideas argentinas se acuñaron en torno a sus dilemas de origen, en forma de acumulaciones paradójicas. Yuxtaposición asincrónica entre aporías temporales y vectores evolutivos que está en la base explicativa de la sociología de la modernización de Gino Germani, formando el núcleo de su diagnóstico epocal del peronismo y del país. Frente al programa teórico-práctico de la “sociología de la modernización” de Gino Germani, la “historiografía socialista de las ideas” fue, a la vez que uno de sus antecedentes genealógicos locales, una de sus posibilidades interpretativas inmanentes a desplegar en un futuro ya no promesante. Parece que Terán no tardó en captar y capturar esa chance hermenéutica.

Efectivamente, Omar Acha reconoce sin sombreados ni rugosidades que el análisis propuesto por Gino Germani en Política y sociedad en una época de transición (1962) fue complejo, y no solo aplicó un modelo funcionalista y evolutivo. Pero lo que leemos –no obstante desvíos innecesarios respecto a cualquier forma de  vicaría glosadora- en el contexto de la ardua y sinuosa –lo sospechamos así- conversión republicana y socialdemócrata de Terán, es que para éste lo que cuadra es “una historia de la cultura en diálogo con la historia social donde la noción de progreso ilumina un proceso secular de cambio hacia lo nuevo, una ‘modernización’ que sobrelleva en su avance diversos obstáculos externos e internos”. Pero, en fin, donde el “esquema básico había sido desarrollado a partir de los años cincuenta desde la sociología por el intelectual socialista Gino Germani, quien logró reformular para el caso argentino una perspectiva analítica de amplia presencia mundial después de 1945”. De modo que si el “proyecto germaniano fue discutido desde la política e incluso desde la historia y la sociología durante el periodo 1962-1976”, no es menos cierto que “sus preguntas programáticas legaron una perdurable ascendencia incluso entre sus detractores”. Con todo, según Acha, lo “decisivo fue que en la interacción de las perspectivas y emprendimientos institucionales de Germani y Romero se desarrolló una nueva generación de historiadores y sociólogos cuyos primeros trabajos estuvieron calados por las preguntas de los founding fathers que esa nueva hornada no se inhibió, empero, de criticar” (p. 139).

Paralelamente puede observarse, en cuanto a su rol como gran “Jefe de Escuela”, que la trayectoria de Terán a partir del regreso de su exilio, es quizá sólo diacrónicamente comparable a la voluntad intelectual-política fundacional de Gino Germani. Sincrónicamente podría cotejarse –incluyendo desde luego sus singularidades y diferencias- con el papel refundacional de Arturo Roig en el Centro Regional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CRICYT-Mendoza, actualmente CCT-CONICET Mendoza) y en la Universidad Nacional de Cuyo, impartiendo el Seminario de Estudios Latinoamericanos, más o menos en el mismo período –“retorno de la democracia”, “primavera alfonsinista” y poco más, etc.-, ligado programáticamente a la “Historia de las Ideas Filosóficas Latinoamericanas”. Más todavía si se cae en la cuenta del vínculo estrecho que Roig y Terán, al parecer, tuvieron en cierto tramo del exilio mexicano, y que merecería explorarse detenidamente, más todavía cuando los temas del krausismo o el nombre de Mariátegui puedan ser puntos de partida suficientemente visibles.[iv]

En suma, la matriz historiográfica que Terán compartió con un sector progresista de su generación, comporta la tematización de un proceso de modernización a la luz de sus “bloqueos”, esto es, de sus desvíos polimórficos e inauditos. Entre los cuales el “peronismo” es el mayor y más profundo. Una consecuencia de esta visión es que a la hora de diagnosticar el problema –la imposibilidad- de la Argentina, Terán debe demasiado a Germani. Si bien en Terán, claro, esto se realiza desde un desplazamiento filosófico e historiográfico determinante, templado entre la apocalíptica secular insurgente y la alucinación teórica postestructuralista. En todo caso, es Omar quien escribe de Terán que “su posterior obra de historiador contuvo un vigoroso soporte conceptual: el provisto por la temática progresista de la modernización y sus límites”, sin dejar de advertir que “la arqueología y la genealogía foucaultianas fueron difícilmente compatibles con el progresismo modernizador”. Entonces Sazbón estaba bien rumbeado en su crítica airada. Ahora bien, pareciera que lo que está diciendo Omar -¿esto es grave?- es que el proyecto de la modernización democrática de la sociedad argentina pesa más en el trabajo reflexivo de Terán que el desmontaje genealógico de los dispositivos estatales y las redes de poder, o dicho más toscamente todavía, que Germani está por encima de Foucault en sus obsesiones teóricas últimas. “Pienso que en ese contexto Foucault fue más útil para deshacerse de determinismos, totalismos y teleologías que para sostener una historiografía socialdemócrata con la que Terán identificó cada vez más nítidamente sus preocupaciones intelectuales”, consigna Omar (p. 126).

¿Se puede pensar que Germani fue más útil para deshacerse de contingencialismos, contextualismos y nihilismos, que para sostener una historiografía socialdemócrata con la que Terán identificó cada vez más intensamente sus resistencias al nihilismo posmodernista? Como fuere, creemos que este vínculo de Terán con Germani es especialmente relevante en el horizonte de reflexión actual, donde el estudio de Omar resuena junto a otras visitas recientes[v] al legado del intelectual ítalo-argentino, incluyéndome parcialmente yo mismo en una serie de intervenciones de las que tuve noticia con mis artículos ya en prensa.[vi] Como sea, según Omar Acha, hacia el cambio de siglo no interesó tanto a Terán el empleo de nociones discretas de tal o cual autor, sino más bien el esquema interpretativo general. En otras palabras, antes que enfrascarse en la obra de tales o cuales nombres ilustres –en su mayoría, europeos-, Terán se ocupó de incidir en la construcción de esa Gran Teoría de la Modernización que evidentemente conoció la historia intelectual argentina del siglo XX, acaso opacada por la acción de pinzas histórica que tuvo, simultáneamente, la irrupción de la Teoría de la Dependencia (que Germani asumió en parte, hay que decirlo), y hacia adelante, el avance fácticamente arrasador del demoníaco neoliberalismo. Mientras, el filósofo Terán devino no sólo un historiador, sino un intérprete sociológico. He aquí algo que, al menos para, mí cabe destacar, a los efectos inmediatos de ponerse a pensar, decía, su trama de efectos a la hora de sopesar nuestros legados argentinos más inmediatos. Para Acha -no está demás reiterar-, en Terán se encontraba consolidada una perspectiva historiográfica vinculada con el “proceso modernizador” afín al progresismo intelectual de corte socialdemócrata en el que su pensamiento de izquierda se había transfigurado. El tema es que en esta metamorfosis, ya será demasiado difícil negar la piel caída que corresponde a la trayectoria de Germani. La sociología modernizadora de Germani, así, se transfigura en la historiografía modernizante de Terán.

Para el historiador sociológico que devino el joven filósofo revolucionario que fue Terán –transformación interesante ya por sí misma-, la matriz de larga duración peculiar del pensamiento progresista, encontró una contención en la figura de las “épocas”. Estas constelaciones de entornos representaciones lo condujeron a entrever una “ideología argentina”, cuyo palimpsesto, la historia de las ideas debía recuperar sin invisibilizar sus abismos. Y si ello fue programático en Nuestros años sesentas, en verdad atravesó la empresa historiográfica teraniana en su conjunto,  no se cansa de señañar Omar Acha. Pero no sólo de Terán. Ya que la década del ochenta, desde sus mismos inicios, asume la cuestión del grado de modernización de la nación, y entonces –tras detectar angostamientos e inconsecuencias- de cuáles serían sus vías de propiciación, tan adecuadas como diferidas o pospuestas, erigiéndola así en precondición de toda investigación en ciencias sociales y humanidades. En fin, reconfigurando la “agenda” de Germani, dicho también groseramente. Lo grave para Omar es que sus consecuencias llegan hasta nosotros. Terán mismo vio la experiencia intelectual argentina bajo este “prisma”.

A todo esto, quien nos dice que el “problema” de Terán es el mismo que el de Germani, es el propio Acha, con sinceridad encomiable. En fin, cuando reconoce que los obsesionaba –ya no importa tanto cuándo y cómo en cada caso, ni cuántos se percataron de ello- “la <<modernización>>”. Efectivamente, leemos que al cabo de los años –de reflexión y política-, la modernización “fue la clave que Terán compartió con sus redes intelectuales y académicas para construir una historia alternativa a la antigua imagen de una temporalidad imposible solo impugnable por la vía revolucionaria”. Nos informamos pues que para Terán y sus redes de referencia, la “modernización habilitó pensar una modernidad con cambios, aunque también con dificultades”, ya que en “el país de las ideas, esas dificultades anidaron sobre todo en los conflictos que obstaculizaron la constitución de una práctica autónoma de las ideas renovadoras”. No obstante, “si Terán coincidió en tales concepciones y categorías con un sector de la intelectualidad postmarxista universitaria, sin embargo les añadió ciertas inflexiones trágicas –en las cuales una transición decisiva definía la inexorabilidad de una historia que no lo era por su esencia- que lo distinguieron de otras escrituras afines” (p. 132).

Diferenciación desde lo trágico que era también la de una insospechada prosecución post-revolucionaria de Germani, asimismo un sociólogo tragicista.[vii] De nuevo, es Acha quien nos dice que “la sensibilidad para detectar los nudos trágicos y las incertidumbres del proyecto moderno no obstaculiza la colocación de Terán en una serie argentina de la historiografía de las ideas”, forjando, en consecuencia, “un estilo interpretativo propio en el que prestó atención decisiva a las dificultades inherentes a la renovación de las ideas, matizando a su modo el paradigma de la modernización”, o sea, singularizando historiográficamente con su firma de autor la Gran Teoría que –al menos en la Argentina- debía mucho al legado de Germani, y a través de cierta reticencia de su parte, incluso al propio Martínez Estrada, guevarismos místicos mediante. Esto no vale como algo decisivo. Lo es más el hecho de que el paradigma modernizante, al reconocer y admitir toda la complejidad fáctica de los desvíos y las paradojas, de los obstáculos irreflexivos, pero también de lo que resiste conscientemente la legalidad inmanente de una sociedad industrializada y urbana, secularizada y democrática, resultó también un modelo de análisis historiográfico singularmente productivo. De modo que la filosofía historiográfica de Terán –como antes la “sociología científica” de Germani-, apunta Acha del primero, “adeudó tramos capitales de su fuerza ilocutiva a la presencia de agentes modernizantes autoritarios y la interconexión con elementos tradicionalistas” (p. 159).

En este tramo decisivo de su libro –claro, para mí-, Omar refiere, ya con palabras cada vez más cargadas, que si la “izquierda intelectual, en parte por la inmanencia de sus ideas revolucionarias, en parte por la imposición de unas circunstancias políticas externas a sus pensamientos, participó en la forja, en la fusión, de elementos que debían permanecer separados”, fue precisamente “esa confluencia la que malogró irreparablemente la trama ‘elogiable’ de una generación intelectual agitada por las injusticias terrenales y la lanzó al desastre”. Esto es lo que pensaba Terán, por cierto, no un juicio de Omar. No deja de ser relevante, con todo, que Omar observe que para “representar el enigma que hizo de las ideas fuerzas ‘que se apoderaron de los hombres’, quienes fueron entonces sus ‘portadores’, Terán recurrió a la figura de la hibridación infernal”. “Crisol, fuego y caldera fueron los recipientes en que ardieron los metales cuya mezcla cinceló un camino al cataclismo violento, al paroxismo de las <<pasiones ideológicas>>”, explica Omar, para añadir a continuación –sin que ya nos sorprenda el envío trágico-, que la “primera dificultad generada por las ideas en su derrumbe en la hybris corresponde a la colisión entre modernización y tradicionalismo”. Reforzando pues una lectura que a esta altura adquiere todos los visos de lo inapelable, otra vez es Omar Acha quien nos dice que si “Terán aludió a un ‘cruce perverso de modernidad y tradicionalismo’ en los sesenta”, semejante “conjunción no había sido completamente ajena a los sectores de izquierda”. En ese embrollo de pasiones que arden como fogatas, y donde la política reclama y engulle toda vida intelectual o, más precisamente, su “cultura crítica”, lo mismo se impone como evidencia que sin “esa intervención violenta sembradora de contraviolencias e incitadora de prolongadas fuerzas hasta entonces sublimadas, no necesariamente se habría impuesto el señorío de las <<pasiones ideológicas>>”, mientras que, por último, lo que se grava es la pregunta retórica –la certeza veritativa- de que “<<lo que allí se ‘hibridó’ al juntar aquello que no debía juntarse>>”, en fin, “produjo un salto mortal entre la expresión literaria de una cultura crítica y la toma de las armas con su consecuencia de poder matar y poder morir”, precisamente, en carácter de “mandato del <<hombre nuevo>>” (Ibíd.).

De este modo, el vínculo conceptual con Germani permite comprender mejor, quizá, que en Terán la condición de lo trágico no se agota en la faz biográfico-existencial. Se corona en el plano conceptual mismo. Es la misma idea de “modernización” la que a la vez contiene y disuelve el proyecto totalizador de las promesas del marxismo, más inclinado al drama que a la tragedia. En esto es fundamental no perder de vista que Germani era, como luego el último Terán, un socialista ilustrado. La modernización misma es un momento superador –no negador- del marxismo, en vez de al revés. Esto es algo que se deduce de los planteos del socialista reformista que era Germani. Leídas estas tesis, presumiblemente, muy bien por el postmarxista Terán, sus consecuencias debían impactar en una zona de sensibilidad normativa central de su propia concepción del mundo: la meta idealizante de una justicia social última que asume la derrota fáctica ante el orden capitalista regional y mundial sin un contrafuego conceptual de idéntica potencia. Entonces el desconsuelo de Terán se revela no sólo en el desgarramiento interior de un ex combatiente revolucionario que se repliega meditativamente tras la praxis malograda; como conciencia reflexiva desdichada –Hegel mediante, cuya figura trágica aquí no puede ser precisamente despreciada, pero a cuenta de no escalar confiadamente (pues así lo habría hecho el joven Terán) el resto de su Fenomenología-, asiste a un desgarramiento que se revela también en el plano mismo de su aprehensión eidética del mundo. Todo parece indicar que en Terán lo trágico asumió un estatuto gnoseológico, o que al menos abrió en su discurso una hendidura epistémica incolmable. Dado que su pensamiento rezuma en sus investigaciones historiográficas, como mínimo y al pasar aduzco aquí su lectura del Facundo, o más precisamente, del episodio de la tragedia de Barranca Yaco.[viii]

Acaso en ello más cercano a los primeros frankfurtianos –pese a que su autoridad exegética en la Argentina corría a cargo de Sazbón- lo trágico en Terán no se reduce a su agónico periplo generacional y personal, pues alcanza quizá al haberlo detectado en las propias estructuras ontológicas de la razón moderna, en la figura de aquel rostro humano cuyo dibujo todavía no se diluía en la arena del mar. Precisamente el argumento que jamás hubiera alegado a la hora de empuñar las armas en nombre de la Liberación y su anuncio del “hombre nuevo”. En ello fue a su modo un post-moderno a pesar de sí mismo, contrariado en su misma durée interna. Cuyo arribo a la tragedia no se dio sin más como distanciamiento del “socialismo real” –de sus genocidios, despotismos, etc.-, sino de la existencia clandestina y perseguida de un insurgente sudamericano que sabe ya que no puede asegurar a nadie el no haber sido arrastrado por ese mismo final funesto, es decir, aun triunfando. Precisamente lo trágico que habrá conmovido hasta lo hondo la estructura de conciencia teraniana habrá sido la revelación de que no sólo la derrota, sino también la hipotética victoria portaban consigo un destino trágico. Como en la alegoría sarmientina de Barranca Yaco. Pues la revisión teórica de la Polis trágica procedía en Terán de su propia experiencia en la acción, cuyo crepúsculo exiliar en la derrota le socavaba desde el alma hasta los huesos. La Razón teórica de la humanidad le exigió alguna vez la emancipación en nombre de su propia vida, que luego, como racionalidad empíricamente desplegada, no dejó de regimentar y eliminar otros cuerpos vivientes. Un sujeto reflexivo como Terán –y otros tantos de su generación, muchos todavía entre nosotros, por fortuna-, no tardaría en confrontar a fondo ese dilema, ya cuando combara su experiencia vital decididamente, en la torsión dañada que lleva de la custodia de las armas emancipadoras a la visitación filosófica de archivos textuales. Y yo me pregunto quién se siente de veras por encima de esa aporía trágica, marcada en su inicio “a sangre y fuego” –Enzo Traverso dixit-, entre liberación y muerte, socialismo y barbarie –donde la brillantez intelectual y la fuerza de voluntad bien poco pueden hacer-, que tal vez anida no ya en “nuestros propios fascismos”, sino aun en nuestros propios tropos y argumentos, decires y posicionamientos.

Con este paisaje de fondo, Omar Acha advierte -no sin cierto énfasis machacón- acerca de la preocupación post festum de Terán y otros pares generacionales, abocados a la interpretación de los años sesenta y setenta. Omar nos llama la atención sobre lo que considera una queja lastimosa por parte de Terán, casi indigna de su propio pasado, acerca de la captación ideológica y activista de la vida intelectual. Terán acaba por reprobar la completa subordinación de la vida intelectual a los imperativos de la militancia, aun reconociéndole que se creía navegar con los vientos de la Historia a favor, y con la vista puesta ya en las orillas de la tierra prometida, precisamente insular y caribeña. Pero ese primado de la praxis política por sobre la producción intelectual se le presenta al Terán maduro desde un severo malestar. Esto implicaría que la inmediatez política avanzaría, y al cabo, decidiría, sobre los siempre ya frágiles entramados en que pudo hacerse un precario lugar el proceso de modernización cultural del país, según una lectura tardía de esos mismos actores. Para Omar, el problema reside en el principio mismo de la pregunta en la que se parte de la distinción funcional entre “campos” especializados del saber y la acción, que se vincularían en términos virtuosos o más bien patológicos: inconclusos, desviados, desvirtuados, paradójicos, etc. Esto último es obvio para el caso argentino. Pero, si la constitución de un “campo cultural” fuera efectiva en este país, Omar considera –con una perspicacia histórica llamativa- que la lógica de la diferenciación epistémica y funcional de esferas de valor y ámbitos de existencia –dicho weberianamente-, aquí no comenzará a consolidarse sino muy lentamente y recién después de 1983. Esto significa que antes de esa época, hablar de “campo intelectual” constituye una ilusión retrospectiva. Esto significa que hoy sí tenemos un “campo intelectual”, por su contrafrente sociológico. Por consiguiente, aproximadamente hasta 1975 –sin mencionar la larga noche asesina que le sucediera-, lo que impera –incluso en la propia cultura universitaria- es la tradición ensayística de intención política, nunca del todo conjurada por el cientificismo modernizador de Germani (y la escritura cripto-barroca de un Halperin Dongui tampoco es prueba de lo contrario), sino incluso reforzado por los límites que éste quiso hacer valer, precisamente, como autonomía disciplinar dentro de un campo académico. Pero pareciera, según el propio análisis de Omar Acha, que este nudo histórico-epistémico es más fuerte y profundo de lo que se podría sospechar desde una mirada superficial, también atenida excesivamente al testimonio retrospectivo –“ilusorio”- de sus propios actores.

Es así que Omar Acha se pregunta cómo es que fue posible la emergencia de un “consenso modernizante” (como convergencia, por ejemplo, entre ex revolucionarios y nuevos y viejos liberales, etc.) en una amplia franja generacional de pensadores procedentes de las ciencias humanas -diría, mucho más que de la filosofía “pura” o técnica, cuyo halo áulico también brilla con el aire de estar siempre en otra cosa-, lo que está visto Terán deploraba como pensador público cuyos esfuerzos de lectura jamás se propusieron -todo indica así- remorder a sus lectores con archivos bibliográficos herméticos  –destinados hoy a ser develados democrática o siquiera masivamente en las cada vez mayores bibliotecas digitalizadas-, acaso previendo que ello corresponde a labores de vidas menos trágicas y más aliviadas. Por lo que la permanente tensión que en el libro de Acha se establece entre el Terán filosófica y filológicamente irreprochable (“el experto”), de un lado, y el documentalista públicamente comprometido con el de la historia (“el intelectual”), del otro, va mucho más allá de una trayectoria personal y aún que de su nada fácil ubicación en la “batalla de los géneros”.[ix] Desde luego que ello impacta en la tensión entre modernización y ensayismo, ya debidamente anotada por muchos comentaristas respecto al “jefe de escuela” cientificista que fue Germani. De un modo no necesariamente explícito, ello también atraviesa la obra de Terán, toda vez que como intelectual modernizador sin embargo no obturó –a diferencia de Germani- sus pulsiones ensayísticas, no obstante cifradas y elusivas. Más palpable en el libro de Omar Acha parece ser el modo en que Terán conjugó las figuras del “intelectual” y del “experto”, aun como miembro reputado no ya de la cultura académica e intelectual porteña, sino del sistema nacional de investigación científica en su conjunto.

Más allá de la figura de Terán en particular, Omar Acha parece considerar que el “problema” de la modernización, adolece por principio de límites conceptuales y tropológicos. Me pregunto si ello no es incurrir en lo que Sazbón llamaba “devaluación formalista de la historia”, pero invertida. Esto es, como devaluación historicista de la forma moderna. Más allá del chiste pesado, sin duda que el pensador crítico que es Omar no ha de rebajar los diagramas morfogenéticos de la modernidad a un síntoma retórico (ya que el propio socialismo, teórico y práctico, ideal y real, es uno de sus resultados de potencia internos). En cualquier caso, creo que el problema mismo de la modernidad en su dimensión de inexorable racionalización formalizante ha preconstituido ya nuestras formaciones epistémicas desagregadas en las institutos de saber, sin que alguna de sus configuraciones prácticas pueda flotar por arriba de otra a gusto, a fin de dictaminar sobre su dirección y validez. Y me refiero –comenzando por lo más débil-, por ejemplo a la propia praxis de escritura, en la medida en que es algo que nos concierne directamente, tanto a mí como a Omar y presumiblemente a la mayoría de nuestros lectores. Pues las alarmas que algunos están encendiendo actualmente sobre la creciente ultra-especialización conceptual y consiguiente esoterismo terminológico de muchas tesis doctorales –de nuevo, por mencionar un síntoma menor pero suficientemente constatable-,[x] no creo que sea pura moda, mala fe o simulación del saber -no al menos en todos los casos-, sino más bien el síndrome epocal –y desde ya amoral- de una lógica cultural objetiva que estimula y reproduce desde sus legalidades autonomizadas el propio cuadro de prestigio científico y aun visibilidad política que preconiza la cultura academizada. Y que la “militancia” deja incólume. Pues es el mismo espacio institucional y epistemológico el que autoriza, entre otras “hipótesis” y tesis, la legitimidad de la violencia obstétrica de la Historia –a la que tantos confían, aún, sus esperanzas emancipatorias últimas-, mientras la lengua protocolaria del informe científico, por ejemplo, no se encuentre entre sus víctimas.

Ironías aparte, no se trata de actitudes meramente individuales, insisto. A nivel histórico-social, conjeturo que un aspecto a tener en cuenta –mencionado en otro tramo de la discusión por el propio Omar- reside en la creciente disyunción autonomista de la vida universitaria –sobre todo respecto de cualquier plexo de eticidad concreta- en tanto “esfera” normalizada y en condiciones, ahora sí –digamos que desde unos veinticinco años a esta parte-, de difractarse en “campos”, que si “academizó” a muchos ex revolucionarios, no sería sino al precio, suponemos, de que se sumaran orgánicamente a las tareas de la “transición” democrática, que como se sabe muy bien, es ya una categoría analítica de la “teoría de modernización”. No creo indispensable apelar al sociologismo agresivo de Bourdieu para expresar que el “academicismo” noventista, que entronizó decididamente las figuras ya hegemónicas del becario y luego investigador de carrera en el sistema de expectativas profesionales de los universitarios humanísticos -también en una ancha franja generacional, en la actualidad, aún más amplia y consolidada que en los años noventa-, no podría explicarse como una simple “cooptación” y “disciplinamiento” de las pulsiones de la voluntad revolucionaria juvenil  y su consiguiente defección conformista vía integración al sistema (como en algunas organizaciones estudiantiles de aquellos años se solía acusar), sino y fundamentalmente, el modo de adaptarse –pragmáticamente y a veces incluso cínicamente- a una lógica cultural interna con suficientes respaldos empíricos a escala mundial (donde en efecto no hay excepcionalismo argentino ni latinoamericano alguno). Quizá es la lógica de una estructura de sociabilidad cognoscitiva que de estudiantes simplificábamos demasiado, por lo menos los que entre nosotros creíamos que lo que debía ser “repensado”, por ejemplo, es “lo que significó” el intento de toma de La Tablada, etc. Por entonces no teníamos debidamente en cuenta –digamos, los menos perspicaces como yo- que se pueden alentar expectativas antisistémicas radicales desde la alta academia misma –incluyendo todo su cursus honorum de promoción y consagración-, aspirando a la abolición del Estado capitalista desde el seno mismo de su subsistema científico-técnico, convertido astutamente en un gueto de contrapoder paralelo –pero sin base de masas-, sólo a cuenta de no perturbar el orden de la “lógica de la investigación” y su racionalidad formal occidentalmente unificada en clave de un inflexible universalismo metodológico. Pero, de nuevo, este entramado de voluntad antisistémica normativamente orientada a la transformación social radical, de un lado, y del otro, aceptación intra-sistémica –calculada o consensual- de las reglas procedimentales del “campo intelectual”, quizá responda no sólo a una guerra de posición que preceda algún día a la guerra de movimiento final, y en cuyo transcurso se aprovechan tácticamente recursos públicos –y admito que estoy razonando con Terán-, sino también y más todavía, cabría sospechar que ello responde a una inmanencia epistémica propia de la dinámica de la diferenciación social misma en su camino fatal de autonomización de esferas de valor y ámbitos de existencia, cuyo funcionamiento y despliegue posee un alcance que se comprendería muy mal desde la simple crudeza del reproche moral y la imputación ideológica. De otro modo, no se explicaría del todo la coexistencia, en ciertos expertos -sin conflicto interno aparente y mucho menos tematización reflexiva- entre aspiraciones insurreccionales resemantizadas y obediencia a las reglas de la “investigación” legítima, expectación apocalíptica profana de reversión acelerada y total de las instituciones, y ethos científico de estabilidad productivista y jerárquica del saber autorizado. Es cuando asistimos a una especie de síndrome, donde se combina un exaltado criticismo ideológico con un implacable conservadurismo epistemológico. Evidentemente, esto permite una suerte de pax reguladora a la hora de decidir los objetos y los temas de análisis, seleccionándolos desde una convicción política de destrucción creadora del mundo, pero habilitándolos desde los dispositivos establecidos de la rutina de la profesión. O en lo que pudiera ser una oleada todavía más radical de instrumentalización estratégica de la Universidad Pública, en vistas de la formación jerárquica de una nueva aristocracia académica de “jóvenes iracundos” –Darcy Ribeiro dixit-, esta vez  detentadores, no ya de la apocalíptica secularizada de la voluntad insurgente, sino de una soteriología laica –siempre con la debida superioridad de mando- detentadora del saber burocráticamente legítimo.  ¿No sería ello un weberianismo inconfesado? ¿Es el único camino que quedaría, de intentar seguir perteneciendo al mundo de la vida universitaria, o sería semejante intención –o perseverancia- ya un problema a considerar en sí mismo, en vistas de su indetenible colonización cientificista, verticalismo credencialista y despotismo de procedimientos?

Sin duda Omar, que se cuenta entre aquellos que precisamente traen a escena dicha tensión axiológica y la justifican, al menos, en términos de una primacía ontológica de lo político que subordina el rol profesional y académico a una causa valorativa suprema y ulterior –que no veo por qué no habríamos de seguir llamando “socialismo”-, objete con muy sólidos argumentos este “habermasianismo” weberiano que se ve que no he abandonado -y que acepto, habla muy mal de mí como ex “marxista independiente”-, pero el estilo contemporáneo de la vida académica argentina real, diría incluso, su Unterbau, no veo que me desmienta enfáticamente. No alcanza entonces con quejarse de “los trepas” y de la jerigonza “genial” –vanidades y afectaciones que florecen, por lo general, sólo en la primavera de la vida-, como hacen muchos colegas tan honesta como melancólicamente. Es lamentable tener que darle la razón a Bourdieu a cada rato, lo admito, pero de lo que se trata aquí es de la lógica objetiva del “campo” antes que de los eufemismos subjetivos de sus participantes. Soy el primero en reconocer que esta percepción diagnóstica puede venir excesivamente sesgada por la nota de resentimiento de alguien que, como yo, no llegó a ser, por decisión propia pero también, aunque lo hubiera querido, por falta de créditos a la edad pertinente (doctorando tardío, concursante inhábil, articulista desmañado, etc.), un “investigador de carrera” y/o un “jefe de cátedra”. En efecto, acepto que puede ser la mirada tan lateral como “sesgada” de alguien que procede del bajo clero académico, simple auxiliar docente, investigador de equipo bajo dirección y ensayista independiente que a duras penas saca cada tanto un libro, no obstante permanentes colaboraciones con colegas y amigos, y cuya inserción ocasional en actividades de alta academia, iniciando los cincuenta años, no hace más que confirmar su status parroquial. Pero, insisto, ésta no sería en todo caso nunca la perspectiva de un “outsider”, puesto que los ensayistas universitarios, hoy, también formamos parte del sistema académico, valga reiterarlo. En todo caso, a los ensayistas nos llegan balas de algodón por parte de los “científicos” o “investigadores”. Por ejemplo, haciéndonos notar, sino sentir, que la real apertura transdisciplinar –no la que se declama sin ejercerse- de lecturas y problemas, no sólo nos alejan penosamente de la figura del especialista bien definido y asentado en lo suyo –lo que muchos jóvenes ya se percataron largamente de que es el camino más seguro a seguir en la profesión, y los consagrados, un medio de “evaluación” despiadado desde donde mantener a raya a cualquier diletante entrometido-, sino incluso de la del erudito clásico (el teólogo, el filólogo, etc.), siempre prudente de no “invadir otras áreas” (del filósofo, del historiador, etc.); con la consiguiente humillación suave, en fin, de no ser citados, o la más intensa de ser criticados encarnizadamente, precisamente y por ejemplo, en un “arbitraje ciego”.  Pero lo cierto es que estas impugnaciones y desconsideraciones resultan, comparadas con la violencia represiva dirigida a los cuerpos de los viejos revolucionarios (como Oscar Terán, entre tantos) que con su palabra empeñaban sus vidas, nimiedades egoístas, petulancias mezquinas, pequeñeces: boludeces (¿acá puedo escribir así, compañeros?). Porque lo mínimo que como ensayista debo reconocer es que habitar el “cuarto en el recoveco” ensayístico (Jaime Rest dixit) de la casa universitaria, es también formar parte íntima y quizá indispensable de ella, si ésta no quiere formalizarse y tecnificarse hasta su enajenación in-salvable y cosificación total. ¿Y a qué toda esta catarsis, entonces?

Entonces: o bien el estudioso ensayístico lateral –como profesor que califica alumnos y dirige tesistas-, lo mismo que el militante antisistémico academizado –como investigador consolidado que “evalúa pares” y “forma discípulos”-, encarnan funciones concomitantes pero diferenciales de la lógica epistémica de la cultura académica occidental –entre ellas, la de detectar y radicalizar sus teleologías paradójicas e inintencionales, y las de dramatizar el politeísmo axiológico que impera en el reino de los fines últimos-, o es sólo impotencia de los que poetizan las nominaciones proliferantes de los mitemas nacionales –se disponga del aparato del Estado o no-, y quebranto de los que nunca estarán a la altura de las duras exigencias del activismo anticapitalista, ni de las de ayer, ni de las de hoy, ni de las de mañana.

Todo esto merece ser dicho mejor, claro, pero al menos quiero comunicar la impresión de que el problema no reside para mí en discernir entre “la moral de ellos y la nuestra”, ni dirimir quién ganará la partida actual del nunca del todo extinto meaning of history -porque el ensayista libre y el revolucionario científico, los polemistas y los evaluadores, hoy formamos parte de las mismas filas de la derrota, cuando menos electoral y acaso cultural, pero eso se verá- sino en cómo –dicho con palabras que para muchos –empezando por Omar- serán seguramente más respetables que las mías-: a) junto a no olvidar que la “izquierda radical –marxista, comunista, guevarista, socialista, anarquista, autonomista, trotskista, maoísta, leninista, etc.- procede, más allá de cualquier diferencia doctrinaria, de un impulso primario compartido”, a saber, “el deseo de vida en común, entre iguales, en una sociedad libre de opresión y explotación”, asumir, pues, b) que no sólo la izquierda “ha expulsado activamente de su política cualquier preocupación por la valoración ética de las acciones”, y ello sobre la base, ahora, de acordar, aceptar o siquiera tolerar que “una ética radical de la igualdad es una ética dialógica”, para, alguna vez,  tomar en serio –por ejemplo en un frentismo político que aspire a constelación moral y cultural-, el hecho de que, aplicado el enunciado general al caso singular y concretizado de la Argentina, c) si bien “las naciones tal como las conocemos son formas de comunidad política devaluadas, alienadas, deformadas, contradictorias”, resultan, simultáneamente y “por el momento”, pese a tanto, “los únicos espacios importantes sobre los que se despliega, al menos, alguna forma de polis”, que es precisamente lo que explica “su justa y necesaria pervivencia actual”, y desde ya, “su momento de verdad”.[xi]

¿Cómo hacer de esta postulación nada concesiva y acaso íntimamente crispada ante el momento de verdad nacional,  el punto de partida programáticamente mínimo desde donde formar democráticamente una voluntad emancipatoria y popular orientada hacia un frente amplio político, moral e intelectual, en medio de la actual noche neoliberal/neofascista de la que nada indica –si no nos mentimos entre nosotros, claro- que será breve y liviana, pensando ya no solamente en la Argentina actual, sino en el muy reciente Brasil?

 

VII

 

El pasaje del romanticismo de la voluntad a la ética de la responsabilidad -si podemos expresar con una consigna excesivamente rápida el arco de la curvatura existencial de Terán- reporta un balance de pérdidas y ganancias cuyo resultado no arroja simplemente la imagen de un académico que avanza en su carrera a costa de una merma del ethos épico del insurgente que supo ser. Sencillamente no creo que sea así. Es cierto que algunos imputan ese desplazamiento a ciertos profesores-investigadores maduros que conjuraron con su consagración profesional su pasado agonal de “jóvenes iracundos”.  Pero con Terán sucede algo mucho más complejo (como con otros pares generacionales también, pero huelgan los nombres). En todo caso su transfiguración normativo-existencial queda acuñada en su obra públicamente disponible. Más todavía con la hermenéutica de Omar Acha, nada concluyente pero sí sumamente clarificadora al respecto. Ese desplazamiento no se agota en un drama subjetivamente replegado, que deba reconstruirse narrativamente por un intérprete, sólo accesible a partir de los fragmentos y recodos de una memoria biográfica. Allí están los textos de todo un “programa de investigación”. En el camino, lo que deja de ser certeza, dicho con otra consigna veloz, es la onceava tesis a Feuerbach, que como es de sobra sabido, no es sino toda una Weltanschauung de la modernidad occidental. Entonces se hace perentoriamente necesario volver a interpretar. De nuevo: textos. Tan poco y a la vez tanto…

Entre los títulos de dignidad que Terán retuvo para sí, el de haber historizado y re-proyectado textos argentinos y latinoamericanos, no es el menor. Pero la debilitación perpleja, y pronto desactivación convencida, de la transformación radical objetivada como guerra revolucionaria (mengua normativa que está visto, dista de ser unánime en las generaciones posteriores), en beneficio, al cabo, de racionalizaciones morales cuasi-evolutivas procedentes del universalismo moderno cuyos desacoples finiseculares, con todo, no se quieren beneficiarios de una filosofía de la historia negativa, o de cualquier forma de postemporalidad, hacen de Terán un pensador harto más interesante que lo que él mismo pareciera que se permitió traslucir a través de sus descripciones muralistas de epocalidades representacionales y encrucijadas históricas (“la ideología argentina”, “los años sesenta”, la “cultura científica fin-de-siglo”, etc.), en tramos acaso demasiado concesivos a un régimen protocolario y neutralizador de enunciación cuyo cumplimiento, en sus cultivadores actuales –cada vez más severos- se hace a rajatabla y sin miramientos.

Se entiende entonces por qué la inserción en el sistema académico normalizado de alguien que como el joven Terán, se contaba entre quienes “aseveraban que no había otro camino que la lucha armada para terminar en la Argentina con el ciclo de la más franca dominación antipopular, imperialista y oligárquica”, haciéndolo “comprometerse orgánicamente con la estrategia foquista en la Argentina” (pp. 27-28) -en la época de Onganía-, tampoco dejaría de ser señalada, hasta hoy mismo, como una defección insidiosa respecto del propio marxismo.[xii] El eje de ese corrimiento -para mí, insisto-, no es el que sustituye por medio de una obra académica de densidad pública una utopía de redención aniquilada y desarmada, sino el que re-conduce el mismo proyecto ilustrado, desde el marxismo revolucionario vanguardista hacia la sociología modernizadora republicanista. Entonces un par analógico europeo de Terán sería, desde mi punto de vista, Habermas. Es en este sentido que podría decirse, desde una perspectiva marxista más ortodoxa –que está visto que goza de buena salud-, que Terán “retrocedió” hasta Germani, seguramente entre los últimos intelectuales en la Argentina de sus años sesenta con el que hubiera consentido acordar una misma concepción teórica y práctica de la vida cultural, social e histórica.

Volviendo al enfoque que Omar Acha propone de estos temas, es claro que desde su punto de vista, el concepto de modernización sólo se sostiene si en su programa de reformas –porque al cabo hablamos de reformismo– afronta –y arroja- diversos lastres tradicionalistas, con sus modalidades conservadoras y reaccionarias. O en menos palabras: Omar Acha revela –tal vez- que el peronismo sigue siendo una franja opaca y esquiva en la pirámide reflexiva de Terán. Por ello es que un plano más alto de estilización conceptual, Omar vuelve varias veces sobre la noción de que todo proyecto modernizador, por medio de sus agentes reflexivos -que a esta altura ya sabemos que no son sólo sociólogos y economistas, sino filósofos e historiadores- debe estar atento al hecho de si en su propia aceleración genera secuelas adversas, efectos indeseados, consecuencias imprevistas, perjuicios indeliberados, etcétera. Ello querría decir que el sentido teleológico del proceso de modernización, en tanto índice tendencial que no se reduce a sus componentes particulares, sólo se hace inteligible en su divergencia con las dificultades que debe sortear a su paso. Del mismo modo que “ese huracán llamado progreso”, según la figura sarmientina y en general romántica que analizara Adriana Rodríguez Pérsico. Lo que supone, claro, que los inconvenientes hallados en el avance de este viento de la Historia, arrasaría con los sujetos que encarnaron la formas más radicales, o moderadas o resilientes, de las resistencias tradicionalistas. De los que quieren quedar en pie. Pero lo que sopla con la modernización –con la modernidad- es un infinito. En esencia. Quien así lo dice es el metafísico in-declarado que al parecer es también Omar, no yo. Como sea, leemos del antimetafísico declarado que es Omar en este magnífico libro, en efecto, que la “modernización es un vector en esencia infinito”. Claro, para los modernistas, no para Omar. Pero éste no se priva de escorzar una filosofía de la temporalidad por demás sugerente. Por ejemplo, cuando indica, críticamente, que nadie “sabe cuál es el punto de llegada de la modernización en la medida que su imagen es huidiza: la modernidad o lo moderno, lo nuevo o lo cambiante, nunca se puede dar por acabada”. De ello resulta que “la pregunta por la modernización supone encontrar como respuesta una modernidad incompleta, contrariada, periférica, reprimida, híbrida o insuficiente” (p. 141).

Creo haber citado un pasaje fundamental del estado de la discusión filosófica, política y social de la Argentina de la segunda década del siglo XXI. Quien juzgue que exagero, deberá reconocer al menos que el tema de la modernización es de tal relevancia teórico-práctica que si no ha de redefinir los estados de discusión del presente, nuevamente, al menos responde a un linaje de pensadores y problemas conceptuales que por sí solo justifica abocarse a la cuestión. Ya que es Omar quien nos advierte que el paradigma de la modernización leído en clave socialista es tan determinante, que tiene efectos en el propio canon de la historiografía filosófica e intelectual latinoamericana. Omar consigna que, acompañado “por los aportes analíticos de Ricaurte Soler, Arturo Roig y Carlos Real de Azúa, Terán propuso una lectura del momento positivista de la cultura teórica argentina en que ese segmento devino en una ideología suscitada por los aspectos no deseados de la modernización”. Esto explicaría que, en Terán, “la afirmación cientificista del positivismo se reveló como una ‘superposición de ideologías’, dirigidas a plantear el problema de la nación –y no ya una mera exterioridad como había sido concebido hasta entonces- en el contexto de una modernización no sólo cultural, que generaba desafíos al celebrado progreso material” (pp. 144-145).

 

VIII

 

Terán reclamó, ante Sazbón y otros exponentes eximios del marxismo argentino, el derecho al postmarxismo. Para peor, en nombre de “los problemas  vitales de una cultura nacional”. Que este vuelco lo produjera al amparo del “pluralismo teórico” y del “pensamiento de la diferencia (Foucault)”, en contra de todo reduccionismo absolutizante, no merma el efecto en apariencia regresivo de ese llamamiento al “problema” de la nación, que quizá en él bramaba interiormente desde mucho antes de ser formulado, por ejemplo, en el célebre artículo de Controversia que visitaremos luego. Terán fue lo suficientemente sabio –es decir también, lo necesariamente astuto- como para que semejante convocatoria a revisitar la idea nacional no resultara escandalosa. En fin, irritantemente “nacionalista” ante sus pares generacionales del progresismo. En efecto, yo sospecho que lo consiguió, legándolo bajo la forma del palimpsesto o del cuadro recubierto por otro cuadro en la misma tela.

Desde mediados de los años ochenta –nos informa Omar Acha-, Terán relevó todas las funciones del marxismo concebido como una teoría global, a favor de una identidad socialista no revolucionaria. Semejante cambio no hizo de Terán, sin más, un antimarxista. Jamás fue un converso resentido. Por ello es que ante la pluralidad insuprimible del marxismo -frente a sus innumerables vertientes y derivas-, Terán optó por una reconstrucción historiográfico-crítica. En gran parte, del pensamiento argentino.

No hay aquí un énfasis denuncialista por parte de Omar, pero tampoco entusiasmo alguno en constatar que este vuelco postmarxista es también una reorientación temática hacia lo que hoy mismo las estribaciones post-teraninanas -¿se podrá decir así?- de la historia intelectual dan en tratar a “la Argentina” como un “problema”; objeto opaco, elusivo, recalcitrante, y acaso en esta aspereza sin embargo viscosa, todavía interesante y desde ya desafiante. Lo que queda en pie es otro “problema”: cómo explicar que los últimos textos de Terán que nos han llegado a través de ediciones oficiales, versen sobre el Facundo y sobre la historia de las “ideas argentinas”, respectivamente, sin que el avatar trágico de su biografía –y presumimos, de su filosofía- agote todas las hipótesis posibles. Este hombre perdió, o donó lo que le restaba de vida, analizando las “representaciones intelectuales” sustantivas y últimas de este país (“la Argentina”), pero no veo que en el libro de Omar ello merezca alguna atención en particular, fuera del “problema” que a él le preocupa de veras de este gran maestro: su desalentador “postmarxismo”. Pero es el propio libro de Omar –al menos a en lo que a mí respecta- el que me conduce, diría, perentoriamente, a revisitar y reconsiderar el legado de este “socialista no –revolucionario”, cuya vida finiquitó en medio de las labores, seguramente penosas –se lo reconozco de movida- atinentes a pensar los grandes –pero desde ya siempre pequeños- temas y problemas, en fin, de la Argentina. No hubo nunca en Terán un nacionalista agazapado, o algo así como un argentinista inconfeso (como tantos de nuestros eruditos “universalistas” hasta hoy mismo, pero no insistiré en esto que en verdad me divierte y reconforta). Es lo que percibí desde mis primeras lecturas intermitentes de su obra, y lo que me queda más claro tras la formidable exégesis de Omar. Ahora bien: una vida doliente que se apaga finalmente a los pocos años de la “crisis del 2001”, en medio de los menesteres –presumiblemente para él, amargos e ingratos, cuando el verdadero negocio filosófico de ayer y de hoy sigue siendo el “diálogo” europeo y anglosajón- de organizar un conjunto de estudios argentinos, es -al menos para mí- un hecho que merece algo más que admiración y respeto, que desde ya dejo asentados. Es algo que exige ser pensado.

Claro que el libro de Omar es ya un paso fundamental en tal dirección. Y seguramente Omar se sentirá decepcionado –o al contrario, confirmará sarcásticamente- que para mí, lo que requiere aún ser pensado en Terán, y como mínimo, en su generación, pese a tanto, es eso del “decir la nación”.

Por esto es que del exhaustivo aparato de fuentes que aporta el libro de Omar Acha, me detendré apenas en una, que veo que se haya claramente expuesta y más que correctamente tratada, pero no necesariamente explayada en todas sus implicancias político-conceptuales, acaso delegándole el peso de la temática a su libro sobre Puiggrós. Bien. Porque me refiero aquí a la “cuestión nacional” en Terán. Siento que la más que pertinente presencia de Mariátegui respecto a ese punto, tiende a solapar la pregunta inicial que pareció acosar al marxista en crisis que era Terán en su exilio mexicano. Me refiero a la más que sugerente noción de “forma-nación”, que invocara Terán desde el austromarxismo, y desde una serie semántica que hoy pareciera impronunciable, aun para aquellos que subrogan el legado de Terán. Pero es Terán el que las articuló: “tierra, muertos, infancia, patria”.

Es evidente que a alguien que deplora el despotismo del poder y la intolerancia hacia la diferencia, como Terán, deba sopesar mucho su relación con el “discurso nacional”, como lo llama Acha. Su atento lector destaca el hecho de que “Terán no adhirió a la convicción de la izquierda nacionalista según la cual en los países periféricos (así fuera que se los concibiera como coloniales, dependientes o necesitados de una ‘segunda y definitiva independencia’), la ‘cuestión nacional’ era radicalmente diferente al opresivo  de los países dominantes en el concierto mundial”. En ello pesaba el juicio acerca de que “el relieve del Estado en las construcciones nacionales en América Latina había sobrepujado la coacción autoritaria”. No obstante, en el exilio, “las advertencias contra las derivas autoritarias del nacionalismo no impidieron a Terán admitir una idea diferente de lo nacional”, al asumir –como veremos enseguida con algo más de atención- la tesis de que el socialismo debía a su vez socializarse desde un proyecto nacional. Claro que a Omar le interesa señalar que, visto en perspectiva, “su mirada sobre el ‘dispositivo’ nacional fue suspicaz, si es que no condenatoria por las derivaciones autoritarias implicadas en la búsqueda de una consistencia profunda característica de la historia del nacionalismo desde fines del siglo XIX, con sus secuelas de guerras, xenofobias y genocidios”. Esto explica que para Terán, el “argentinocentrismo”, fuera “reconocido como una fibra de la ‘ideología argentina’ en diversos momentos de la travesía cultural local, incluida su cuerda de izquierdas”. Cursando ya el último tramo de su obra, Terán confeccionó una síntesis sobre la “idea nacional”, donde –dice Omar- “mantuvo incólume un escepticismo medular respecto de los usos de la ‘nación’ que algunos tramos de la historia argentina considerados permitían analizar”. Y sin embargo, Terán –lo que ya no es menos claro en sus discípulos- no rehusó admitir que “una versión republicana de la nación emergía como una alternativa a la atomización generada por el neoliberalismo” (pp. 136-137).

Desde luego, la Revolución Cubana, que demostraba en los hechos la factibilidad de la Revolución, implicaba también la novedad de que su proceso podía ser a la vez “nacional” y “socialista”. Me pregunto cuánto de esta constatación sería tomada en serio por los propios seguidores de Terán. Como sea, el artículo de Terán de 1980 no rehúsa inferir fácilmente –pero también, incluso la exégesis de Omar- que ya su guevarismo lo interpelaba interiormente respecto a la dimensión “nacional” de toda praxis revolucionaria posible en América Latina.

La cosa es que Terán, en 1980, cuando consideraba que era “preciso preguntarse a qué referentes históricos, teóricos y culturales podían acogerse los marxistas argentinos, y latinoamericanos en general, para reflexionar su propia realidad”, comprendía ya que el “pecado original semántico” de la “tradicionalmente llamada <<cuestión nacional>>”, era algo más que un obstáculo epistemológico para un capítulo aún adeudado del debate marxista local. Porque entre nosotros, es decir, en la Argentina y en América Latina, ya ni siquiera “se trataba de responder a la cuestión de cómo obtener la autodeterminación de comunidades con una larga tradición cultural que supervivían en el seno de estados multinacionales, ni tampoco de brindar alternativas de liberación nacional respecto de una opresión colonial mayoritariamente cancelada en el siglo XIX, sino de responder a la posibilidad de formación de estructuras nacionales sobre la base de realidades heterogéneas y generalmente centrífugas”. Porque para Terán no se trataba, “en suma, del problema nacional, sino del problema de la nación, y la distinción dista de ser bizantina, porque la búsqueda apuntaba a la constitución de la identidad nacional”. Porque si los “esquemas ecumenistas o la estricta dependencia de la estrategia de algún centro socialista exterior –que se ocultaba bajo el nombre de ‘internacionalismo proletario’- estaban absolutamente bloqueados para la percepción de este fenómeno”, ello más bien lo que explica es que “el pensamiento socialista latinoamericano haya contribuido más bien a ampliar que a disolver este ‘punto ciego’ del marxismo”.  Pues si la nación no es un “tema burgués”, el problema deviene otro. Por ejemplo, para el propio Terán, si se entiende finalmente que “la nación no es el campo neutral donde se desenvuelve la furia ciega de las fuerzas económicas, repitiendo cosmopolitamente el discurso de lo Mismo sobre ‘accidentes nacionales’ secundarios”, y por consiguiente, si se acepta que “la forma-nación es la única manera de constitución, de emergencia y de existencia de todo fenómeno económico-social, entonces tendríamos que vérnoslas siempre con objetos nacionalmente calificados”, Bauer mediante. Acá, es decir, “en toda la tradición marxista latinoamericana, sólo el peruano Mariátegui –que en tantos aspectos es la contracara positiva de Aníbal Ponce- fue capaz de decir la nación”. Y así le fue. Porque “debió hacerlo a través de vías tan heteróclitas y ‘heterodoxas’ que sería por fin condenado a la marginalidad por la Comintern, tan puntualmente representada por Codovilla en el congreso de Buenos Aires de 1929 donde fueron cuestionadas por populistas las tesis mariateguianas”. Etcétera. Pero –prosigue Terán- si “hablar de ‘vías nacionales al socialismo’ no es más que una inmensa tautología, el socialismo sólo podría concebirse como una perspectiva válida en la medida de su capacidad para fusionarse con los sujetos histórico-sociales aptos para ser portadores de un proyecto nacional”. Y precisamente ésta “es la zona, además, donde se confundiría la pluridimensionalidad de los sujetos revolucionarios con el rescate de los temas antiautoriatorios, que a veces se designan con un término que de tan cristalino ha solido tornarse enigmático: democracia”. Concepto al que “sería preciso darle un sesgo cuya formulación preferimos extraer no de la denominada ciencia política, sino de un planteamiento casi ontológico”, lo que aquí quiere decir, vitalmente humanista y abierto a la Tierra, Lévy Straus mediante. ¿Queda la patria? Se pregunta Terán. La patria “que el reaccionario Barrés concebía como la suma de la tierra más los muertos”, y que “Proust habría identificado con la infancia”. Y sin embargo, “para las dos grandes potencias socialistas todo esto que se nos quiere sustraer –tierra, muertos, infancia, patria- parece configurar apenas el espacio plano para el ejercicio de la implacable lógica de un poder para el cual los intereses de nuestros pueblos resultan una anécdota deleznable”. Terán por cierto responde. Es ésta una “herencia que ya no admite legatarios, aquella a la que debemos no sólo renunciar sino también repudiar”. El desafío, entonces (¿sólo en 1980?), consiste “en seguir creyendo que las multitudes argentinas –según algunos, ‘alienadas’ en ideologías nacional-populistas- persisten como el único horizonte posible de nuestra nacionalidad y continúan dibujando el rostro huidizo de la esperanza”.[xiii]

Terán, ya sea en sus textos públicos –libros, artículos, entrevistas, clases, etc.-, ya en su correspondencia privada, cultivó no sólo la crítica, sino más aún –como viejo post-marxista– la auto-crítica. Omar Acha de cuenta cabalmente de este aspecto de su legado a lo largo de todo el libro. Por mencionar unos pocos ejemplos, esta capacidad autocrítica se revela en sus llamamientos a no dejar “oscurecidas las raíces de nuestros propios fascismos”;  en revisar, desde la cosmovisión sesentista, lo que se le presentara al fin “como unos pobres mitos despóticos que no resisten el menor análisis”; o en no engañarse respecto a “la crisis del socialismo eufemísticamente llamado real, pero que en rigor esconde uno de los autoritarismos más férreos que ha conocido la humanidad”, junto con “los enfrentamientos sin más ideología ni moral que la del puro poder entre URSS y China”, reveladores, al cabo, de que en “lugar del comienzo de la historia”, lo que hay es “el principio del Gulag”. Para Terán, se ve de lejos, esto es propiamente lo que debe ser pensado. Ética e históricamente reflexionado. Sin arribar necesariamente y otra vez a tesis espectaculares y conclusiones grandiosas, lemas monumentales y consignas movilizadoras. Apenas bastaría, para Terán, con “detectar sin asombro que nadie nos engañaba, sino que éramos partidarios de una sustitución de los otros”, o que la impugnación de la Verdad y su Vanguardia, ahora exige “remoralizar la política”. Caso contrario, “las autocríticas (esa palabra terrible) sólo quedarán como lo que siempre han sido: un retoque que maquilla un rostro devastado”. Así y todo, éstas de Terán son frases impresionantes, sobrecogedoras, que caen sobre nuestros rostros perplejos con toda la gravedad secular que corresponde a quien fuera un combatiente revolucionario profanamente salvífico.

Omar Acha muestra más de una vez que en su pasaje a la historiografía de las ideas, Terán adujo razones intrateóricas y políticas. Los motivos conceptuales remitían al pluralismo y la deconstrucción de toda pretensión sistemática. Las justificaciones políticas obedecían a la pregunta específica por la responsabilidad de los intelectuales de izquierdas en la eclosión de la violencia setentista. De modo que antes que  un proceder académico, dicho desplazamiento concernía al ajuste de cuentas de un sector de intelectuales progresistas “con su vieja conciencia mitológica”. Donde el tema del Mito, así pues, aparece como un problema fundamental en la reflexión teraniana, acaso alegorizada en filigrana a través de un conjunto, a la vez denso y extenso, literal y cifrado, de objetos intelectuales “historiográficos”, donde por cierto “la nación” es menos un archipiélago de islotes que una plataforma marítima. Desde lo Alto o desde lo bajo, parece al cabo que ni el Mito ni el Cielo pueden ser expeditivamente desalojados de aquellos terrenos metafóricos del Ser donde todavía la indigencia de un Sentido último no exhibe sus raíces arrancadas bajo la sequía que deja la intemperie de la formalización calculante y la abstracción instrumental de todo suelo semántico en-el-mundo. Porque sobre tierra yerma no hay nada que festejar. Omar lo dice de una manera más adecuada y desde luego ontológica cuando apunta que lo que Terán “había aprendido definitivamente en Dilthey y en Heidegger lo había reencontrado de otra manera en la historia cultural: habitamos en tinglados simbólicos, pre-estructuras y mentalidades” (p. 169).

Correlativamente a su -en apariencia- elusivo trato de la cuestión nacional y consiguiente rechazo del imaginario “excepcionalista”, es fundamental comprender, según Omar, que para Terán, “la Argentina estaba inserta en una historia al menos hemisférica, cuando no global”. Esto de algún modo se expresa en sus titulaciones, donde el país queda entramado en vastas coordenadas de referencia temporal. A propósito, no puedo evitar una tentación. Homologar los términos del título del sorprendente artículo de Terán de 1980, con el título de su libro de 2006. El de 1980 es De socialismos, marxismos y naciones. El de 2006 es De utopías, catástrofes y esperanzas. Porque la transposición comparativa término por término de ambas tríadas categoriales arrojaría un resultado demasiado previsible como para ser verosímil. Socialismos/Utopías. Marxismos/Catástrofes. Naciones/Esperanzas. Pero no, no, claro, es una trasposición oblicua demasiado fácil, un quiasmo puerilmente lúdico, groseramente irónico, porque seguramente el Terán de 2006 jamás concertaría en un lazo semántico común -confiando aún en las multitudes populares-, esperanza y nación. De ese rostro que talla la Tierra y el Tiempo y es cada vez más huidizo.

De nuevo en términos generales, en este gran libro, el tema de la “nación” aparece debidamente enmarcado y a la vez pre-conjurado, por decirlo así, en relación a las irreprochables fuentes marxistas desde las cuales requiere ser considerado. Omar Acha señala, así, que “por cierto que anticipado por las lecturas gramscianas, la discusión con la intelectualidad peronista permitió a Terán percibir un problema real en el marxismo, ya no en clave universal, sino en los desafíos –que él había concebido previamente como peculiares del Tercer Mundo- para el encuentro entre la teoría y la práctica revolucionarias”, todo lo cual converge en el “problema de la nación” (p. 45).

Que la nación sea ante todo un “problema” –supo apuntar preclaramente Terán- es una tesis confirmada hasta en las últimas intervenciones bibliográficas del “programa de historia intelectual”.[xiv] Yo tiendo a pensar que la mirada de Omar es aquí más interesante y relevante que la de un puro rastreo genealógico –y soterrado ajuste de cuentas con el nacionalismo- de dicho “problema”: “la Argentina”. Y sin embargo, en el libro de Altamirano y Gorelik, los nacionalistas no quedan mal parados. Quizá es un efecto calculado, quizá no. Pero por dar un nombre, hasta la figura de Agosti es allí reenfocada desde la dramatología nacional, no precisamente como un escarnio. ¿El “problema” es la Argentina, o más bien sus “nacionalistas”? Y no estoy seguro de que la discusión deba replantearse sobre coordenadas ideológicas más nítidas. Porque la forma-nación sobrevive y acaso sobrevivirá a los nacionalistas, y es de esperar, a los neonacionalismos restauradores de la hora. La nación se forma pero deviene forma, advirtió señeramente Terán. La nación democrática popular, supo advertirlo Terán en 1980, no sólo es un problema político, sino una condición ontológica. Tal como lo sugirió Terán en su invectiva autocrítica contra sus viejos camaradas revolucionarios, tomándose la audacia incluso de citar la extrema derecha, lo que en esos años de exilio y derrota habrá sido franca temeridad. Sinceridad implacable. Como si se lo reclamara esa forma deformante, a la que dispuso ofrendarle su cuerpo joven. ¿Como si hubiera comprendido mudamente que no ya la Revolución, sino la Nación misma se lo exigía? No me corresponde preguntármelo, y reconozco que me estoy extralimitando de contrafácticos. Sí puedo interrogarme por los vastos alcances interpretativos de su artículo de 1980, y de la teoría de la nación in nuce que contiene, partiendo de la noción concomitante de forma nacional periférica. Los que se ocupan de estratigrafía histórico-semántica tienen acá –si les interesa- mucho terreno que desbrozar y disputar –por límites, jurisdicciones, etc.- todavía. Qué le vamos a hacer, pero el fantasma de la nación sigue recorriendo los suelos del mundo, horadando ya sus propias invenciones estatales, es cierto, ahora por segmentación reaccionaria identitarista y ya no tras una conflagración emancipadora anticolonial, lo que desde luego admito que constituye un problema. Se trataría también de reconsiderar a fondo, si cabe, por qué alguien como Terán tampoco dejó de pensar la idea de nación como una forma democrática popular.

Por si fuera poco –y esto tampoco tiene que ser intentio auctoris– el libro de Acha nos deja una imagen de Terán como pensador periférico, argentino, que pese a impugnar toda tentación “ontologista” y desde ya despótica frente al “problema de la nación”, no fue sin más un investigador occidentalista, eurocéntrico, en cuyo ponerse a la altura de cierta contemporaneidad bibliográfica –meta que al parecer tampoco lo desvelaba demasiado- latiera un resentimiento elitistamente inconfeso por la realidad del país donde viviera luego de su exilio –“comunidad imaginada” que no tenía por qué amar, pero a cuyo legado cultural sí dio toda su potencia de pensar-, lo que no puede asegurarse de muchos de sus colegas y camaradas de ruta político-intelectual, cuya parcial dedicación a tal o cual “tema argentino” o latinoamericano, no desmentiría en el fondo la primacía espiritual, objetiva y subjetiva, de lo que de veras cuenta para ellos, fundamentalmente en filosofía y ciencias sociales: la historia intelectual francesa y alemana, o dependiendo de la disciplina o del área, norteamericana y británica. No digo que esto no pueda hacerse con toda sinceridad y sin remordimiento alguno. Incluso frente a mojones de despedida del “espacio de experiencia” revolucionario.[xv] Pero ponerse a hacer “historia de las ideas argentinas” al trasluz crepuscular de esa despedida epocal es algo diferente. Es algo peor. Pues esa torsión full time hacia las obstinadas nimiedades argentinas –claro que sí- y a la subalternizada escala latinoamericana, ya no es una cuestión “intelectual” y mucho menos “científica” –y ni qué decir en cuanto a lo que conviene para “hacer carrera” -, sino precisamente política, y ante todo, ético-existencial, en el sentido de arrojada, lanzada, pro-yectada y decisionista.  Y no se ve que el relato de Acha aporte pruebas en contrario de esta impresión que nos deja la obra de Terán. Que aunque muchos no dudaran de su seriedad, distinto es que la tomaran en serio, en fin, en lo que respecta precisamente a sus tribulaciones latinoamericanas y, para colmo, al cabo argentinas. Que para la mayoría abrumadora –aplastante- de los académicos argentinos (porque no veo que la solitaria estrella de CLACSO, por mencionar un gentílico suficientemente rutilante al menos en las ciencias sociales, refulja más que la apiñada constelación “universalista” de la mayoría de nuestras casas de estudios, no más uno se asoma un poco a otear al firmamento del prestigio académico “real”, sobre todo en teoría política, sin que el laclausismo sea, lamentablemente, contrapeso suficiente), aunque desde ya porteños, la cultura intelectual euro-occidental sea la que en el fondo o siempre dicta u orienta los programas de investigación “en serio”, no es impostura ni fingimiento, sino justamente su postura más íntima y fundamental.

De modo que la lección de un maestro argentino obsedido por lo argentino y latinoamericano –aun en medio de un fastidio o agobio último que no soy quien para reprochar- es una actitud que precisamente ahora, en el tiempo de la verdadera reacción anti-latinoamericana, cultural y sistémica, espiritual y material, intelectual y moral, hace del legado de Terán –y de otros aledaños todavía vivientes-  una cota normativa ineludible para las prácticas de investigación localizadas en el presente vivido. Porque Terán nos deja otra de las pocas estrellas que permanecen titilando bajo el cielo encapotado y frío de nuestro Cono Sur actual. Hasta antes del libro de Omar, yo todavía veía demasiada bruma en torno a la intermitencia encendida de ese modo de “decir la nación” que encaró y legó Terán.

 

IX

 

Cuando se trata de lo importante, de lo que de veras cuenta, la confidencia entrañable de una experiencia íntima tiene tanto de sagrado como de irrevocable. Omar no rehúsa “confesar que la biografía política e intelectual de Oscar Terán interroga algo en mí” (p. 177). Mucho menos, se niega a “imaginar una amistad intelectual más allá de la muerte con quien bregó toda su vida contra las injusticias que reinan en este mundo” (p. 181). Y ello, en parte “porque la loza fúnebre de la historia no debe olvidar a los vencidos, y en parte porque las promesas incumplidas que sostuvieron tantos deseos aún persisten como una tarea por cumplir, seguramente, con otras herramientas”.[xvi]

Yo a Omar le creo este tipo de frases tan poderosas como bellas, y no quiero cerrar mis oídos a su arrebatadora música. Que ello compota un espesor normativo innegociable en Terán cuanto sobre todo en Omar Acha implica, como mínimo, que todo acto de lectura de este tipo de obras funciona ya siempre como un apóstrofe moral, con independencia de la potencia político-ideológica y mito-poética que la vehicule. En los subsuelos de la anticipación de la liberación. Entre conductos que se van abriendo bajo los pies. Ya que también siento que Omar debe ser el primero en no olvidar, o simplemente descuidar, que del hecho de que los topos sean nuevos, no se obtiene sin más que ya no cavan la misma vieja tierra, empeñados en ahondar la oscuridad expectante de sus cuevas de temporalidad ascendente, royendo desde abajo y hacia toda latitud, sus túneles de futuros sidos, mientras respiran, con los pechos enjutos, el aire enrarecido, denso, caluroso, preciado, de los que jamás se cansan ni se rinden. Esos submarinistas de la Historia acreditan resistencias heroicas. Que sus contiendas resulten vinculantes y absolutas, conminatorias y “universales”, perentorias y cosmopolitas, antiglobalistas y a la vez globales, etc., es otra cuestión. Pues cabe preguntar si el viejo topo rejuvenecido, que sigue excavando y removiendo todo piso republicano y desde luego neoliberal entre las fallas de placa de la modernidad burguesa tardía, también hoy exigiría nuestras vidas como abono de las praderas que darán por fin al cielo. Los perentorios llamados de Omar Acha a revisar –aquí el verbo es deliberado- las narrativas izquierdistas del siglo XX, parecen querer evitar esas confusiones -o desganadas distinciones- entre lo pretérito extraviado y lo aún prometido y diferido, en beneficio de las “nuevas herramientas” que requeriría el siglo XXI. Todavía me resisto –como alguien al cabo débil e irresoluto, vacilante y desorientado, que supo caer en tentaciones nacionalistas y aun populistas tras su distanciamiento de cualquier forma de marxismo orgánico- a prevenirme de que los corazones encendidos de rojo nunca se arrepienten de nada –pero aún veo en mi piel ronchas escarlatas-, y que no sólo cambian el vino en los odres viejos de sus inveteradas y maravillosas promesas del siglo XIX, sino en particular las de un tan fáctico como mitológico 1917. Mientras –pero asumo que no es necesariamente el caso con los actuales historiadores militantes-, yo ciertamente seguiría “informándome” con el rigorismo de sus indagaciones –de paso, aprovechando algo del juego ávido y no pocas veces acumulativamente avaro, es decir burgués, de la erudición archivológica y bibliográfica que a veces consume en vano las juveniles fuerzas-, pero ya mucho menos, formándome junto a ellas, fundiendo como cera de velas ardientes –tal como en los “cortes de luz” ancestrales de mi conurbano profundo, el mismo que en los barriales infantiles de Omar, seguramente- mis horizontes existenciales y prácticos con los de todo posible compañero ofendido e indignado, humillado e iracundo que, en medio de su dolor, empero, tenga a bien exponerme al resplandor de su candelabro para sentarme a su mesa.

Claro que sin la inminencia de la Revolución –y esto creo que Omar sería el primero en reconocerlo-, toda la historia intelectual de las izquierdas flota en el perfumado aire del archivista experto -no precisamente maltratado por las instituciones de investigación, ni tampoco por una parte importante del periodismo cultural- sin rozar jamás, ni con la punta del pie –al menos, si de “investigadores” y doctores hablamos, y entre quienes desde luego me cuento, aun en la retaguardia- la turbulencia barrosa de la facticidad histórica, en el sentido acotado pero expreso de la vida cotidiana de las masas. Claro que ello no va en desmedro, sino al contrario, de la espera orientadora de que la “especialización” historiográfica marxista o postmarxista se transforme, una aurora de estas, en armamento textual performativamente reversible como insumo movilizador de una nueva lucha de liberación, que se vería si asumiría o no los visos de una guerra civil revolucionaria, de por sí una corriente temporal subterránea en el largo plazo de la historicidad nacional, pese a todo rechazo racionalista por la noción de “invariante” en Omar, lo mismo que en Terán. Quiero decir, si ello brotara nuevamente del suelo movedizo de la historia, y no de “hipótesis” e informes, y si ciertos análisis no se equivocaran respecto al sentido de una posible crítica de las armas en el siglo XXI, en la Argentina y América Latina, para lo cual debe valorarse la honestidad de ciertos planteos.[xvii] Entonces nos demandaríamos –nuevamente- aquellas palabras por fin menos eufemísticas al invocar el significante “emancipación”, y otra vez en serio, cuerpos combatientes mediante. Aquí Terán tendría mucho por decir, todavía, y el libro de Omar no lo oculta ni disimula. Mientras tanto, esa expectación escatológica profana del tiempo homogéneo –que aún sostiene no sólo “programas de investigación”, si no pulsiones biográfico-vitales, lo que no es precisamente poco-  debe contentarse  con centros de documentación y memorias políticas, exploraciones archivológicas y publicaciones especializadas, grupos de investigación y dictado de cursos, grandes foros y proclamas de panel, etc., lo que evidentemente, mientras dure esta nueva noche fría que cubre el Cono Sur, debe preservarse a toda costa, con total independencia –cuando menos al principio- de lo que el debate sobre los “tiempos de violencia” en América Latina[xviii] merezca a nivel historiográfico y teórico. Porque en lo que respecta a su fuerza de salvación político-militar en el horizonte secular venidero, se pronunciará la propia vida histórica; también, en tanto participen las masas emergidas y los nombres re-inaugurales del significante-Pueblo y no sólo el proyecto de poder contra-hegemónico de determinados grupos de intelectuales.

Con todo, la devaluación de la épica revolucionaria (pero allí están de nuevo Terán y tantos otros de su generación para dar cuenta que eso es menos el desmoronamiento hasta los escombros de una fortaleza abandonada que un desgarrón sin fondo en el cuadro del mundo) a favor del profesional experto que no es sin más un docto neutral, sino en el fondo y siempre, un “investigador militante”, aparece con el prisma de Omar Acha bajo una luz más intensa a la hora de contrastar ese ethos de académico comprometido con una memoria rebelde, y acaso potencialmente insurgente. Porque esta discusión también viene implicada en el rico y complejo legado de Terán. Digo, en el sentido en que esa desinflación normativa deja algo expuesto. El trayecto anti-heroico que lleva de ser un cuadro revolucionario a un profesor-investigador, abandonando el rumor metálico de la violencia redentorista por la brillantez opaca de la rutina de investigación (y del reclutamiento de combatientes a la “formación de discípulos”), parece revelarse como un malentendido en el caso de Terán. Pues ese trayecto -tan latinoamericano-, mal resumido aquí, testimonia, en su caso, una densidad ética inaudita, acaso comparable en gravedad, aunque no en impacto, al célebre arrepentimiento público de Oscar del Barco (cuya aparición y debate posterior Omar toma a menos). Que esos hundimientos retrospectivos  en la responsabilidad de los actos, con sus consiguientes metamorfosis –y debilitaciones- normativas, resulten para una promoción más joven de intelectuales no menos radicalizados -pero ya sin “el sentido de la historia” a su favor-, una decisión política e ideológica abrumada de frustraciones, obstáculos y carencias –si es que el horizonte cosmopolita de una revolución anticapitalista sigue siendo el verdadero canon hermenéutico con el que confrontar todo proyecto reflexivo, aun en medio de tanta profusión “post”-, no me parece que deba ser siempre lo digno de ser pensado en primer término. Y esto lo habilita el propio texto de Acha –mucho más cercano al maestro en esto de lo que tal vez él mismo lo reconocería- cuando deja planteada la condición ontológica intransferible y última de la finitud antes de proceder a des-fundamentar esta o aquella política del discurso, una vez sometida deconstructivamente a los ángulos de contexto y estratos de temporalidad que le permanecieron ocultos, menos por descuido o impericia que por la atribulada perplejidad de los días plomizos que empastan la existencia cuando las auroras de temporalidad ya no anuncian ninguna buena nueva profana.

 

X

 

Para ir terminando, me parece que no es un homenaje inadecuado a este libro (que termina con su Yo enunciativo-existencial en el “confieso…”) dar un módico testimonio personal, que no pretende ser auto-examinatorio, pero que tampoco evita el gesto reflexivo. Agradezco al autor la oportunidad que me brinda su texto, y de la que me tomo la mano, el codo y el hombro. Es que el libro toca un fragmento, acotado aunque intenso, de mi propia memoria intelectual biográfica, aunque en una fase formativa lejana, y en lo que respecta a lo que narraré, desde luego insignificante. Me refiero a la exposición que propone Acha de la polémica entre Terán y José Sazbón, que ya abordé sucintamente. Con esta excusa, abusaré todo lo posible de la paciencia del lector.

Tengo todavía para mí una imagen de José Sazbón como mi primer gran maestro, en una edad (los primeros años del ciclo de grado) en que esas marcas presenciales suelen ser indelebles.  Desde el principio y hasta hoy -y creo que no sólo para mí-, Sazbón define un ejemplo de ética intelectual y no sólo de especialista sobresaliente, que los hay tantos en la Argentina (pero esto es una jactancia frente a nuestros hermanos latinoamericanos, para quien más bien solemos ser primos, encima la mayoría renegados). Por si no bastara, la austeridad y despojamiento de Sazbón, a veces franca reticencia más que timidez, contrastaba frente a algunas expansiones escénicas propias de “MarceloTé” y “Puán” -dicho esto con un guiño demasiado porteño y generacional-, aunque no era el único por cierto en practicar la modestia sistemática. Sí el que quizá podía resguardar en su sobriedad y recato una formación filosófica e histórica llamativa. Pese a que rendí en una sola de sus materias, fui alumno de Sazbón, por estricta voluntad, en dos cursos más que dictaba entre la Carrera de Sociología en “MarceloTé”, y la de Filosofía en “Puán”, sobre historicismo y estructuralismo y sobre filosofía contemporánea, más otro curso que ese sí abandone antes de que culmine la segunda clase, o parecido. Volveré sobre esto.

La cosa es que Sazbón era alguien podía tomarse todo un módulo de cuatro horas, desde ya sin descanso, solamente para dar una introducción a las connotaciones semánticas y conceptuales del término enajenación en el joven Marx, con las necesarias remisiones al original alemán. En ese momento yo era cursante libre en ambas Facultades (esto me daba, en condición de “oyente que va a rendir”, como siempre aclaraban los ayudantes a los Titulares, notable impunidad respecto a las asistencias, que yo limitaba exclusivamente a los “teóricos”, y de estos, solamente a los que dictara el maestro, lo que al cabo arroja un cifra modesta en la cantidad de clases, pero singularmente intensa en lo cualitativo de la transmisión, así como en la circulación entre atmósferas de Facultades en el fondo muy distintas). Mientras, yo estaba a la espera de “que me salga” un trámite de simultaneidad entre “Socio” y “Filo”, finalmente fallido, no tanto por dificultades administrativas –que no faltaron-, sino, al cabo, por una crisis personal que me llevó a abandonar durante dos años toda cursada, para retraerme, no sin cierto descaro anarco-individualista, en un régimen de lectura privada (sin embargo, orgullosamente dependiente de los préstamos y las “sacadas para fotocopiar” de las Bibliotecas de ambas Facultades, conforme a los programas de las materias que algún día rendiría…, y siempre que se podía, de sus respectivos Cafés aledaños, por ejemplo entre otros, el “Tutu” en Marcelo T, que no duró mucho, como sí “La Cigüeña”, y el “Platón” en Puán, que se ve que aguantó su vieja fisonomía todo lo que pudo). Mientras, el horizonte revolucionario tan anhelado como anunciado (por los “cuadros” de las organizaciones partidarias, trotskistas pero también alguna maoísta donde yo  había intentado acercarme, alejándome más que raudamente -pese a los esfuerzos de un querido amigo por retenerme-, tras formar parte del frente electoral del primer Menem!) no sólo se retraía entre las páginas cada vez más diversas y desestabilizadoras a las que uno iba arribando –desde luego que con Foucault y Heidegger a la cabeza-, sino también de las calles y de las Plazas. En 1995, Menen era reelecto casi por el cincuenta por ciento de los votos… Ahora veo que desde limitaciones de perspicacia mayores a las que hubiera deseado, yo sentía que, fundamentalmente, antes que militar en lugares inapropiados para mis impulsos anarcos “pequeñoburgueses, individualistas y reaccionarios” –como se habían encargado de espetarme más de una vez-, básicamente yo venía “leyendo mal” –por ejemplo, mucha más filosofía contemporánea que antigua, más autores alemanes que franceses, etc.-, y que en serio debía recomenzar todo desde Parménides, esta vez pacientemente.  Lo que quiero señalar es que esto me pasó en un momento en que mi identidad “marxista”, diría, se me iba desprendiendo del cuerpo como una piel de crisálida

El libro de Omar me ayuda a comprender, con todas las disonancias retrospectivas que se quiera –claro, de mi parte-, el hecho de que esa no fue sólo una crisis subjetiva, sino también, y lamentablemente en plena ofensiva neoliberal y “posmoderna”, una crisis con el marxismo universitario, que en mi caso comenzara por las militancias estudiantiles (después de todo, soy de los que publicaron su primer artículo en la Revista En Clave Roja –si mal no recuerdo en su primer o segundo número, pues hace mucho perdí el ejemplar-, en carácter de “estudiante marxista independiente” que, igualmente, marchaba encolumnado), y seguía por los programas de lectura (ya por entonces el nombre “Carl Schmitt” funcionaba como una contraseña de la clandestinidad intelectual entre la izquierda marxista estudiantil, y hoy quiero añadir enfáticamente, también el de Hans-Georg Gadamer, que es el que finalmente hube de permitirme). Ese desencuentro –decepción, desencanto, etc.- que empezó por los Partidos rojos –con su autoritarismo, su jerarquismo, su consabido sectarismo, etc.-, y luego por la prioridad excluyente de El Capital como lectura fundadora y rectora de la comprensión del mundo social, para colmo se reforzaba a nivel teórico, principalmente al seguir de cerca, en mi caso, la Aufhebung lingüístico-dialógica del marxismo que elaborara Jürgen Habermas –debidamente aludido por Omar Acha en el libro-, a quien yo leía sistemáticamente con el objetivo de hacer una tesis de licenciatura, finalmente, sobre su obra. Pero en mi lento y crujiente –en mis fibras y coyuntas- alejamiento del marxismo militante y luego académico, influyó, “inintencionalmente”, irónicamente, paradójicamente, José Sazbón.

Es que en un momento me atreví a solicitarle a Sazbón una dirección de tesis (el hecho de que me hubiera felicitado en cierto examen –dijeron que algo poco frecuente- me había conferido una autoconfianza desmedida), casi asaltándolo en un pasillo, obstaculizándole imperiosamente el paso. Sin dilaciones, Sazbón me hizo entender -de un modo tan terminante como honesto-, que yo estaba completamente errado, tanto con el autor, Habermas, como sobre todo con el tema, cuyo eje era el vuelco que llevaba “de la antropología dialéctica a la pragmática formal”, con ciertas precisiones que no vienen al caso, y que fueron prolijamente demolidas por el maestro. Hace mucho se me borronearon sus escuetas pero agudas explicaciones. No su última recomendación –mi imagen fantasmática de la misma-, que fue la del profesor marxista que me había cautivado –mucho más que el homilético Rubén Dri o el irónico Carlos Astarita-, sin necesidad de teatralidad alguna: “y por qué no la dialéctica negativa de Adorno…”, o algo así, y recomendaciones bibliográficas que no dejaban de abrumarme, aunque sí recuerdo perfectamente que no mencionó ningún pensador argentino ni latinoamericano, aunque creo que sí a Löwy (vuelvo confesar, entre la niebla, que es algo que por entonces no me inquietó en absoluto, pues vivíamos -o al menos yo- sencillamente a la UBA como una universidad europea ubicada en Buenos Aires, digamos, am Río de la Plata). Claro que Sazbón, desde su perspectiva filosófica y ético-política, tenía razón respecto a que yo no debía “caer” en esos giros postmarxistas (pero ya no creo que me lo dijera así). Lo había seguido durante tres cuatrimestres, allá por el 92 y el 93 –yendo poco aunque intenso, repito-, pero unos cuatro o cinco años más tarde, al decirle que para hacer la tesis iba a tomar Habermas y también a Karl Otto Apel –éste sí descalificado con una sequedad que me llamó la atención-, parece haberle demostrado que al cabo yo no había entendido nada. Y en parte lo acepto. Quizá sólo fui un admirador de su brillantez austera, un escucha maravillado de alguien que acreditaba su vastedad sapiente sin el menor exhibicionismo fatuo, antes que un alumno aplicado y consecuente. Desde luego, aprendí mucho, o si poco (por mis intermitencias presenciales, aunque yo estudiaba los programas completos, o sea, tanto la biblio obligatoria como la complementaria, que es lo que se nos exigía a los “libres”, al menos de palabra), bueno y profundo. Como sea, Sazbón declinó dirigirme. El mazazo existencial vino por el lado que Sazbón no tenía por qué sospechar: su negativa era una impugnación –por parte de quien ejercía para mí la máxima autoridad intelectual y moral de la vida académica en ese momento- a lo que yo vivía precisamente como una evolución o aprendizaje personal, no como un entusiasmo apresurado y un desvío herético, o dicho en la jerga que también se me aplicó por parte de algunos “compañeros”, como un “quebrado”. Me encontraba persuadido de la necesidad de la “reconstrucción del materialismo histórico” y del nuevo “comunismo dialógico” –hijo del “socialismo lógico” de Peirce- al que arribaban Apel y Habermas –sobre todo éste en los setenta-, todo dentro de una ulterior teoría universalista que, mal o bien, se inscribía en una serie de disciplinas y debates mucho más amplios que los del marxismo “viejo”. Pero ya no podía contar en ese camino con la guía de Sazbón (aunque no descarto, claro, que simplemente yo no le resultara interesante, lo que como profesor, hoy entiendo perfectamente). Sentí, esa vez, que el maestro me había reprobado.

En fin, siendo yo un joven que mucho más fácilmente perdía su autoestima que lo que la ganaba, sentí que no ser dirigido por Sazbón en ninguna de las dos Facultades, terminaba de justificar el tránsito, tan airado como depresivo, de dejar de ser un estudiante libre, o mejor, suelto, para convertirme directamente en un autodidacta académicamente orientado; lo que en buena medida aconteció así. Viviendo todo ello como una gran frustración, le comenté el rechazo de Sazbón a dirigirme a uno de sus ayudantes –cuyo nombre no recuerdo pero su semblante sí-, quien me hizo una recomendación de veras paternal, y que incumplí todo lo que pude: “no te quedés leyendo solo en tu pieza, recibite sí o sí”, porque más adelante -palabras más, palabras menos-, “podés pedir una beca de posgrado y después entrar a Conicet”.  Esas recomendaciones irreprochablemente realistas sí que no las olvido, no tanto porque me bajaban a la tierra real de la vida académica, sino porque también indicaban una flexión notoria del ethos universitario de izquierda, ya desembozadamente des-romantizado y encaminado recta, calculadamente, a la “carrera”. (Demás está decir que nunca fui becario y, al menos hasta ahora, jamás me presenté a Conicet, donde creo que incluso en los últimos buenos años no hubiera cuajado del todo, pero lo cierto es que no probé). Antes de este “episodio” con Sazbón –que me generó una afición por el estudio monacal hogareño y el jansenismo intelectual que conservo intacto hasta el día de hoy-, yo andaba más por “Puán” que por “MarceloTé” (de donde al fin saqué un título a regañadientes, por una ventanilla pequeña de una oficina, tras otro episodio que no viene al caso, pero que tiene que ver con haber hecho una carrera casi toda libre y con “exceso” de teorías, por lo cual me negaban el título que al final me concedió no la Carrera, sino el Rectorado…). Y el motivo era no sólo la existencia de la rica Biblioteca Central  de Puán 480 –que consultaba desde antes de la mudanza al subsuelo-, y cada tanto de los Institutos “del centro” –lo llamo todavía así, “el centro”, viniendo yo también, como Omar, del conurbano- sino justamente por la presencia de Sazbón, profesor en ambas Casas de Estudios (me gusta seguir llamándolas así).

Para mí Sazbón era un sabio, no un mero “erudito”. Esa forma de marxismo culto y cosmopolita, tan contrastante con el callejerismo fingido de los Partidos –tal mi percepción de entonces-, que retenía un “aura” setentista –algo que en este caso yo evidentemente idealizaba, pues ahora veo, gracias a Omar, que en rigor le cabía a Terán-, me resultaba completamente fascinante. Sazbón era para mí, sin más, el modelo del intelectual marxista. Pero finalmente cambié de ideas. Y entonces, de maestros directos y aun de idealizaciones autorales (pronto León Rozitchner, contrafigura carismática pero acaso también creativa de aquél sabio adusto, y tras la cesura epocal de 2001 –que, viviéndola en el conurbano, me conmovió y transfiguró hondamente, hasta esperanzarme desesperadamente con el gobierno de Néstor Kirchner-, cercanamente Horacio González, más lejano en lo temporal y espacial aunque igualmente influyente en lo espiritual, Arturo Roig, y en su jovialidad jocosa y generosidad sin par, Hugo Biagini-, quienes me condujeron, acompañaron y a veces incluso conminaron hacia los barrocos rioplatenses y las moralidades latinoamericanas y alternativas, aun respetando mis ariscos retraimientos y mi incurable melancolía).

A todo esto, celebro y subrayo la pertinente y aun perentoria convocatoria de Omar Acha a regionalizar/federalizar el pensamiento argentino, sacándolo de cualquier forma de porteño-centrismo. Si se puede añadir algo más todavía, quisiera apuntar nada más que, a propósito de mi contacto intermitente y tardío pero profundo y desde ya programático con Arturo Roig –más o menos desde 2007 hasta su fallecimiento en el otoño de 2012-, he entablado un vínculo íntimo y de trabajo con algunos de sus discípulos dilectos –incluso con independencia ya del maestro-, con quienes comparto investigaciones y publicaciones desde hace más de una década. Lo llamaría el “grupo de Mendoza”, precisamente ligado a la dimensión local, regional y continental del filosofar e historiar las ideas nuestroamericanas. No se puede decir, en efecto, que el mainstream académico de las Facultades de Humanidades y Ciencias Sociales de la UBA “y su alcurnia”,  como señala correctamente Omar, de cuenta cabalmente de los aportes de ese “programa” latinamericanista en sus propios armados de estados intelectuales de discusión y, ni siquiera –o al menos-, en sus aparatos bibliográficos. Podría añadir que mi colaboración, hoy por hoy, con Marcela Croce y su equipo -que ejercen un latinoamericanismo comparatista, precisamente, desde la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA-, tiene para mí el mismo sentido ético-político que mis largas colaboraciones con mis queridos amigos y colegas mendocinos, incluida alguna que otra estribación trasandina, y desde luego –last but not least-, con la familia intelectual-política ojomocheana –ahora con su hogar en la librería Caburé, que visito apenas menos que la casa de mis propios padres, cuando estos no están enfermos, claro-, salida casi toda de la Facultad de Ciencias Sociales al amparo de nuestro maestro Horacio González. Sé que no es éste el lugar adecuado para hacer de este tipo señalamiento algo más que una cuestión al cabo personal, así que retomo el hilo de lo que venía diciendo.

Si bien cada tanto vuelvo con sumo interés a la consulta de Punto de vista (¿hablaría esto mal de mí?), el tipo de debate que tuvo a Terán y a Sazbón como protagonistas, era hasta hace poco, para mí, algo efectivamente “cancelado”, como denuncia Omar. Sin embargo, sólo tras su libro advierto, de una manera que no quisiera definitiva, esa asincronía temporal en la autocomprensión generacional –también la mía-, tanto como la pertinencia de su reconsideración ante el espacio de experiencia del presente. La respuestas ríspidas e incisivas de un Sazbón que escribe en estado “severo e irritado”, como advierte Omar, me provocan hoy cierta ajenidad (pero me siento extraño ante mí mismo, entre otras cosas, al recordar cómo yo consideraba justa, en-sí y para-sí, la lucha armada setentista incluso a principios de los años noventa, La Tablada mediante, por ejemplo leyendo, con devoción fascinada, documentos mimeografiados internos de distintas organizaciones armadas que circulaban como “fuentes” no demasiado socializadas, ese mismo año 89 y el 90 en “MarceloTé”, sobre todo, aquellas firmadas por un admirable y para mí sorprendente Carlos Olmedo; ¿también Oscar Terán?). Así que veo a estos maestros voceando un mundo de ideas, expectativas y acciones en el que cada vez me cuesta más reconocerme, pero del que a la vez siento que fue básicamente mi juventud; mi eternidad. Quién soy yo para testificar esto, ¿no es así? Cierto. Pero con toda la marginalidad y astenia que puede enrostrárseme frente a la fuerza cultural y práctica de semejantes trayectorias biográfico-políticas y biográfico-intelectuales, como ex alumno de Sazbón (no “discípulo”), y como atento lector de Terán–aunque no siempre ni necesariamente acreditado en mis referencias textuales-, tengo el derecho a preguntarme si la historia pequeña y olvidable de mi paso por el marxismo y el postmarxismo, fue sólo una hybris juvenil, o es efectivamente lo más trascendente y a la vez inmanente que se debía/podía leer en la encrucijada finisecular argentina en referencia a aquello que sería el vociferado –por la propia universidad- “pensamiento crítico”. Encrucijada que, entre tantas sisas y pliegues, sigue siendo la nuestra. Me lo pregunto cada vez con menos intensidad, pero no he dejado de hacerlo.

Si mi respuesta, que ya entonces barruntaba, es que no era “el marxismo”, sino más bien los anarquismos aquello que yo debía ya de una vez incorporar como la tradición revolucionaria de mayor densidad ética y radicalidad liberadora, no haría más que demostrar que no he dejado de pisar el mismo espacio de problemas “de las izquierdas”, pero en una porción harto más reducida e inestable. No dejaría de ser igualmente sintomático, con todo, que no recuerdo ni siquiera oír la palabra “anarquismo” de boca de Sazbón (pero mi memoria es demasiado imprecisa, y tampoco he seguido el conjunto de su vasta y densa producción, que descuento debe ser tema de investigación de becarios comprometidos…), ni advierto que ese influjo se destaque lo suficiente –si cabe- en el libro de Acha. Tomando nota de sus propias consideraciones, como cuando nos deja entrever que las propias crisis, no “dialécticas”, sino metamorfósicas de Terán, lo podrían haber convertido, contrafácticamente dicho, en una interesante vertiente (¿anarco-republicana?) dentro de las corrientes temporalmente hídricas de las “cabezas de tormenta” (para decirlo al estilo de un Christian Ferrer, cuyas gemas textuales he leído con deleite innumerables veces y también suelo preservar del ceremonial de la cita). Más todavía por tantas advertencias anti-autoritarias, por cierto más que liberales (porque es Omar quien escribe que más “cerca de actitudes como las de Castoriadis y Lefort, Terán no podría ser situado en la misma vereda que un Furet”, p. 87). Cada vez me sustraigo menos a la sensación –no puedo llamarla de otro modo, aunque quizá “intuición moral” se le acerque- que si algo quedaría normativamente (ya no “científicamente” y ni siquiera “teóricamente”) en pie de las anticipaciones postcapitalistas nacidas de la modernidad pronto industrial, debería ser precisamente el Anarquismo. Pero carezco de respaldos narrativos y sobre todo biográfico-políticos para vocear esto, y lo poco que he escrito lo he cifrado demasiado mal en la espesura ética de la obra de Ezequiel Martínez Estrada, en general, y en mi táctica ensayística barroquizante, en un libro que escribí sobre él, en particular (por ejemplo, alterando el sistema de citas académico pero no, relativamente, las exigencias del aparato bibliográfico –después de todo, fui alumno de Sazbón-, tornándolo a veces minucioso en lo marginal, otras clásico o canónico pero deliberadamente descuidado en el trato, casi siempre desmesurado en referencias y digresiones, lateralizando, pero simultáneamente problematizando aspectos teóricos inmanentes, centrales y acaso universales –también marxistas algunos-, aunque diseminados en las notas y no abordado en cuerpo principal, y siempre abusando de las comillas, todo en pos de una suerte de comunitarismo de autores convocados en la pluralidad fraterna y a la vez distante de las voces, etc.). Podría decir que no me hice entender lo suficiente, empeñado en no afrontar nada intentio recta, respetuoso de decires paralelos mejor aposentados y mucho más aportantes en la postura ácrata que lo que yo pudiera balbucear, no irresponsablemente, sino ya aun irrespetuosamente. En fin, quise callar y precisamente alegorizar mi barroco epistémico y mi anarco-individual-nacionalismo, dejando caer alguna palabra entre los labios, también en el aparato de notas. No veo que alguien haya reparado en mi sistema asistemático de tratar el “marco teórico” y la “bibliografía” en una saturación diseminada de notas al pie –provocando la irritación de un hipotético evaluador académico que diría, “cita demasiado y mal”, “innecesaria y vagamente”, etc.-, pero son mis limitaciones a la hora de haber concebido mi libro sobre Martínez Estrada como una anti-Tesis o investigación contra-doctoral (y que ni siquiera quise presentar a premiaciones, moralismo mediante, lo que sí hice con otros ensayos míos anteriores). Y asumo que es penoso que yo mismo deba aclarar estos aspectos, ya incluso luego haber encarado estudios doctorales. Que se le va a hacer.

Confieso todo esto ya que pese a invocar tan indeterminadamente la “cuestión” del Anarquismo –a través de una desorganización estéticamente oblicua del régimen académico de enunciación, y sin embargo “desde adentro”-, puedo decir que si no es algo de lo que hablo ni mucho menos “investigo”, sí es lo único que me representa el desafío de pensar lo futuro mesiánico sin abjurar y menos expurgar mi izquierdismo. Como fuere, hoy me siento mucho más próximo al Lucrecio de Angel  Cappelletti que del Heráclito de Rodolfo Mondolfo… Lo que es peor, el “Anarquismo” es en este momento para mí, antes que un linaje de activismos combativos y prácticas asociativas sobre los que procurar insertarse o pulir una voz, más bien representa un Nombre con el que aludir a la heterogeneidad cualitativa del Reino solidario y justo en las hendijas de la temporalidad profana contingente, que ahora sí pronuncio. Pero declinar insistentemente a Benjamin o incluso a Bloch, ya tampoco creo que sea el modo dicente más adecuado –y no solo por haberse consagrado como jerga filosófica profesional-, con que captar el filamento salvífico más íntimo, incluso, de un marxista consecuente como Omar Acha, de cuño tan activista como antimetafísico. De modo que debo retomar mi reticencia con respecto a todo esto, por carecer de pertenencias y envíos.[xix]

La hermenéutica arqueológica ejercida por Omar Acha –que por ejemplo, en su apelación a un Urtext, traspone productivamente ese tipo de externalismo contextualista que vendría a curar todos los vicios presuntos del viejo internalismo textualista (ataques de Bourdieu mediante)- me permite comprender que aquello que hasta antes de la lectura de este libroo vivía como un mero recuerdo personal (mi admirativo y distante trato con el extraordinario profesor Sazbón), encarnaba finalmente un síntoma de viraje epocal, y desde luego, generacional. El hecho de que quien mejor enseñara Marx, Lukács, Adorno y Benjamin, rechazara orientarme en torno a un autor de relevo inmanente de esa misma tradición del marxismo occidental, como lo era Habermas, es algo que hasta ahora procesé como una vicisitud puramente privada, y desde ya culpógena, cargando con la pena de haber padecido de ceguera intelectual, y de cometer alguna forma de traición –pero esto ya lo sentía tras evadirme de las banderas rojas-, etc. Es que no ya como alumno de Caffasi que quería escribir sobre Mondolfo, sino como alumno de Sazbón que quería escribir sobre Habermas, no sentía yo que estuviera, al menos por entonces, estar despidiéndome del marxismo, sino a lo sumo, queriendo dar con una reorientación interna. Pero quien se negaba a dirigir ese tema de relevo –al menos en mi caso-, ahora lo veo más claro, era el sabio contrariado que podía reprender ni más ni menos que a Terán por sus inconsecuencias postmarxistas. En fin, de ahí para abajo, qué podía esperar uno. Finalmente yo había irritado, o al menos maldispuesto –con una ingenuidad injustificada ante la condición de lo trágico, incluso a mis veinticinco o veintiséis años- ni más ni menos que al “marxista en la adversidad” que fue Sazbón. La verdad es que yo era lo suficientemente imperceptible como para desazonar a alguien como Sazbón, pero vaya uno a saber. Pocos años después, en ocasión de intentar otra vez presenciar libre, en Puán, esta vez el Seminario Anual de Tesis titulado “Constelaciones culturales en la Europa del Siglo XX: coyunturas e interpretaciones”, correspondiente a 1997, quise “contactarme” con Sazbón. Ya no era lo mismo para mí (creo, además, que el carisma de León Rozitchner ya vendría haciendo lo suyo en lo profundo de mi conciencia). Arreciado por la melancolía –que al final también me apartaba del daimón de Rozitchner-, no demoré en dejar aquel curso, cuya copia del programa mecanografiado, firmado por el maestro, aún conservo –sobreviviente a mudanzas e incluso a inundaciones- como mi más preciado tesoro estudiantil.  No haber hecho ese seminario completo –fuera de la exigente frialdad inicial, lecturalmente ambiciosa y a la vez afraternamente competitiva, lo que nadie tardaba en advertir- demuestra también un resentimiento de mi parte que tampoco hoy me perdono. Lástima que ya no esté el Profesor Sazbón para reconocérselo. Como fuera, arrastro una culpa más –que todavía me inhibe la enunciación, lo que nunca me sucedió con el “nacionalismo”, y mucho menos con el “populismo”-, porque a mi abreviado y sinuoso marxismo lo porto como una pesada Cruz. Pero sólo se carga lo que no se arroja. Después de todo, apenas sobrellevo el martirio leve del desprecio de los que miran, prestos y de arriba como oficiales de mando, a la soldadesca de los que andamos lento y torcido, más aún en las filas últimas y dispersas de los desertores…

Es por ello que a la vez concuerdo con Omar –y quizá no sólo por razones generacionales- respecto a que no es lo mismo “huir” del marxismo, cuanto salirse desde dentro, inmanentemente, o permanecer lateralmente en su horizonte, pero desde otras “series” teóricas y prácticas. Me di una oportunidad –quizá no la última, pero no lo sé- con Carlos Astrada (a quien descubrí por la misma época de estudiante marxista de grado, gracias a un Seminario sobre El Capital dictado por Emilio Cafassi en “MarceloTé”, en la bibliografía secundaria sobre el ítem “Dialéctica”). Astrada fue alguien que pulsó casi todo el teclado de la pasión intelectual revolucionaria –desde el reformismo universitario hasta el maoísmo, pasando obviamente por el primer peronismo y no escasas tentaciones autoritarias-, aunque fue una figura ya casi inaudible desde mediados de los años cincuenta y desde ya en los “años sesenta” (cosa que Terán no quiso dejar pasar, calificándolo oblicuamente de “imperceptible”).[xx] Pero a como leo hoy a alguien como Astrada, creo que tampoco sabré honrar su memoria, que muchos todavía se quieren repartir como un botín filosófico entre marxistas y peronistas. De modo que no me es tan fácil escabullirme de las objeciones anti-totalitarias de Terán (porque quienes hemos transitado pieles “nacional-populistas” seremos siempre blanco de las mismas), que siento autorizadas, como mínimo, por provenir de quien fuera no solo ni en primer término un filósofo historiador, sino un cuadro revolucionario armado. Creo todavía que a estos “autores”, junto con sus años sesenta y desde luego setentas, les corresponde un fondo sacro intencional, pese a la catástrofe de consecuencias que también los involucra, y que Terán fue de los primeros en asumir. Como sea, las recusaciones de Sazbón a Terán no habrán estado a la altura de cierta discusión bibliográfica que a éste se le reclamaba implícitamente, entre otras carencias posibles que podrían imputársele a él como a cualquiera (quien cada tanto pone un pie en otra disciplina –reconocido vicio ensayístico- sabe perfectamente cuántos estados de discusión uno deja de tener en cuenta, incluso frente a los propios recortes temáticos con los que se trabaja, digamos, corriendo transversalmente, porque las exploraciones longitudinales abundan en aduanas y gravámenes). Pero el espesor ético-democrático que infunde la obra –y la vida- de Terán, no alcanzo a ver que esté seriamente afectado por un debate teórico que no estuvo dispuesto a dar. Que tuvo derecho en ya no dar. Al respecto cabe –o no- una digresión complementaria.

Desde cierto contextualismo radical todavía muy al uso, se podría reparar en el hecho de que alguien como Terán no pudo, no quiso o no supo aplanar coherentemente el conducto, al cabo corporal, que une situación existencial y programa de pensamiento. Como si la lógica interna de los conceptos y sus potenciales hermenéuticos abridores de mundo carecieran de toda autonomía semántica y validez formal, y sólo se tratara de inspeccionar debidamente las tácticas coyunturales que la escritura jamás enuncia, o a lo sumo ocultan sus sus maniobras calculadas de acumulación de fuerzas, a veces incluso frente a poderes de gobernación (cuando ello es posible o al menos imaginable). Si fuera el caso con Terán –lo que no me queda claro ni con el libro de Acha, y menos, tomando nota de todos los reproches sociológicos, o quizá sólo de análisis de clase, que ha lanzado al mundo un siempre indignado Bourdieu- prefiero seguir pensando que sobrellevar los anudamientos vitales de un drama personal, de un lado, y estar hemerográficamente al día con el desarrollo de un debate intelectual-político, del otro, no sólo son planos de experiencia que no tienen por qué estar biográficamente entrelazados -sea en el alud arrasador del triunfo o en el barrial espeso de la derrota-, sino que incluso pueden diferirse deliberadamente. Si hasta hace muy poco, algunos corazones ardidos creyeron posible juzgar, otra vez, el nexo entre letra publicada y vida política como un único bloque de intensidades, hoy quizá habrán de aceptar, como mínimo, que el vector pulsional de una escritura reflexiva y sus virtualidades orientadoras de la voluntad de masas no es una bisagra de dos alas unidas por un único perno, cuanto más bien un espino que arrastra el viento entre los llanos desérticos de los espacios de posibilidad. Pues no ya no solo el “reformismo” moderado, sino hasta los imperativos de la crítica anticapitalista radical, solicitan que entre ambos niveles, el existencial privado -prolongado en la fatiga gris de los días-, y el polemológico público –imperioso, interpelante y al cabo conminativo-, deje abiertas franjas de libertad y laterales de autonomía donde puedan retozar los “deseos de revolución” sin otro arjé que su propio rebullir de pulsiones utópicas. Ahora bien, Omar no es sin más otro de los nuevos ultracontextualistas (prontos a ser desalojados, al cabo, por algún próximo “giro” del que no creo perentorio estar tempranamente anoticiado, pero la verdad es que ya los veo asomar). La posición existencial y axiológica del proyecto teórico-historiográfico de Omar, al menos como yo lo percibo, supone una construcción mucho más compleja que cualquier losa de hormigón político-ideológica que presuma de plegar y pegar invención textual y ambición de poder, sensibilidad disidente y autoridad letrada, canon hegemónico y pasión subversora, significación vital y “posición en el campo”. Pues este libro no se atiene pasivamente al precepto reduccionista implícito de que una moralidad de la intención emancipadora, de un lado, y un itinerario de archivo y escritura, del otro, deben necesariamente estabilizar, homogenizar y oprimir, en el eje biográfico de la “obra”, el temblor intencional de conatos y envíos que la precede, interseca y envuelve desde una facticidad cotidiana ya siempre saturada, abrumada, atestada de contingencias y aberturas.

Todo esto para decir lo único relevante en el marco de esta “reseña” ya demasiado libre: que hoy me siento, intelectual y políticamente hablando, mucho más cerca de las mutaciones abismadas -al cabo trágicas– de alguien como Terán, que de la deslumbrante ilustración bibliófila del inigualable profesor José Sazbón (temprano modelo para mí, lo repito una última vez aquí, de solidez filosófica, coherencia ideológica e integridad moral). Ahora bien, cabe tomar nota de un reproche interpósito que Acha le hace a Terán, esto es, no “concebir la racionalidad que pudiera asistir siquiera parcialmente al planteo de Sazbón”. Para no ser objeto de la misma reconvención, todavía reconozco, con Sazbón -aunque descentrado ya de su occidentalismo, y en gran medida de su vocabulario categorial-, la necesidad de perseverar en la idea de un vínculo interno entre intención práctica de justicia solidaria postcapitalista y pretensión teórico-crítica general sobre el régimen discursivo de la modernidad. No estoy dispuesto a renunciar a ese tipo de articulación interna universalista. Otro problema es si ese horizonte normativo de formación de la voluntad democrática radical se debe autorizar desde el ascetismo analítico de un único léxico conceptual,  junto a los consiguientes esfuerzos canonizantes de una sola tradición preeminente desde la cual distribuir –en lo posible desde unas pocas firmas autorizadas- las obligaciones de lectura y pronunciamiento ante un estado -presuntamente ineludible, perentorio y determinante, prefigurando con la letra el templo que debería asumir la acción- de cierta discusión bibliográfica ente otras. Por lo que también sostengo, con Terán –aunque radicalizando su localización argentina y latinoamericana-, la necesidad, no ya de ser tolerantes, sino hospitalarios y aun próvidos con las estrategias de pluralismo argumentativo y mezcla conceptual, celebrando la “fusión jubilosa” que configura toda promiscuidad connotativa, superposición genológica y anudamiento trans-metódico. Incluso, sin clausurar la “teoría de la modernización”, sino más bien interceptándola antropofágicamente, canibalísticamente, barrocamente, para hacerle decir lo mismo y a la vez lo otro. Y lo que es peor: hoy asumo, incorporo, fagocito aquello que Sazbón condenó avizoramente en Terán: el tipo de apertura interpretativa hacia un “un saber inarticulado, prenocional, sincrético”. Y sí. Antes que agitar las picaduras de tarántula de las “mediaciones dialécticas”, como alguna vez me lo propuse, ahora prefiero enredarme en los rebujos de laspoéticas de ideas”, aun como la que en hebras revela la obra madura de Terán (si es que conversar con distintas teorías no es precisamente silenciar toda teorización, y abrirse a distintas disciplinas y debates, mero “eclecticismo” inconsecuente). Y lo de veras grave: que me sigue acuciando, hasta el llanto, esa serie semántica que Terán enunció en 1981: “tierra, muertos, infancia, patria”. Porque ahí también se traman las políticas del conocimiento y las pulsiones de la voluntad. Como sea, jamás sospeché, en mis años formativos iniciales –si se quiere, “marxistas”- que alguna vez iba a experimentar un distanciamiento con la Aufklärung marxista-occidental tan decidida y melancólicamente. Mientras, simplemente, ya no quiero exponer descargos –que además nunca serán admitidos- y solicitar clemencia ante el tribunal epistemológico de una sola “Teoría”, ni siquiera aquella cuya jurisdicción o atribución sea la de la propia “Totalidad”.

Y nada hay acá ad hominen. Es sólo leer, releer y, cada tanto, retorcerse catárticamente en el suelo. Por suerte me ampara la condición de “imperceptible” –libertad furtiva conferida por la penumbra-, que Terán no dudó en aplicar a alguien como Astrada. De ahí para abajo. Pero desistir y desasirse de ciertos lemas y emblemas –incluidos los que llegaron a alentar experiencias históricas cruciales con las que tampoco quiero ser indolente- es también quedar expuestos a la intemperie que sopla sobre toda morada de discurso. Pienso, repienso, y rehúso sentirme espiritualmente solo, aun en medio de la muchedumbre de los afectos, incluidas las camaraderías de ruta que excusan los libros. De pie, sigo tambaleando ante los “pueblos de modelos” –ya a una edad inadecuada-, en una borrachera de lecturas y escrituras que todavía no me encuentra sobrio, y mucho menos, lúcido. Me tomo la cabeza. “Sé que se me viene el mareo”, llegó a cantar un Gustavo Ceratti tangueado. Leyendo pensativo y escribiendo para aquí y para allí, no puedo evitar, cada tanto, la sensación de venir a revolverme de nuevo en el piso. “Y es entonces cuando quiero salir a caminar…”. A esto le llamo el efecto de un libro.

 

[i] Sin énfasis entusiasta alguno, con todo, Terán nunca fue reacio a reconocer el valor “de una reflexión y un conjunto de representaciones respecto de la realidad social, histórica, etc.”, que “han utilizado otras estructuras narrativas para decirse, tales como la literatura de ideas o el género ensayístico, sin desconocer también la incorporación del ensayo de inspiración filosófica, como puede encontrarse en Carlos Astrada o Luis Juan Guerrero”. Terán, Oscar, “Filosofía argentina: original y copia” (2001), en en De utopías, catástrofes y esperanzas. Un camino intelectual, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, p. 99.

[ii] Fernández Vega, José, “¿Filosofía o letras? Una poética de las ideas argentinas”, en Lugar a dudas. Cultura y política en la Argentina, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2011.

[iii] Tomo como referencia inicial, apenas, el informe sobre el ensayismo argentino actual que puede consultarse en el portal de noticias de la UBA (http://www.uba.ar/noticiasuba/nota.php?id=15485), con motivo de la aparición del libro del especialista Alberto Giordano, El discurso sobre el ensayo. La nota traza un arco bastante amplio de ensayistas locales contemporáneos, algunos entrevistados directamente. Desde luego, Omar Acha está mencionado. No voy a reproducir la lista completa de los nombres proporcionados, pero es notorio que de los que paso a referir, todos son -o fueron, en caso de los jubilados o ya fallecidos- docentes universitarios, y algunos, jefes de cátedra (teniendo en cuenta que los más jóvenes, incluso, si no son “investigadores de carrera”, porque no pertenecen al CONICET, de todos modos también dan clase en la Universidad, y aun cuando de escalafón bajo, son aceptados como “docentes-investigadores”, como en mi propio caso). Sigo un relativo orden cronológico entre los tantos autores que el artículo contabiliza: Ana María Barrenechea, David Viñas, Nicolás Casullo, Beatriz Sarlo, Horacio González, Tomás Abraham, Américo Cristófalo, Daniel Link, Christian Ferrer, Eduardo Rinesi, María Pía López, Diego Tatián, Guillermo Korn, Fermín Rodríguez, Silvio Mattoni, Verónica Gago, Matías Rodeiro, Alejandro Boverio, Maximiliano Crespi. En la misma línea –y el mismo impulsor- podría agregar para mayor desarrollo un artículo reciente, salido de la prensa conservadora. Allí Daniel Gigena, bajo el lema “dar letra al pensar”, resume que hoy, aunque se editen menos libros que indagan en el “ser nacional”, muchos autores en el país perseveran en ofrecer su visión de la realidad y tentativas de interpretación del presente. Para explayar este argumento, Gigena comienza por acreditar una serie de títulos –de derecha a izquierda-, y refuerza la tesis general, por demás irreprochable, de que “el cultivo de esa forma verbal en la que se impone una ética y un modo de asociar saberes distantes no está perimido” (“El ensayo de ideas”, La Nación, Suplemento Ideas, 27 de Mayo de 2018, p. 7). Las consideraciones apologéticas vertidas por los invitados son entusiastas y algunas incluso bellas, pero lo que me interesa señalar es que del repertorio de autores convocados a pronunciarse sobre la temática, la abrumadora mayoría son o fueron profesores universitarios, y algunos sumamente reputados como investigadores. Enumero algunos de los invocados en dicho artículo, reiteraciones mediante: David Viñas, Ricardo Piglia, Sylvia Molloy, Beatriz Sarlo, Horacio González, María Rosa Lojo, Claudia Hilb, Rocco Carbone, Francis Korn, Alejandro Grimson, Javier Trímboli, Gustavo Ferreyra, Mario Ortiz, etc.

 

[iv] Apelo aquí a charlas personales con Arturo Roig, sostenidas en el verano de 2010, de las que no tengo más registro que mi débil memoria auditiva… Terán, por cierto, llegó a reconocer a Roig como un referente ineludible, como no podía ser menos, y de ello también deja constancia el estudio de Omar Acha.

[v] Blois, Juan Pedro, Medio siglo de Sociología en la Argentina. Ciencia, profesión y política (1957-2007), Buenos Aires, Eudeba, 2018; Amaral, Samuel, El movimiento nacional-popular. Gino Germani y el peronismo, Buenos Aires, Eduntref, 2018.

[vi] Oviedo, Gerardo, “Ciencia social y praxis latinoamericana de los ‘jefes de escuela’ a los ‘jóvenes iracundos’: Florestan Fernandes y Gino Germani / Darcy Ribeiro y Roberto Carri”, en Croce, Marcela (Dir.), Historia comparada de las literaturas argentina y brasileña. Tomo V. Del desarrollismo a la dictadura, entre privatización, boom y militancia (1955-1970), Villla María, Eduvim, 2018; y “Populismo y secularización. Política, quiasmo y tragedia en Gino Germani y Loris Zanatta”, en Giani, Juan, Silvana Carozzi y Beatriz Davilo (comps.), Populismo. Razones y pasiones, Buenos Aires, Paso de los Libres, 2018.

[vii] Empezando por su tesis paradójico-trágica sobre el peronismo (que debe lo suyo al ensayista tragicista Ezequiel Martínez Estrada). Leemos un pasaje célebre de todo la obra de Germani: “La tragedia política argentina residió en el hecho de que la integración política de las masas populares se inició bajo el signo del totalitarismo, que logró proporcionar, a su manera, cierta experiencia de participación política y social en los aspectos inmediatos y personales de la vida del trabajador, anulando al mismo tiempo la organización política y los derechos básicos que constituyen los pilares insustituibles de toda democracia genuina”. Germani, Gino, Política y sociedad en una época de transición, Buenos Aires, Paidós, 1964 (1° ed. 1962), p. 353. Me permito citar a Martínez Estrada: “Perón realizó en diez lo que otros gobernantes no hicieron en cien años. Es menester reconocer que en la legislación social, en el reconocimiento de derechos y dignidad en el trato de los pobres (desheredados o descamisados) llevó los hechos a mucho más lejos de lo que preconizaran sus antecesores y opositores sin que lo realizasen. Eran proyectistas y ahora mismo están demostrando su timidez o incapacidad de plantear a fondo los problemas fundamentales que conocemos como obrerismo, justicia social, reparto equitativo de la riqueza, participación del productor en los bienes sociales. En muchos conceptos Perón marca una avanzada sobre la vanguardia del pensamiento social y político argentino. Es preciso que sin pérdida de más tiempo, los hombres de derecha y los de izquierda declaren franca y claramente por qué son sus opositores. Creo que unos y otros se sentirán perplejos, y sería mucho esperar de ellos que confesaran que fue un agitador socialista verdadero, o que fue un impostor que utilizó el programa del socialismo y del comunismo, con variantes fascistas para lograr otros fines”. Martínez Estrada, Ezequiel, ¿Qué es esto?, Buenos Aires, Lautaro, 1956, pp. 280-281.

[viii] Creo que no es hacerle violencia hermenéutica a cierto pasaje de Terán, preguntarse cuánto de lo que manifiesta sobre el pathos de obcecación de Juan Facundo Quiroga, admite un envío alegórico a su propia pasión revolucionaria juvenil. Leemos: “Lo que ocurre precisamente a Facundo es que la ciudad, sede de la civilización, lo des-gracia. […] Aquí el mensaje no es incluyente: cuando el bárbaro adopta pautas civilizadas, se pierde. Pero, además, en el relato en curso sucede que él se perderá también cuando obedezca a sus instintos. Con lo cual, haga lo que hiciere, su destino está fijado. De allí que en esta secuencia de acciones comprobamos que el Facundo responde al género trágico. A diferencia del género dramático o novelesco, donde puede darse el triunfo del hombre sobre el mundo, en la tragedia sus protagonistas siguen inexorablemente una conducta muchas veces pasional que los conduce a un final funesto”. Oscar Terán, Para leer el Facundo. Civilización y barbarie: cultura de fricción, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2008, pp. 66-67.

[ix] Esta expresión que venimos utilizando es intrducida por Alejandro Blanco y Luiz Carlos Jackson para referirse a la oposición entre ensayo interpretativo y sociología científica (Sociología en el espejo. Ensayistas, científicos sociales y críticos literarios en Brasil y en la Argentina, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2015).

[x] Pienso por ejemplo en el llamado de alerta de Fernando Alfón sobre el género de tesis devenido lexicón impostado y jerga de secta (lo digo por viejas charlas que hemos compartido al respecto), pero también en una pregunta insidiosa que él mismo se hace: “¿por qué el Estado dispone su riqueza para formar investigadores a los que luego, una vez que consiguen el objetivo, les da la espalda?”. https://www.pagina12.com.ar/122835-las-tesis-como-escritura-hermetica

 

[xi] Adamovsky, Ezequiel, Más allá de la vieja izquierda. Seis ensayos para un nuevo anticapitalismo, Buenos Aires, Prometeo, 2007, pp. 21, 23, 29 y 94.

[xii] A este respecto invito a ver la filípica lanzada por Ernesto Kohan en contra de la figura de Terán en ocasión de un desagravio público al Prof. Pablo López Fiorito por haber sido privado del dictado de su materia “Marxismo e Historia Argentina” en la Carrera de Ciencias Políticas de la Facultad de Ciencias Sociales. Néstor Kohan responsabiliza a Terán por hallarse en el origen de la exclusión del marxismo en la nomenclatura curricular de las Humanidades en la UBA (se puede ver la intervención de Kohan en https://www.youtube.com/watch?v=8Ud1bHhieZo&feature=youtu.be). Demasiado fácil me resultaría aquí señalar mi coincidencia con la intervención de Horacio González, emitiendo un juicio sobre Terán como subjetividad trágica que ya le he escuchado personalmente hace años, y que aquí mismo retomo con algo de detalle. Pero más que esto, me interesa remitir expresamente a las observaciones de Javier Trímboli respecto a este episodio, aparecidas en el último número de El Ojo Mocho. Es en la entrevista que le realizan Darío Capelli y Alejandro Boverio que Javier Trímboli se anoticia del hecho. Darío Capelli le comenta a Trímboli lo siguiente: “La semana pasada hicimos una clase abierta contra la baja de la materia Marxismo e Historia Argentina de la Carrera de Ciencias Políticas de Sociales. Y hubo una intervención de Néstor Kohan, tremenda. Acusando a todo el grupo del Club de Cultura Socialista, que agarran la manija de la universidad, la matrizan de un modo, que hoy padecemos. Y básicamente hace centro en la figura de Terán. […] Y cuenta que Terán le habría dicho, ‘-mirá todo lo que vayas a hacer, programas, materias, etc., en ninguna le pongas por título la palabra marxismo’. Donde la pongas, te la van a dar de baja, te la van a bochar, te van a saltar con algún reglamento. Y lo acusa a Terán de traición, directamente. Y el pasaje a la traición sería el libro Nuestros años sesenta. Ante lo cual, Horacio [González], vuelve a tomar la palabra y lo defiende a Terán, diciendo que no se puede juzgarlo bajo la figura del traidor, sino bajo la figura del sujeto trágico. […] Lo de Néstor Kohan fue bastante implacable, no sé si con afán solo controversial o si quería patear el tablero para discutir con mayor profundidad. Igual hay algo de lo que dice que no estaba mal. Lo del grupo de exiliados en México que llega a la universidad, toma la universidad, le dan una matriz, que todavía tiene y sobre todo con lo que tiene que ver con los estudios políticos, etc. Lo institucional, en términos de los contenidos de las ciencias sociales, pero además lo institucional como práctica. Los escalafones como meritocracia… […] Hizo un hincapié muy importante en la figura de Terán como centro gravitatorio”. Traslado algunos tramos de la respuesta de Javier Trímboli, que habiendo sido alumno y colaborador de Terán, son por demás relevantes: “Bueno, lo que Horacio [González] siempre dice sobre Terán es fenomenal. Pero el tema ahí, va mi impresión [Sic] es que Terán nunca estuvo del todo cómodo con eso. Había una cosa de conciencia partida en él. Que repetía la necesidad de inscribirse a pie y juntillas en lo que era la vida académica y entender lo que eso significaba, quizás por ese lado venía el consejo [a Kohan], a mí algo parecido me hizo, pero a la vez, el chabón estaba recontra incómodo con eso. Y cada dos por tres, también lo planteaba. […] Hay algo realmente que tiene que ver con cierta conciencia trágica y con la asunción y padecimiento trágico de lo que a él le estaba tocando en ese entonces. También había cuestiones que hacen a la, me parece…. para los que estábamos en la Facultad de Filosofía, había cuestiones que tenían que ver con quién te acercaba esa tradición devastada de la tradición argentina, que te acercaba fríamente, sin conmoción alguna. Te la acercaba, tenía el gesto de ir acercándotela, no te la acercaba como Horacio [González] pero, la acercaba. Y ese gesto fue genial para toda la carrera de Filosofía y para la entera Facultad…. Aun cuando la hacía bajo la lógica de la ‘historia de las ideas’, con esa cosa más bien aséptica, aun cuando lo hiciera de esa manera, el acto que producía era genial. Y a él le interesaba pensar eso. […] Creo que en Terán estaba la derrota de los setenta pero también la desconexión con el movimiento de masas, esto que Roberto Carri tenía en los años sesenta y principios de los setenta, obviamente es sociología y no filosofía ni historia, pero hay algo de absoluta desvinculación con el movimiento de masas, que le permite sostener, que ya está todo acabado, que ya no hay más nada que pensar, bajo la impronta de la revolución, cuando, en efecto, había ocurrido lo del muro de Berlín, pero también el neoliberalismo estaba en crisis, cuando también estaba el zapatismo, cuando había luchas sociales en la Argentina misma y en una ola de crecimiento importante. Ahora eso es invisible. O sea en un punto Terán, su situación trágica que se explica por los setenta y su derrota pero también se explica por esta disyunción de la vida académica universitaria y el movimiento de masas. O pensar que la política solamente merece ser pensada en el presente si está ligada a la ‘alta’ revolución”. Trímboli, Javier, “Historia muy reciente –lo que vivimos hasta antes de ayer-. Conversación con Javier Trímboli”, en El ojo Mocho. Otra vez, Buenos Aires, n° 7, primavera-verano 2018/2019, pp. 21-22. Creo que no sería una infidencia importuna transmitir aquí una observación que también, hace ya unos años, me hizo otro discípulo de Terán: Alejandro Herrero. Éste reflexionó sobre Terán –debido a una insistencia de mi parte-, respecto a que este maestro –en cuyos textos yo sospechaba reverberos de una poética retaceada- “hubiera escrito de otro modo, más literario o ensayístico, si no fuera porque en Conicet no se lo hubieran tolerado”. Por supuesto, no son las palabras exactas de Alejandro Herrero. Pero la frase aproximada, “quería escribir de otro modo”, me quedó repicando mucho tiempo, eso sí, y es algo que tuve en cuenta las veces que, con las mejores intenciones, muchos colegas me recomendaron “presentarme en Conicet”, en momentos de mi vida que de veras lo hubiera necesitado, digo, salarialmente y para seguir “investigando” sin duras limitaciones. No interesa. Sí el hecho de que Alejandro, que además de historiador, es poeta, permite inferir que Terán, con toda sinceridad, supo hacerle ese tipo de comentario, quizá –como comenta Trímboli- incluso más de una vez. Lo cual torna más trágica su condición ante la acusación de Néstor Kohan. Pero que éste haya concentrado en la figura de Terán la responsabilidad principal de haber matrizado las humanidades universitarias de un modo neutralista y acrítico, sino directamente anti-marxista, no es aquí lo que cuenta. Si Kohan comete un error, como todo parece indicar, no sería desde mi punto de vista el de la mera confidencia odiosa –de la que aquí ni yo mismo me salvo-, si no el de personalizar en una biografía “partida” lo que sería un modo evidentemente inadecuado de asimilarse al despotismo burocrático del neocientificismo académico –independientemente de los cotos políticos de turno-, que es ya un Gestell epocalmente autonomizado como segunda naturaleza. La cosificación desvitalizadora de la racionalidad procedimental de la universidad, ya no pareciera un aparato hegemónico entre otros, cuanto una modalidad misma de su constitución óntico-ontológica. Creo que como postmarxista tengo el derecho a seguir pensando que un principio de sociación sistémicamente enajenada no debería personificarse en una simple conjuración de traidores. Eso quiere decir que coincido con Kohan en el diagnóstico (el vaciamiento academicista de la crítica independiente bajo una grilla reglamentista y unilateralmente meritocrática del saber), pero no en su etiología (los ex marxistas renegados). Más todavía, creo que la enajenación de la cultura universitaria en sus propios dispositivos de disciplinamiento epistémico –en la carrocería de acero de sus protocolos científicos y cuantificaciones evaluatorias- es harto más profunda de lo que deja traslucir incluso la diatriba de Kohan. Por ello me permito señalar, en efecto partidistamente, que la investigación en-la Universidad Pública, junto con el ensayo libre y los barrocos americanos -entre otras derivas desestabilizadoras/recreadoras estético-existenciales y político-textuales- pueden tener una potencialidad epistemológicamente más subversora de la enajenación sistémica académica, que el propio marxismo revolucionario de los profesores e investigadores. Pero esto ya es una opinión demasiado personal, y desde luego falible.

 

[xiii] Terán, Oscar, “De socialismos, marxismos y naciones”, en Controversia, México, Año 2, n° 7, julio de 1980, p. 21.

[xiv] En este sentido no puedo evitar trazar -quizá demasiado apresuradamente por lo que respecta a sus singularidades respectivas- una continuidad no sólo temática sino conceptiva, pero también ideológica, entre el libro de José Elías Palti (La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional”, Buenos Aires, FCE, 2003) y el actual libro últimamente editado por Carlos Altamirano y Adrián Gorelik (La Argentina como problema. Temas, visiones y pasiones del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018).

 

[xv] Pienso en el libro de Tomás Abraham, Deseo de Revolución, que puede leerse como una contrafigura lateral del libro de Omar, por lo demás, rigurosamente coetáneos, también en su intentio obliqua argentina, fascinantemente intensa en ambos textos.

[xvi] Acha, Omar, Historia crítica de la historiografía argentina. 1. Las izquierdas en el siglo XX, Buenos Aires, Prometeo, 2009, p. 21.

[xvii] Tengo presente una conclusión general y valorativa extraída por Luis García Fanlo de su casuística en el marco de una investigación colectiva tan sincera como rigurosa, y que desde luego me conduce a pensar y repensar también mis propias expectativas emancipatorias juveniles. Fanlo sostiene que “una u otra organización guerrillera podrá ser derrotada (militar o políticamente, da igual), decenas de miles de cuerpos insurrectos podrán ser aniquilados, confinados en campos o atrapados por las redes del ‘poder productivo’, pero lo insurgencia social brotará nuevamente, más temprano que tarde, allí donde el capitalismo esté vigente”. García Fanlo, Luis, “El laboratorio de contrainsurgencia. Las formas de la guerra y el conflicto de baja intensidad en Guatemala (1960-1996)”, en Nievas, Flabián (ed.), Aportes para una sociología de la guerra, Buenos Aires, Proyecto Editorial, 2006, p. 259.

[xviii] Tengo en cuenta el encomiable trabajo que vienen haciendo Waldo Ansaldi y sus colaboradores a escala comparativa continental y en diálogo con la tradición conceptual europea. Menos loable me resulta el objetivismo cientificista que los orienta y motiva, o que al menos no quieren traspasar teórico-metodológicamente en su neutralización procedimental de la dimensión ética, por ejemplo cuando declaran que les “interesa analizar la violencia no como una abstracción metafísica, sino como abstracción de una categoría históricamente (empíricamente) desplegada, capaz de explicar, sin juicios morales, su papel en nuestras sociedades”. Ansaldi, Waldo, “Muchos hablan de ella, pocos piensan en ella. Una agenda posible para explicar la apelación a la violencia política en América Latina”, en Ansaldi, Waldo y Verónica Giordano (coords.), América Latina. Tiempos de violencias, Buenos Aires, Ariel, 2014, pp. 28-29.

[xix] Pero entonces, desde luego, retomo lo que incorporo del propio Omar en cuanto a los sustratos colectivistas de las memorias ácratas, con todo, sin dejar de preguntarme por las individualidades recalcitrantes que, sin embargo, jamás se querrían a-fraternas. “El movimiento libertario –dice Omar- dispone de un aporte esencial para la reconstitución de una cultura política de izquierda. El siglo XIX ha enseñado los altísimos padecimientos que los pueblos y los propios revolucionarios soportaron por el sacrificio de la libertad y la autonomía en beneficio del poder y la autoridad. El celo ácrata por aquellos valores conforma un inapreciable insumo para la forja de un nuevo proyecto transformador. Es posible pensar un correlato historiográfico de tal contribución. La inclinación anarquista a entender la historia desde abajo, a recuperar la lucha de clases, a percibir tanto las resistencias mínimas como las masivas, a comprender el testimonio de los vencidos, configura un caudal crítico que aportará a la construcción de una historiografía de izquierda. Ésta merece existir si es competente para formular nuevos saberes y recuperar la experiencia, en la victoria y en la derrota, de los humillados y ofendidos” (Historia crítica de la historiografía argentina, p. 131). Debo decir que yo no compartía este tipo de juicio cuando me autocomprendía como un “estudiante marxista independiente”. Admito, en fin, que como alguien preocupado por “el marxismo”, al anarquismo me parecía una ocupación “meramente historiográfica”, y el tener por mucho la opinión de Eric Hobsbawm creo que tampoco ayudaba demasiado para modificar esa impresión de “inferioridad teórica”, de un movimiento que creía toscamente en el “espontaneísmo de masas”, etc. Es que me atuve excesivamente a ciertas lecturas tempranas de alumno demasiado ansioso, típico del que queriendo leerlo todo, finalmente leía demasiado poco de demasiados temas. A veces una o dos lecturas de algo se me convertían en una doxa inamovible. Recuerdo por ejemplo un librito que conocí a fines de los ochenta –pero que es de los setenta-, en tiempos en que iba al local del CEAL de la calle Tucumán a comprar algunos viejos ejemplares de sus vastas colecciones (lo hice hasta que cerró en el año 95, si no me equivoco, lo que me causó una tristeza inmensa, signo de época suficientemente nítido de la noche neoliberal). Allí por ejemplo supe de Arturo Roig (El pensamiento latinoamericana y su aventura, 2 Vol. muy mini, recién salido en el 94). También allí me topé con Nación y cultura, de Agosti, igualmente en el estilo de dos minivolúmenes. Pero lo que aquí también confieso es que ese texto me fascinó extrañamente por abordar “temas argentinos” desde una mentalidad sociológica marxista rigurosa. Me encantó ese texto, que así y todo me parecía propio de un autor “menor”. Es decir, “argentino”. Yo no me permitía tomármelo realmente en serio, así de sencillo. Es decir, porque no era Gramsci; “solamente” un comunista “de acá”, encima reflexionando el país, cuando se suponía que uno estaba para leer a los grandes –en el acelerado reloj de arena de las sesiones de lectura, que no debían desperdiciarse ni a cuartos de hora-, o sea, como mínimo a Lukács aun por encima del propio Gramsci (porque “de Argentina” al que sí leía con entusiasmo, qué le voy a hacer, era Rodolfo Mondolfo –mi primera opción para escribir una Tesis-, quien vivió décadas entre nosotros como un marxista humanista, sin que yo al menos le haya conocido un texto sobre este país que, seguramente más mal que bien, lo acogió como sabio exiliado). Mi sentido común de estudiante marxista ultra eurocéntrico tomaba “pensar la Argentina” e inferioridad intelectual como sinónimos. Lo digo y me avergüenzo. La cosa es que esos libros pequeños y accesibles al estudiante –no obstante lo cual mis compras eran así y todo bastante dilatadas- eran para mí, extrañamente, tesoros bibliográficos –“locales”-, y desde luego lo sigo sintiendo así luego de tantos años, pese a que por entonces apenas sospechaba su esquiva aura (y se comprende que luego, en mi conversión pos 2001 a “pensar la Argentina”, incurriera en una fascinación inversa e igualmente desenfocada, descubriendo en los intelectuales argentinos gente absolutamente genial, que hoy reservaría, con toda la perseverancia romántica que se pueda, para unos escasos pero fundamentales nombres). Como sea, mis carencias formativas en el pensamiento local (aún no me había topado con las brújulas paralelamente disyuntivas y fundamentales que eran Oscar Terán y para muchos de nosotros, Horacio González, a quien comencé a tratar, precisamente, recién en 2001) no pudieron ofrecer resistencia al hecho de que en mis primeras visitas a la librería del CEAL diera rápidamente con La destrucción del Estado. Antología del pensamiento anarquista –también con el ojo de águila del prejuicio-, compilada por Julio Godio, cuyo argumento de inhabilitación teórica y política del movimiento anarquista me parecía históricamente tan claro y contundente, como científicamente objetivo e ideológicamente correcto. Convicción que tardé bastante en abandonar como parámetro de sentido común ideológico e incluso académico. Lo transmito: “El pensamiento anarquista llevaba en sí toda la grandeza y miseria de una capa social en descomposición. En efecto, siendo inicialmente expresión del artesano o el campesino que se rebelan contra los capitalistas y terratenientes, su grandeza reside en que esos trabajadores individuales, al tiempo que se proletarizaban, llevaban esa ideología anticapitalista al seno de una nueva clase social: el proletariado industrial. El anarquismo constituye pues una corriente en el movimiento obrero europeo (y también latinoamericano, como en los casos argentino y uruguayo) durante todo el siglo XIX […] Pero su miseria reside en que, esencialmente constituía una utopía. ¿Por qué? Porque sólo tenía sentido en tanto fuese estable, durante un largo período histórico, una sociedad donde las relaciones mercantiles se apoyasen en el predominio numérico del pequeño productor. Era una expresión de clases subalternas en una etapa en la cual el capitalismo recién entraba en la fase de la gran industria mecanizada, pero ésta todavía no se había generalizado lo suficiente. A diferencia de los anarquistas, los marxistas señalaron que la liquidación de la propiedad privada y la implantación del socialismo exige la centralización económica y una forma de estado nueva: la dictadura del proletariado. La única clase consecuentemente revolucionaria –constituida por obreros industriales y rurales- no puede aspirar a una sociedad de ‘libres productores individuales’, sino a la apropiación de una economía materialmente socializada”. Godio, Julio, “Introducción”, en AA.VV.,  La destrucción del Estado. Antología del pensamiento anarquista, Buenos Aires, CEAL, 1972, pp. 9-10. Ahora bien, quisiera señalar, alguna vez, que Godio replica el mismo gesto de grandeza y miseria que imputa a su objeto en su propio estudio preliminar, tan didáctico como sesgado. Pero le reconozco algo importante. Su grandeza es dar a leer, en clave introductoria, el pensamiento anarquista a un público presumiblemente persuadido de la Verdad marxista/socialista. Su miseria, creo ver, es que preparaba al lector para que la superioridad histórica y política del marxismo quedara bien sentada -lo que en efecto ocurrió conmigo, por ejemplo- pero sin réplica posible por parte de un introductor pedagógico anarquista, dando la imagen, con ello, efectivamente de una tradición finiquitada e incapaz de cualquier réplica. Pero en mi crisis con el marxismo académico, releí casi al pasar el “librito sobre anarquismo” del CEAL –también como contrapeso moral ante la tan oscura tentación schmittiana, a propósito de teorizar, precisamente, la idea de “dictadura”-, y debo confesar que algunos pasajes de los fragmentos de Luigi Fabbri me afectaron, como si me estuvieran dirigidos, pese a que no sólo debido a mi ingenuidad, sino más todavía, a mi pasividad, no deberían haberme conmovido en particular. Pero tocaban un nervio básico de mi propio voluntarismo pequeñoburgués vanguardista, contrariado, hacia fines de los noventa, de pacifismo abstracto (supongo que debo decirlo todavía así). Se trata del problema sustancial y radical de la violencia revolucionaria, que también me dejaba perplejo ante la propia denuncia anarquista. Cito uno de esos viejos trozos de lectura, que hoy repican lejanamente en los rincones de mi conciencia, o me duelen como como pequeñas espinas reverdecidas sobre las flores muertas de la memoria del “militante” o el “cuadro” que sentía que yo debía ser, y que jamás fui. “La violencia es un medio que asume el carácter de la finalidad en la cual es adoptada, de la forma cómo es empleada y de las personas que de ella se sirven. Es un acto de autoridad cuando se adopta para imponer a los demás una conducta al paladar del que manda, cuando es emanación gubernamental o patronal y sirve para mantener en la esclavitud a los pueblos y clases, para impedir la libertad individual de los súbditos, para hacer obedecer por la fuerza. Es al contrario violencia libertaria, es decir, acto de libertad y de liberación, cuando es empleada contra el que manda por el que no quiere obedecer ya; cuando está dirigida a impedir, disminuir o destruir una esclavitud cualquiera, individual o colectiva, económica o política, y es adoptada por los oprimidos directamente, individuos o pueblos o clases, contra el gobierno y las clases dominantes. Tal violencia es la revolución en acción. Pero cesa de ser libertaria y por consiguiente revolucionaria cuando, apenas vencido el viejo poder, quiere ella misma convertirse en poder y se cristaliza en una forma cualquiera de gobierno. Es ése el momento más peligroso de toda revolución: es decir cuando la violencia libertaria y revolucionaria vencedora se transforma en violencia autoritaria y contrarrevolucionaria, moderadora y limitadora de la victoria popular insurreccional; es el momento en que la revolución puede devorarse a sí misma, si adquieren ventaja las tendencias jacobinas, estatales, que hasta ahora, a través del socialismo marxista, se manifiestan favorables al establecimiento de un gobierno dictatorial”. Fabbri, Luigi, “El concepto anarquista de la revolución”, en op. cit., pp. 85-86.

[xx] Pese a la borrosidad del recuerdo, retengo la imagen de un ofuscado Terán en la presentación del número 2-3 de la Revista La Biblioteca –dedicado a la pregunta, “¿existe una filosofía argentina”?-, en la Biblioteca Nacional, en el invierno, o quizá ya primavera, de 2005. Públicamente, Terán tuvo la inusitada entereza de señalar lo injustificado que era abordar la pregunta por la existencia de una “filosofía argentina”, para colmo de males, utilizando recursos del Estado. Según su juicio, ello comportaba un doble y grave error, a la vez intelectual y moral, pues el problema era falso desde su mismo planteo, y el que se utilizaran fondos fiscales para dar cuenta del mismo, una falta ética inadmisible. No recuerdo que se haya cerrado la mesa de presentación de ese número de La Biblioteca con un Terán controvertido y mucho menos rebatido, ni que ciertas sutilezas perifrásticas lo hayan siquiera llevado a matizar su dictamen, comunicado con severa honestidad ante los responsables de la publicación, comenzando por el entonces Sub-Director, Horacio González, y siguiendo por el resto del panel y los articulistas allí presentes, entre quienes me contaba. En cuanto a los contenidos, baste aquí indicar que la actitud de Terán no era sólo adversa (aunque no elusiva ni irónica, como en Tomás Abraham) a la pregunta conductora de la Revista, sino además contra-canónica respecto a su linaje de lecturas. Pues donde se sugería a Carlos Astrada desde la nota editorial misma como aquél con quien se debía confrontar dicha interrogación desde el vamos, Terán escribe sobre el antiperonista Francisco Romero, contrafigura académica de Astrada –a su vez forzosamente jubilado tras el golpe del 55-, y antepone “la generación sin maestros” a su “imperceptibilidad”. Pongo en contexto. En su artículo, es Terán quien había observado que “para explicar aquella autopercepción de una ‘generación sin maestros’ proclamada desde la representativa experiencia de Contorno, es menester referirla a la imperceptibilidad de aquellos que podrían haber respondido mejor a sus ansias de renovación, y dicha obnubilación debe proyectarse sobre el casi natural sentimiento antiperonista que compartían, potenciado y confundido con la política represiva del peronismo respecto del sector estudiantil (eliminación de conquistas centrales de la Reforma Universitaria, censura, prohibición de encuentros y mesas redondas, detenciones), por un lado, y a que la escuela fenomenológica que aquellos eventuales maestros les ofrecían no contenía ante sus ojos herramientas intelectuales idóneas para tramitar la situación entre desesperanzada y tediosa de quienes como ellos permanecían extraños o insensibles a la expansión del distribucionismo igualitarista, material y simbólico, del peronismo. Por lo demás, la propia colocación de Astrada en esos años como filósofo orgánico del régimen –colocación que penetraba su discurso filosófico-, así como la sorprendente y olímpica apoliticidad que campea en Cuadernos de Filosofía, ilustra la barrera infranqueable que se instalaba, aun con sus afanes de actualización intelectual, con respecto a los jóvenes denuncialistas, quienes volcarán sus adhesiones hacia la constelación existencialista de origen francés (Merleau-Ponty, Sartre, Camus y aun el católico Gabriel Marcel)”. Terán, Oscar, “Periplo y eclipse de Francisco Romero”, en La Biblioteca, Buenos Aires, Nos 2-3, Invierno de 2005, pp. 44-45. Terán dejaba a así entrever en los jóvenes contornistas, si no el auténtico legado de una filosofía ensayística local en la que inspirarse, cuando menos uno de sus antecedentes más interesantes y relevantes (pero esto último sí era un punto de coincidencia fundamental con Terán, sólo con considerar que ello implicaba -ni más ni menos-, para muchos de nosotros, esgrimir la herencia filosófica, en aquel entonces todavía viva y productiva, de León Rozitchner). El libro de Omar Acha me permite comprender el repudio de Terán al astradismo no tan subterráneo que motivó la convocatoria de aquél número de La Biblioteca, de un modo mucho más profundo e integral que lo que sospeché en su momento: una mera condenación liberal y anti-populista a cualquier forma de nacionalismo cultural, incluidas sus variantes “ontologistas” y ensayísticas libres, en las que algunos, entretanto, nos habíamos embarcado tempestuosamente (y desde ya perdidosamente para nuestras “trayectorias profesionales”).